Cara y cruz del modelo agroexportador en Guatemala

Una niña juega en el pozo familiar, ahora seco, en el Caserío de Jocotá, Costa Sur de Guatemala.

Texto y fotos: Nazaret Castro

Aunque todavía está muy lejos del protagonismo de la caña azucarera en la economía del país, la relevancia de la palma aceitera en Guatemala radica en la rapidez con la que se está expandiendo. Como apunta el informe “Situación de derechos humanos de los pueblos indígenas en el contexto de las actividades de agroindustria de palma aceitera en Guatemala”, publicado en 2015 por organizaciones sociales como Redsag y Action Aid, la palma aceitera comienza a cultivarse en Guatemala en los años 90, sustituyendo al algodón y al ganado en al Costa Sur y el Valle del Polochic, pero su mayor crecimiento se da a partir de 2002. En 2010, se alcanzaban las 93.400 hectáreas cultivadas, según datos oficiales; la Gremial de Palmicultores de Guatemala (Grempalma) habla de 130.000 hectáreas. Sayaxché, en el departamento de Petén, es la región palmicultora por excelencia, con 56.000 hectáreas, según datos del Grupo Hame.

Pese a las evidencias de los impactos que se repiten en las comunidades indígenas y campesinas a lo largo y ancho de Guatemala, las empresas y el Estado siguen defendiendo el modelo del agronegocio. El Grupo Hame se enorgullece de haber alcanzado el cuarto puesto mundial en exportaciones de palma africana, con un 2,7% de la producción, que no parece tan escaso si consideramos que Indonesia y Malasia acaparan el 86% de la producción mundial.[1] Según estos mismos datos, España es el cuarto mayor importador del mundo, con un 5,5% de la demanda total.

La generación de empleo es el principal argumento del sector empresarial y del Gobierno en defensa de la palma: según el Grupo Hame, este cultivo genera un puesto de trabajo por cada 6 hectáreas de palma cultivada; otros estudios hablan de un empleo por 10 hectáreas. [2] Sin embargo, estos cálculos ocultan el número, mucho más difícil de cuantificar, de puestos de trabajo que destruye la palma cuando avanza sobre territorios que tradicionalmente han vivido de la pesca, los cultivos para el autoconsumo, la pequeña ganadería y otras formas de subsistencia que resultan destruidas por el monocultivo.

Gracias en parte a las pésimas condiciones laborales, Guatemala es el único país de América que compite en costos con Indonesia y Malasia, que acaparan el 86% de la producción mundial de palma de aceite. Los palmicultores del país han contado, además, con la inversión financiera de entidades como la Banca Pública de Brasil, el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial. Así, por ejemplo, el BID otorgó en 2008 préstamos millonarios para realizar estudios de factibilidad de la producción de palma en Guatemala, según el informe de 2015 sobre la situación de derechos humanos en el país ya mencionado. Y, según un informe de IDEAR de 2013, el Banco Mundial prestó 60 millones de dólares al Ingenio Pantaleón.

Comunidades movilizadas contra el monocultivo de caña en La Trocha, departamento de Escuintla, Costa Sur de Guatemala.

En Guatemala, 16 empresas se dedican al cultivo de palma o extracción de su aceite, entre ellas REPSA, INDESA y Palmas de Ixcan. Además de las inversiones de entidades financieras supranacionales, estas empresas se han beneficiado de medidas como la exención del impuesto sobre la renta a los exportadores y de los aranceles a la importación de maquinaria. Mientras disfrutan de subsidios estatales y exenciones fiscales y vulneran los derechos más elementales de los trabajadores, las empresas pretenden ganarse el beneplácito de la comunidad con programas de responsabilidad social corporativa (RSC) a través de los cuales se suman a compromisos sociales que debieran ser responsabilidad del Estado. “Lo que hacen es pintar nuestras escuelas y los salones comunales con los colores de la empresa”, denuncian las comunidades.

