El espejismo de la nueva ley de transparencia en España

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Hace tan solo unos meses, España compartí­a con Chipre y Luxemburgo el dudoso honor de seguir siendo los únicos paí­ses de la Unión Europea con más de un millón de habitantes sin una ley de acceso a la información pública. Esta situación cambió a finales de 2013 con la denominada Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, que fue anunciada por el Gobierno como una prueba de su firme compromiso por equipararnos a los paí­ses más avanzados en esta materia y poner fin a la opacidad que caracteriza a muchas de nuestras instituciones.

La llegada de la Ley podrí­a ser considerada por sí­ sola una buena noticia. Aunque sus motivaciones tengan más que ver con la presión de una ciudadaní­a cada vez más interconectada y descontenta con las actuaciones de parte de los responsables públicos que con una actitud proactiva de nuestros gobernantes, el hecho de que se de un paso adelante y se encare el problema es ya de por sí­ una noticia positiva. Si nos limitamos al titular podemos quedarnos con la dulce sensación de que se trata de triunfo de la sociedad civil; pero un análisis más detallado de su contenido y consecuencias reales nos hace torcer el gesto.

Centrémonos en el eje que más nos interesa desde Carro de Combate: la información a la que los ciudadanos pueden acceder sobre la relación de las grandes empresas con los poderes públicos. Si bien la Ley no entra a regular la transparencia en el caso de las compras públicas, si tiene implicaciones para empresas que mantienen distintos tipos de relación con la Administración. Además de incluir a las instituciones públicas (y no a todas, aunque no entraremos en detalle en este punto), la Ley señala que el derecho a la transparencia debe alcanzar también a las «entidades privadas que perciban durante el perí­odo de un año ayuda o subvenciones públicas en una cuantí­a superior a 100.000 euros o cuando al menos el 40% del total de sus ingresos anuales tengan el carácter de ayuda o subvención pública». Esto quiere decir cualquier ciudadano puede acceder a información sobre las empresas que entren dentro de esta categorí­a. El lí­mite marcado es fácilmente alcanzable para compañí­a con gran volumen de facturación, pues gran parte de ellas son beneficiarias de grandes partidas en concepto de subvenciones públicas (eficiencia energética, transporte, etc). Aún así­, esquivarla no es complicado.

En primer lugar, este umbral de cuantí­as puede ser salvable utilizando la vieja técnica de dividir la actividad de una corporación en entidades más pequeñas, pudiendo burlar la Ley aunque como grupo empresarial se esté superando esos 100.000 euros o 40% fijados por la norma. Es decir, con un pequeño toque de ingenierí­a financiera, a la que tan acostumbradas están las empresas de un tamaño considerable, se consigue sortear esta obligación de proporcionar información.

Pero ¿qué datos estarí­an obligadas a facilitar? Aquí­ viene el segundo punto de conflicto. El texto obliga a la «publicación periódica y actualizada» de planes, actuaciones, resultados e información «de relevancia jurí­dica». El problema es que la Ley se queda en el terreno de las recomendaciones (aconseja publicar la información de una manera clara, entendible y preferiblemente en formatos reutilizables), pero no concreta con qué periodicidad debe hacerse ni qué criterio determinará la relevancia o irrelevancia de la información que se hará pública. En la práctica esto convierte a la norma en un auténtico colador; eso si, muy bien empaquetado.

¿Y qué hay de las relaciones de las empresas privadas con los poderes públicos? Éste es un punto candente por el giro de timón que supondrí­a regular y hacer público el registro de actividades de los denominados lobbies o grupos de presión. Éstos pueden tener desde los fines más legí­timos (la lucha por incrementar los niveles de transparencia del Estado es uno de ellos) a los más indecentes (de los que todos tenemos ejemplos en la cabeza), pero comparten el objetivo de influir en los poderes públicos defendiendo los intereses del colectivo al que representan.

Los lobbies y sus relaciones con los responsables de la Administración son una pieza clave para entender el proceso de creación de numerosas polí­ticas públicas y cambios regulatorios que son determinantes para las empresas, y acaban afectando también a los consumidores. Puede gustarnos más o menos, pero es un hecho que estos grupos de presión son el cauce por el que hoy en dí­a discurren las conversaciones entre las partes afectadas por las polí­ticas públicas y quienes se encargan de diseñarlas.

Por eso no es de recibo que su regulación no se contemple en una Ley que se abre con la siguiente declaración de intenciones: «Sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crí­tica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos».

Un preámbulo inspirador para una Ley que se queda en material cosmético muy oportuno en tiempos de crisis. No es que las expectativas fueran altas, pero es inevitable pensar en lo que pudo haber sido y no fue. Y en cuántos se habrán quedado sólo con el titular.

Imagen: Manuel Iglesias / Flickr

 

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