Cuando los distribuidores deciden lo que consumimos

Texto: Nazaret Castro / Foto: Laura Villadiego

Tal vez la mayor victoria del sistema capitalista ha sido hacernos creer que economía y sociedad son cosas diferentes, compartimentos estancos que debemos analizar separadamente. Como hicieron notar pensadores como Marcel Mauss y Karl Polanyi, esa separación era una novedad radical de la modernidad occidental con respecto a sociedades de cualquier otra época o lugar, para las que los procesos económicos están insertos en la sociedad, en la política, incluso en la concepción de lo sagrado.

Sin embargo, esa creencia está ya tan arraigada en nuestras mentalidades que cuando, en apenas dos décadas, el modelo de la gran distribución moderna penetró rápidamente, desplazando al pequeño comercio tradicional, el fenómeno se entendió desde una perspectiva economicista, esa que se centra en la rentabilidad y se desentiende de los cambios radicales y profundos que ese cambio de modelo introducía en el tejido social, las relaciones laborales, el urbanismo y las subjetividades.

En España (país cuyos datos son extrapolables a multitud de economías a lo largo y ancho del planeta), el primer supermercado apareció en 1973, en Prat del Llobregat; hoy, más del 80% del total de las compras de las familias se realizan en grandes superficies y, de esas compras, el 75% se concentra en las cinco mayores cadenas, con el emporio Mercadona a la cabeza. Para el caso de los alimentos, según datos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (Magrama) la gran distribución acapara el 72% de la cuota de mercado. La otra cara del fenómeno es el declive del pequeño comercio.

Cada vez que se instala en un territorio una gran superficie, una nueva cadena de supermercado o un centro comercial, el emprendimiento llega con el mismo argumento legitimador: la creación de empleo. No obstante, ese argumento oculta los puestos de trabajo que se destruyen cuando la llegada de un supermercado acaba con el comercio tradicional local.

Además, se produce un cambio cualitativo en esos puestos de trabajo: parte de los contratados pasan de ser pequeños propietarios a asalariados dependientes de esas grandes empresas. No se trata de idealizar al pequeño comercio tradicional, pero sí de exigir responsabilidades a grandes empresas que son cómplices del deterioro creciente de los derechos laborales. Un ejemplo: Mercadona ha sido señalada por presionar a sus empleados para evitar que tomen bajas por enfermedad.

Junto al comercio de barrio, los pequeños productores han sido los grandes perdedores del modelo. Los grandes distribuidores manejan tales volúmenes de compra –los economistas lo llaman oligopsonio– que se han convertido en formadores de precios e imponen condiciones a los proveedores que los pequeños productores no pueden soportar, tales como el pago a 60 o 90 días, la obligación de participar de los gastos de promoción en el establecimiento o la devolución de la mercancía no vendida.

Algunos autores describen esta situación como teoría del embudo: hay muchos productores y muchos consumidores, pero un pequeño grupo de distribuidores controla el negocio e impone sus reglas, asegurándose márgenes de beneficio que con frecuencia superan el 400% de lo que se paga al productor.

En España ha sido paradigmático en ese sentido la debacle de los ganaderos. La Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) ha denunciado que los productores se ven forzados a vender a un precio que a veces no sufraga los costes de producción: si en marzo de 2015 se pagaban casi 38 céntimos de euro por litro de leche, en mayo de 2015 se pagaban apenas 30,6 céntimos.

El resultado: los pequeños ganaderos terminan arruinados, mientras las grandes empresas del sector, más “competitivas”, recogen su testigo e imponen un modelo de alimentación que, tras de los coloridos embalajes y la ilusión de la libertad de elección, esconde la uniformidad de alimentos procesados que abusan del azúcar y el aceite de palma.

Hipermercados para la era del hiperconsumo

Pero tal vez el impacto más importante, aunque más difícil de medir, sea el cambio en las subjetividades que ha provocado el modelo de la gran distribución, que fomenta, y al mismo tiempo es deudor, de la hegemonía de las marcas. El consumidor llegaba antes a la tienda, preguntaba por lo que quería al tendero, y éste le daba información sobre las mercancías que comercializaba.