Estrategias para la imparable expansión de la palma
Desde la firma de la paz en 1996, cerca de 15.000 familias lograron acceso a la tierra y títulos de propiedad. El precio que pagaron a cambio fue la pérdida de las costumbres de las comunidades maya Q’eqchí, que participaban de un sistema consuetudinario de tenencia, uso y administración comunal de la tierra y los recursos. Así, por ejemplo, en Sayaxché, departamento de Petén -al norte del país-, el BID financió la entrega de títulos individuales en la Finca San Román; para 2008, el 60% de esa finca, antes comunal, estaba en manos de las empresas palmeras. La experiencia de la cooperativa Manos Unidas, en Sayaxché, subraya la importancia de la tenencia colectiva para conservar el control de la tierra: el régimen de tenencia comunal ha permitido que sea la única comunidad de la región que ha resistido al avance palmero. Y esto no sólo tiene grandes implicaciones materiales, sino en todos los órdenes: así, cuando lugares sagrados para las comunidades terminan siendo fraccionados y vendidos, el resultado es el debilitamiento de las costumbres y del tejido social.

Paralelamente, en Petén y en la Franja Transversal Norte (FTN) del país, desde 2002 se dan procesos de acaparamiento de tierras a costa de las comunidades indígenas. Para hacerse con sus territorios, las empresas muchas veces han utilizado el engaño o incluso las amenazas.[3]

Miembros de una comunidad afectada por la caña de azúcar, en el departamento de Retaulehu.

En la mayoría de las ocasiones, las mujeres son las que con más firmeza se oponen a la entrada de los megaproyectos agrícolas en sus territorios; aunque ellas son copropietarias de la tierra conforme a la Ley de Fondo de Tierras de 1999, no siempre pueden ejercer ese derecho. “Ellas se preocupan por el futuro de sus hijos y saben que, si pierden el acceso a los recursos, la única alternativa será la palma. Hemos visto que el éxito de las resistencias al monocultivo depende, en gran medida, de que las mujeres tengan un papel activo en esos movimientos”, atestigua un miembro de la organización Sagrada Tierra.

En las diferentes regiones del país, y en los diferentes países del contexto latinoamericano, se repiten las estrategias de las empresas, que pasan muchas veces por la cooptación de líderes comunitarios y la división de las comunidades. Así, por ejemplo, las empresas ofrecen trabajo a los presidentes de los Comités Comunitarios de Desarrollo (COCODES) para que recluten mano de obra, que acaban funcionando como contratistas de las palmeras o los ingenios.

Se repiten también, a lo largo y ancho del continente latinoamericano, las formas diversas, por acción u omisión, en las que el Estado perpetúa la desigualdad y favorece a las empresas nacionales o transnacionales, con la ayuda de organismos como el BID y el Banco Mundial. La corrupción es generalizada en la concesión de licencias y el modo en que las entidades públicas, más que fiscalizar, tramitan los estudios de impacto ambiental.[4]

Tierra arrasada en el Valle del Polochic
El caso del Polochic ilustra esta situación. “En el año 2000, después de contaminar el agua y desertificar zonas enteras en la Costa Sur, la empresa Chabil Utazaj S. A. decidió trasladarse al norte del país, y contó para ello con el apoyo del Gobierno y con un préstamo del BCIE”, explica Carlos Paz, miembro del Comité de Unidad Campesina (CUC). El Valle del Polochic tenía una ventaja adicional: su proximidad al único puerto del Atlántico en Guatemala. Sin embargo, la empresa terminó por abandonar el cultivo y las comunidades que habían sido expulsadas ocuparon las tierras para producir maíz y fríjol.

Después de la compra masiva de tierras por parte de la empresa, que reconoció haber conseguido “una ganga”, el precio de la tierra en la región aumentó un 3.900%, haciendo así imposible conseguir nuevas tierras. No había ya forma de cultivar alimentos y la población. Por eso, las comunidades comenzaron a organizarse y a resistir. En 2011, en respuesta a la ocupación de tierras, 750 familias fueron sacadas de sus viviendas por soldados, policías y guardias privados de seguridad. Hubo campesinos muertos y heridos, se quemaron ranchos y se destruyeron cultivos, al más puro estilo de la estrategia de tierra arrasada que durante años practicó el Ejército en los no tan lejanos tiempos de la guerra.

