Guerra al consumo para frenar el genocidio del hambre

El hambre es un genocidio diario de 65.000 seres humanos. No lo digo yo: lo dice Federico Mayor Zaragoza, ex secretario general de la Unesco, y a quien percibo cada vez más indignado y más radical, según los tiempos se van enrareciendo y el capitalismo nos va mostrando su verdadero rostro, ese que la socialdemocracia disimuló en Europa durante algún tiempo. 65.000 personas mueren cada dí­a de hambre y enfermedades perfectamente evitables relacionadas con la pobreza. Un genocidio silencioso y silenciado, implacable.

Según las estimaciones de la ONU y de ONGs, entre 800 y mil millones de personas sufren hambre crónica en este planeta que habitamos más de 6.000 millones de seres humanos. Otros mil millones están mal alimentados, si bien, y aquí­ comenzamos a enfrentarnos al absurdo al más puro estilo del capitalismo salvaje, algunos lo están por exceso -esto es, los millones de obesos y diabéticos que genera la opulencia de los paí­ses del Norte-. Y mil millones de personas no tienen acceso a agua potable.

Delante de estas cifras, resulta difí­cil tragar la noticia con la que Intermón Oxfam (IO) agitaba nuestras conciencias hace unos dí­as: los ingresos en 2012 de los cien más ricos del mundo acabarí­a ¡¡4 veces!! con la pobreza mundial. Cuando escuché la cifra por primera vez, tuve que buscarla en internet y leerla detenidamente varias veces antes de creérmela. Repito: para acabar con la pobreza en el mundo, esa que cercena cada dí­a la vida de decenas de miles de hombres, mujeres y niños, bastarí­a con que las cien mayores fortunas del globo aportaran el 25% de sus ganancias. Ni siquiera harí­a falta expropiarles: bastarí­a con tomar la cuarta parte de sus ingresos para frenar ese genocidio cruel y sinsentido. Dirán que es una utopí­a; se agarrarán a aquello de que «siempre hubo pobres y siempre los habrờ. Pero no es cierto: «la pobreza no es un fenómeno natural; es una vulneración de los derechos más básicos de las personas». Es más: sin pobres no hay ricos.

El contundente informe de IO pretendí­a alertar sobre el crecimiento disparado de la desigualdad en las dos últimas décadas, esas en las que el neoliberalismo ha campado a sus anchas. Con la crisis, en España se aprecia este fenómeno como nunca antes: porque, mientras aumentan el paro y la pobreza -los comedores están saturados por la afluencia masiva de un sector social que nunca pensó que acudirí­a a estos servicios-, pero el número de ricos se ha duplicado, y ya supera los 600.000. La capa de las clases medias adelgaza al son del American Way of Life. Y, como recuerda Intermón, los excesos no sólo son inaceptables desde el punto de vista ético, sino también «económicamente ineficientes, polí­ticamente corrosivos y medioambientalmente destructivos». El cambio climático lo pagaremos todos, pero cada individuo del 1% más rico en Estados Unidos utiliza 10.000 veces más carbono que un ciudadano medio norteamericano.

Hay una guerra (de clases)

Hay una guerra, y la están ganando los ricos. Por goleada. Vamos entendiendo que «los mercados no distribuyen los beneficios, sino que los ponen en manos de una minorí­a» para la que el resto somos «mano de obra, bestias de carga o carne de cañón», escribe el escritor Benjamí­n Prado.Pero nunca es tarde. «Usemos nuestras armas», nos recuerdan desde la revista Números Rojos, y proponen una: la desobediencia civil. Prado propone otra: el ‘ahorro ideológico’: «nuestras tijeras contra las suyas». Porque «la mejor manera de defenderse es con las mismas armas con las que te atacan». Algo tenemos claro: sin un consumo sostenido, las economí­as del mundo global no pueden seguir creciendo a esa tasa mí­stica del 3% que necesitan para sobrevivir. Luego el descenso del consumo es también una forma de rebelión contra el expolio», que dice Prado. Entonces, «que cada euro que no se gasta sea un mensaje: hasta aquí­ habéis llegado». O, añadirí­a yo, que cada euro que se gasta, pero de otra forma, sea también un mensaje: hay alternativas. Y consumir es un acto polí­tico.

 

* La viñeta es de Miguel Brieva.

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