En el supermercado, el consumidor moderno –característico de lo que el autor francés Gilles Lipovetsky llama la era del hiperconsumo– recorre los largos pasillos repletos de estanterías en las que se ofrecen productos en apariencia variados y de los que el cajero poco o nada sabe. La confianza se traslada del comerciante a la marca –en última instancia, a la publicidad– y en la escasa y confusa información que suele figurar en las etiquetas.

Y esto, a menudo, supone una disolución de la responsabilidad, porque cada vez más marcas pertenecen a un puñado de grandes multinacionales que operan con impunidad.

Nos hemos acostumbrado a creer que la adquisición de objetos materiales –o servicios– es el único modo de satisfacer nuestras necesidades; y hemos aprendido a confundir necesidades y deseos. El capitalismo requiere de personas eternamente insatisfechas para alimentar un crecimiento infinito de la economía. Pero son los deseos los que son infinitos, no las necesidades.

Es por eso que no hay mejor metáfora del consumismo que divagar entre los largos pasillos de un supermercado, donde todo está milimétricamente calculado para incitar la compra de productos que no necesitamos, pero que llegamos a desear cuando son colocados en el lugar más vistoso de los estantes, rodeados de publicidad y color, en un contexto donde nada, ni siquiera la música ambiente, está dejado al azar.

Aunque prefiramos pensar que la publicidad no nos influye, modela nuestros gustos y nuestros deseos, hace ya décadas que sus omnipresentes eslóganes no apelan a las cualidades del producto, sino a las emociones, a la identidad o el estatus.

Consumir se convierte así en un gesto individual e irreflexivo. Pero, como escribe el filósofo brasileño Euclides André Mance, cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales”.

Porque, mientras se instala el individualismo en nuestras sociedades, la economía globalizada nos hace cada vez más interdependientes; y debemos tomar conciencia de las consecuencias no deseadas de nuestros actos de consumo.

Tendencias: la vuelta al barrio y la revolución Amazon

En los años 80, los grandes distribuidores nos convencieron de que lo más práctico era ir en coche hasta la periferia de la ciudad para hacer la gran compra mensual o semanal entre los interminables pasillos de Continente o Pryca. Hoy, el modelo del hipermercado se muestra estancado, y los grandes distribuidores, con Mercadona a la cabeza, vuelven al barrio, abriendo supermercados de menor tamaño y donde los productos frescos y certificados como ecológicos ganan protagonismo.

En paralelo, cree el formato de la gran superficie especializada en nuevos segmentos de mercado: se trata, a veces, de una gran superficie dedicada a una sola firma (Ikea, Decathlon) o un solo sector (Fnac, Casa del Libro); otras veces, grandes centros comerciales, a imagen y semejanza del típico shopping mall estadounidense, albergan franquicias de moda o sus versiones outlet.

En definitiva: volvemos al barrio para llenar la cesta de la compra, y vamos en coche a las periferias para comprar bienes de consumo que antes proveía el comercio tradicional. De ahí que, por poner un ejemplo, cierren dos librerías cada día en España.

No habíamos entendido todavía las consecuencias del modelo de la gran distribución moderna cuando una nueva revolución tecnológica amenaza con cambiarlo todo una vez más. Amazon es el mejor ejemplo del modelo de venta on line y distribución a domicilio, que ya ha llegado a los productos frescos.

Quizá debiéramos comenzar a preguntarnos cuáles pueden ser las consecuencias de ese proceso acelerado, aunque todavía incipiente.

*Este artículo fue publicado originalmente en Equal Times. Nazaret Castro es autora del ensayo La dictadura de los supermercados. Cuando los distribuidores deciden lo que consumimos, editado por la Akal Editorial.

1 comentario en “Cuando los distribuidores deciden lo que consumimos”

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