Detrás del desalojo estaba la familia Widmann, que quería mover su ingenio Guadalupe de la costa sur al norte. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) condenó el desalojo, pero no ha habido reparación alguna para la comunidad Q’eqchí. Este pueblo ya fue duramente golpeado por la contrainsurgencia, en colaboración con los finqueros, entre los años 70 y los 90, en el marco del larguísimo y devastador conflicto armado interno. Ante el abandono estatal y la situación de extrema miseria y vulnerabilidad, la resistencia continuó, con ayuda de organizaciones como la CUC y Oxfam. En 2013, una Marcha Campesina hasta la capital presionó y logró que comenzara una negociación, pero los guardias privados de la empresa mataron a Carlos Cucul Tot, según el informe Dinámicas agrarias y agendas de desarrollo en el Valle del Polochic. Pese a todo, la tenacidad de la lucha comunitaria ha permitido que se consigan tierras para un tercio de los campesinos desalojados.

Sin embargo, la comunidad ha quedado dividida. “La empresa compra voluntades y crea división en las comunidades: se rompe el tejido social, entre comunidades, entre generaciones, en las propias familias. Cuando el río se contamina, no sólo dejan de pescar el río es su medio de vida”, apunta Carlos Paz. Para las comunidades indígenas, el río es su fuente de sustento, pero también de sociabilidad, de cultura, identidad y memoria. La contaminación del río provoca una profunda tristeza, desarraigo, dolor del alma. Cuestiones difíciles de cuantificar por los funcionarios del Banco Mundial.

Además, algunos conflictos se dirimen en sus instancias tradicionales, pero otros lo hacen a través de “nuevas formas de organización comunitaria, refuncionalizadas y apropiadas culturalmente, como los Consejos de Desarrollo Comunitario”, según el informe de IDEAR. Ese estudio señala que la justicia resulta inaccesible para las comunidades, tanto por sus costos como por desconocer sus costumbres, como en el caso de la tenencia comunitaria de la tierra. “A través de estas dinámicas reasignadoras de valores sobre la propiedad, el trabajo, el ocio y el consumo, se articula un proceso de homogeneización cultural, que erosionando la organización social-comunitaria, trata de avanzar sobre el valle con tanta fuerza como la homogeneización de los suelos y los cultivos. (…) El intercambio mercantil se convierte en la única base del vínculo social”. Y esto implica un desmoronamiento del tejido social y un aumento de las desigualdades dentro de la comunidad: se producen “procesos de diferenciación social, en los que los más pobres y sin tierra, junto con las mujeres, son los que menos beneficios obtienen”, apunta la investigadora Sara Mingorria.

Esto se traduce, entre otras cosas, en una mayor dependencia de los ingresos monetarios, para pueblos que antes, por su acceso directo a los recursos y sus tradiciones de trueque y reciprocidad, apenas necesitaban el dinero. Y esa inserción a la economía monetaria sirve como herramienta de control social, como expresan en las comunidades con frases como esta: “Antes nos mataban con fusil. Hoy el fusil que nos mata de hambre es la caña y la palma”. Y, pese a todo, el Polochic es un ejemplo de éxito en las resistencias: por el momento, la tenacidad de las comunidades Q’eqchies ha logrado expulsar a la empresa palmera.

Alimentos para automóviles

Los beneficios se acaparan; los costos se arrojan sobre las comunidades campesinas y el medio ambiente. En el informe Caña de azúcar y palma africana: combustibles para un nuevo ciclo de acumulación y dominio en Guatemala, publicado por IDEAR en 2008, se analizan las cadenas productivas de la caña y de la palma, a partir del estudio del valor agregado bruto (VAB), es decir, la diferencia entre el total de ventas y el total de compras. Su conclusión es que “el VAB se genera en los territorios, pero no se queda ahí”. En realidad, “para la economía territorial la okra y el arroz generan mucha más riqueza que la caña y la palma”, que también generan menos empleo. En Guatemala, el 50% del agua de riego es consumido por latifundios de caña de azúcar, mientras el 55% de la población rural carece de acceso al agua potable, según el mismo informe.

