¿Desarrollo o destrucción? Las comunidades campesinas guatemaltecas frente a la amarga dulzura de la caña

Texto y foto: Nazaret Castro

Dicen que cortar caña es uno de los trabajos más duros que existen. Aquí, en la Costa Sur de Guatemala, que concentra la producción de caña de azúcar en el país centroamericano, el calor tropical acentúa la dureza de las jornadas de sol a sol. Eso, a cambio de un jornal que suele estar por debajo del mínimo legal, de por sí exiguo: a menudo, la mitad del salario mínimo legal rural, de 80 quetzales (algo menos de 10 euros), y sólo si el trabajador logra cumplir con las tareas demandadas por el empleador, para lo que, a menudo, va acompañado de un hijo o un amigo desempleado.

Las mujeres, como siempre en Guatemala, se llevan la peor parte. “Les pagan menos que a los hombres aunque hagan el mismo trabajo, y les tratan de una forma humillante. No tienen ni tiempo para comer”, cuenta una campesina en la comunidad de Conrado de la Cruz, departamento de Suchitepez. Además, a menudo no las emplean, o las despiden una vez empleadas, si no acceden a acostarse con el encargado, según denuncian trabajadoras en los tres departamentos. Así lo relatan en varias comunidades y en diferentes regiones; pero, en un país donde la defensa del territorio y de los derechos laborales puede significar la muerte, sus relatos deben permanecer anónimos.

Con todo, ser empleado en los ingenios es un privilegio. A menudo, los empleadores prefieren traer cuadrillas de trabajadores migrantes que vienen de regiones muy empobrecidas. Además, “los emplean por un par de quincenas, y después los echan. Así no adquieren ningún compromiso con los trabajadores”, relata una campesina en la comunidad El Triunfo Champerico, departamento de Retaulheu. Sus compañeros asienten y afirman que, a partir de los 40, ya nadie los quiere, y quedan sin posibilidad de ingreso alguno.

El empleo en las plantaciones se ha convertido en la única vía para la supervivencia, después de que el avance del agronegocio les haya arrebatado sus tradicionales formas de subsistencia: “Antes pescábamos y recogíamos yerbas silvestres junto al río; también teníamos huertas y árboles frutales. Pero hoy casi no hay pescado ni yerbas, y los frutales se echan a perder por las plagas”, narra una campesina en Las Trochas, departamento de Escuintla. Eso, por no hablar del aumento de abortos, malformaciones genéticas y enfermedades dermatológicas y respiratorias asociadas a los agroquímicos y a la ceniza que llevan las quemas masivas de caña.

Con todo, seguramente la peor herencia que ha dejado la caña de azúcar es la crisis hídrica. Los ingenios han desviado el curso de varios ríos para llevar agua a sus plantaciones, y sus pozos industriales han secado los pozos artesanales de los que se abastecían comunidades a las que nunca llegó el agua corriente potable.

En la comunidad de la Candelaria, el río Camiñas está absolutamente seco: apenas se ve un surco seco, y las piedras donde otrora iban las mujeres a lavar la ropa. Hoy, las que pueden consiguen un vehículo y van juntas al río más cercano; otras compran el agua por galones. Y las que no pueden ni una cosa ni la otra, simplemente no tienen dónde lavar ni qué beber. Quienes antes vivieron con austeridad, pero con tranquilidad y cierta holgura, de la agricultura y la pesca tradicional, hoy se enfrentan a la miseria más absoluta. “Qué iremos a hacer, sólo Dios sabe”, concluye una anciana. A su lado, una campesina increpa: “¡Sólo lo de ellos vale! ¿Es que nosotros no valemos nada?”

Sed en el Caserío de Jocotá

La situación es desesperada, y desesperante, en el Caserío de Jocotá. Sus habitantes dependen por completo de la deslumbrante laguna de Jocotá, que les provee el agua, el alimento y también el recreo. Pero hace tres años llegó la caña, y la laguna ha comenzado a secarse, como secos están los pozos de los que las 75 familias extraían el agua para beber.

Afectada la laguna, falta también el alimento: “Antes ibas a pescar y en dos horas tenías el jornal; hoy estás el día entero y no sacas casi nada”, afirma uno de los líderes comunitarios. La otra fuente tradicional de alimento, el maíz, también escasea desde que, con la llegada de la caña, el ingenio El Pilar tomó las tierras que ellos arrendaban para cultivar. Pero es que, además, la empresa no ha empleado a nadie de la comunidad, donde la precariedad es tal que no tienen ningún documento legal, como exige la empresa.

En Jocotá, la pobreza se siente en las ropas, en las sencillas viviendas de palos. Pero ellos no piden dinero, ni siquiera demandan al Estado que les provea de los servicios públicos básicos: sólo piden que no les roben el agua. Que les respeten su laguna, ese gran tesoro del que, hasta ahora, tan bien han sabido cuidar. “Esto que tenemos es un tesoro”, dice uno de los líderes comunitarios mirando la laguna. “Sé que nos pueden desaparecer, pero prefiero que me maten a mí y vivan mis hijos”.

Un problema estructural

La Costa Sur es la región de Guatemala donde se concentra la producción de caña de azúcar, en un país donde el 10% de la tierra cultivada está plantada con caña, y el sector supone el 3% del PIB. La saturación de la región costera es tal que los ingenios comienzan a expandirse a otras regiones, como el Valle del Polochic, donde la llegada de las plantaciones de palma aceitera y caña azucarera desplazó a comunidades indígenas y campesinas; éstas decidieron resistir y, en 2011, sufrieron el embate del Ejército y los guardias privados de seguridad, que desalojaron a 750 familias, quemaron sus ranchos y destruyeron sus cultivos.

El sector azucarero guatemalteco se caracteriza por su alto grado de concentración. Nueve ingenios se reparten el pastel; el mayor de ellos es Pantaleón Sugar Holding, que acapara el 19% de la producción. Le siguen Magdalena, Santa Ana y La Unión. Detrás de cada uno de esos grupos empresariales, hay poderosas familias, como los Herrera o los Campollo. Los papeles de Panamá probaron, para el caso del Grupo Campollo, el entramado de empresas offshore mediante el cual la empresa evadía impuestos, y revelaron los vínculos entre este sector y el poder político.

“Nuestro propósito es promover el desarrollo, transformando recursos responsablemente”, afirma Pantaleón en su web oficial. Esta afirmación contrasta con la visión de las comunidades afectadas por la caña: “Antes uno vivía más feliz. Había abundancia, no faltaba de nada. ¿Desarrollo? Destrucción es lo que traen”, sentencian en La Candelaria. Pero no se trata apenas de la caña. El modelo del agronegocio avanza en el departamento del Petén, al norte del país, con las plantaciones de palma aceitera, que provocan impactos muy similares a la caña y despojan a las comunidades indígenas y campesinas de sus tradicionales modos de sustento. Del mismo modo, las centrales hidroeléctricas y las explotaciones mineras avanzan sobre los territorios, con grandes dosis de violencia.

La cuna de la civilización maya, una de las culturas más apasionantes de la América precolombina, sufre hoy una nueva oleada de un despojo que no cesó en 500 años. Habla Ana Cofiño, coordinadora del periódico feminista La Cuerda: “En Guatemala, la profundidad del racismo y el patriarcado han configurado una sociedad dañada y enferma, conflictiva, que difícilmente se reconcilia con su identidad indígena”.

*Este reportaje ha sido posible gracias a la financiación de la organización Entrepueblos.

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