La CEPAL (Comité Económico para América Latina) subrayó las circunstancias “favorables” para la introducción del etanol en Guatemala, como señala el estudio de IDEAR. Tanto el renovado interés por la caña azucarera como la acelerada expansión de la palma africana se explican, en parte, por la demanda de agrocombustibles: es rentable producir agrodiésel con el barril de petróleo por encima de los 70 dólares. La rentabilidad guía las inversiones, y no el bienestar de las comunidades o la sostenibilidad ambiental.

Instituciones como el BID y el Banco Mundial apostaron por el monocultivo en el marco de un apoyo a la producción de agrocombustibles que tiene que ver con la decisión de la Unión Europea, en 2006, de que el 20% de su oferta energética provenga de fuentes renovables, y un 10% de los agrocombustibles, para 2020. La UE tuvo que revisar ese compromiso ante las evidencias científicas de que el etanol y el agrodiésel son antes parte del problema que de la solución: un informe encargado por la propia Unión desveló en 2016 que las emisiones de gases de efecto invernadero del agrodiésel a base de palma son hasta tres veces mayores que las emisiones provocadas por el petróleo. La causa fundamental está en la deforestación de bosques nativos tropicales que ha venido de la mano del auge palmero, y en este punto Guatemala no es una excepción: ahí está, para demostrarlo, la radical transformación del ecosistema en Petén.

De este modo, cultivos al servicio de la producción de combustible desplazan la producción de alimentos tradicionales como el maíz, el fríjol y los árboles frutales. Y a su paso arrasan con modos de trabajar la tierra y de tejer comunidad; con formas, en fin, de relacionarse con los otros y con el entorno natural. Porque la pérdida de biodiversidad asociada a la expansión de los monocultivos nunca es exclusivamente ecológica: la pérdida de ecosistemas conlleva la pérdida de culturas. Y, en muchos casos, esas culturas son las portadoras de claves que podrían orientarnos en la transición hacia un mundo post-extractivista y post-capitalista que permita la continuidad de la especie y garantice un futuro amable para las futuras generaciones.

“La empresa concentra toda la generación de valor” en detrimento de los agricultores, destaca el informe de IDEAR. Así, “se expropia definitivamente al campesino de su rol como proveedor de alimentos, considerándole ya no como un sujeto económico relevante, sino como un objeto de la acción asistencial de los fondos sociales, las iglesias o las ONG”. Y con ello, queda en cuestión la soberanía alimentaria. El proceso tiene ganadores y perdedores: pierden las comunidades indígenas y campesinas; ganan grandes empresas como ADM, Cargill, Dreyfuss, Bunge, Monsanto y Bayer.

«Un robo legal»

Frente al discurso de la meritocracia que arraiga en las subjetividades neoliberales, Carlos Paz recuerda que “los empresarios no ganan por su habilidad ni por su esfuerzo, sino porque el Estado protege sus monopolios. La corrupción es estructural y ha tomado cuerpo legal: la riqueza se basa en privilegios fiscales, amnistías y todo tipo de ventajas. Es un robo legal”.

No se trata, en cualquier caso, únicamente de los agronegocios: en toda América Latina, los territorios hasta ahora desconectados de las redes de valor globales, controladas por comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes, están cada vez más presionadas por un modelo extractivista que, en cada país, se basa en dos o tres actividades: en Guatemala, se trata de la minería y las centrales hidroeléctricas, junto a la caña y la palma. En el caso de la minería y las represas, han prosperado las consultas populares como forma de lucha que visibiliza el rechazo de las comunidades a proyectos que penetran en los territorios con la promesa de empleo y progreso, pero que en la práctica perpetúan y profundizan el largo expolio a las comunidades indígenas y mestizas.

Allí donde prosperan las resistencias, avanza también la represión, en un país que arrastra una larga historia de guerra y despojo. Así, en el municipio de Barillas, Huehuetenango, en 2007 la comunidad, a través de una consulta popular, rechazó el proyecto hidroléctrico sobre el río Cambalam, del que depende la vida de la comunidad. En 2012, en el momento más álgido de la oposición al proyecto, asesinaron a uno de los referentes de esta lucha, Andrés Pedro Miguel. Fueron detenidos dos empleados subcontratados para la seguridad de Econer Hidralia Energía. Un informe de CEIBA Amigos de la Tierra subraya que, pese a la solidez de las pruebas, fueron absueltos.

“El enfoque del agua como servicio se encuentra consolidado en financiamiento a través de un mercado vinculado a transnacionales del agua, como Bankia (Canal de Isabel II), la banca española y el BCIE”, añade ese informe, de 2016. Visto el caso desde una coyuntura en la que la profundidad de las redes de corrupción entretejidas por políticos, empresarios y banqueros en España, se evidencia cómo esas corruptelas que en España provocan un desfalco de los fondos públicos, implican, en países como Guatemala, consecuencias mucho más perversas, como el desplazamiento, la ruina y las amenazas contra las poblaciones más vulnerables, como las comunidades indígenas mayas.

 

NOTAS

[1] En su página web oficial, el Grupo Hame subraya que el sector palmicultor representa el 1% del PIB del país (en el departamento de Petén, alcanza el 15,5% del PIB, y en el municipio de Sayaxché, el 74%) y ocupa el 4% del área sembrada total. Asegura, además, que el sector genera inversiones por 1.800 millones de dólares, y que supone 400 millones de dólares anuales de exportaciones. El Grupo se jacta así mismo de ser “orgullosamente guatemalteco” y de trabajar por “generar valor económico social y ambiental para Guatemala”, así como de cumplir las directrices de la Mesa Redonda de Palma Sostenible (RSPO, por sus siglas en inglés), que, sin embargo, ha sido repetidamente cuestionada por no salvaguardar los derechos de los trabajadores nativos ni garantizar el respeto al medio ambiente.

[2] Esto supone, según un estudio del Central American Business Intelligence (CABI), un total de 25.000 empleos directos y 125.000 indirectos generados por el sector y la “creación de empleos permanentes en áreas rurales donde no hay oportunidades de trabajo”, y donde “la generación de empleo mejora los niveles de ingresos y la calidad de vida de los guatemaltecos”. Sin embargo, el empleo generado por la palma está muy lejos del que generan otros monocultivos, como el banano, que requiere una media de diez trabajadores por hectárea.

[3] En el Petén, alrededor del 44,3% de las parcelas transferidas por el Estado a familias campesinas han pasado a las manos de empresarios de la agroindustria y, sobre todo, de la palma, según el informe Situación sobre derechos humanos… de 2015. El mismo estudio destaca los cambios en el uso del suelo provocados por la palma: entre 2005 y 2010, las plantaciones de palma sustituyeron cultivos de granos en un 23%, arrasaron con los bosques nativos en un 27%, con arbustos y pastos naturales (sabana) en el 38%, y con pastos cultivados en el 10%.

[4] Las consecuencias ya son evidentes, y no sólo las señalan los campesinos afectados, sino los informes que cuantifican que el 95% de los cuerpos de agua están contaminados, que 90.000 hectáreas de bosque nativo desaparecen cada año o que el 50% del suelo ya se ha desertificado, según el citado informe Situación de los derechos humanos…

*  Agradecemos su apoyo y orientación a Xiana Xochitl, de Entrepueblos, y a las organizaciones Ceiba Amigos de la Tierra y Sagrada Tierra.

 

BIBLIOGRAFÍA

Alonso Fradejas, A., F. Alonzo y J. Dürr (2008) Caña de azúcar y palma africana: combustibles para un nuevo ciclo de acumulación y dominio en Guatemala, IDEAR.
CEIBA – Amigos de la Tierra Guatemala (2016) “Situación del agua en Guatemala”, en Informe del Agua en América Latina y el Caribe, Amigos de la Tierra.
Naciones Unidas (2016) Informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las actividades de su Oficina de Guatemala.
VV. AA. (2015) Situación de derechos humanos de los pueblos indígenas en el contexto de las actividades de agroindustria de palma aceitera en Guatemala.

Winkler, Katja (2013) La expansión de la caña de azúcar en Suchitepéquez y su impacto en la subsistencia de la población del altiplano guatemalteco. IDEAR.
Zepeda, Ricardo (2016) Dinámicas agrarias y agendas de desarrollo en el Valle del Polochic. Guatemala, Comité de Unidad Campesina.

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