«Aquí cada vez más gente planta caña y menos arroz:
al final, se quedarán sin nada que comer”
Thanat Sengthong, Thai Contract Farmer Network
En Tailandia, es fácil saber cuándo la caña está madura. En diciembre, cuando empiezan las primeras quemas, las casas comienzan a llenarse de cenizas y el aire se vuelve pesado. Para los que viven allí no pasa desapercibido. Por las noches, los agricultores escogen algunos pedazos de tierra, aquellos que tienen los tallos mejor formados, y les prenden fuego. Las llamas se propagan rápidamente, alimentadas por el azúcar y la celulosa. Las llamas se van hinchando gradualmente y, sin previo aviso, estallan en un cerco de fuego que apenas dura unos minutos pero que puede verse desde varios kilómetros a la redonda. Tras el clímax, el fuego se apaga rápidamente, pero las ascuas siguen consumiendo la caña durante varias horas. El ritual se repite durante cinco meses, en los que, poco a poco, las largas cañas van desapareciendo y dejando el terreno desnudo. Los nuevos tallos suelen tardar poco en brotar y en el paisaje se van mezclando las altas hierbas con las verdes hojas casi a ras de suelo que aparecen durante las primeras etapas del ciclo.
Khon Kaen es una de las principales provincias azucareras de Tailandia. En realidad, la caña puede encontrarse casi en cualquier región del país, aunque en pocos sitios es tan abundante como en el triángulo que Khon Kaen forma con las provincias de Lopburi y Nakhon Ratchasima. El inicio de la industria azucarera en Tailandia parece estar ligado a la inmigración china durante el siglo XIV que trajo al país las técnicas para cultivar los tallos. La producción, sin embargo, estaría reservada al ámbito familiar y no daría un primer impulso empresarial hasta el siglo XIX. Hacia 1810, cuentan los historiadores Chris Baker y Pasuk Phongpaichit [1], se empezaron a plantar las primeras cañas cerca de Bangkok, la capital del reino. Cuarenta años más tarde la caña ya era la principal exportación de la ciudad. Sin embargo, las plantaciones tailandesas no podían competir con la remolacha europea ni con el azúcar del sur de Asia. La industria colapsó hacia 1870 y fue olvidada durante algunas décadas. El nuevo siglo le dio otra oportunidad a la industria azucarera. En los años 20, la superficie arable de Tailandia se incrementó y se introdujeron nuevos cultivos en una estrategia del gobierno por mejorar las condiciones económicas del país. El azúcar se situó entonces como un sector estratégico y se impulsó desde la administración. En 1937, se dio un paso definitivo; Tailandia abrió su primera refinería en la ciudad de Lampang, a unos 600 kilómetros al norte de Bangkok.
Al mismo tiempo, el azúcar llegaba de otros países cercanos, principalmente Filipinas, e inundaba el mercado interno, haciendo caer los precios. Para evitar esto y proteger la industria local, el gobierno aprobó en 1960 la Sugar Industry Act, el antecedente de la actual regulación. El principal objetivo era incrementar la exportación de azúcar a través de subsidios – algo que en la actualidad está vetado por la Organización Mundial del Comercio salvo en algunas excepciones – y prohibir la entrada de azúcar del exterior. La Sugar Act no funcionó y fue reemplazada por otra en 1965 que introducía el precio mínimo de compra garantizado, para evitar el cierre de fábricas y la ruina de agricultores. Bajo esta legislación, con algunos cambios producidos en 1968 que facilitaron las exportaciones, la industria creció a buen ritmo durante las dos décadas siguientes.
Fue en los años 80 cuando se dio el giro fundamental a la política azucarera en Tailandia. En aquel momento, toda la agricultura del país estaba en proceso de transformación. El capital se restructuró y el azúcar se volvió menos interesante en un mercado internacional en el que precio no paraba de caer. El gobierno reaccionó con una nueva reforma para asegurar los precios y proteger aún más el mercado interno. Se reafirmó la prohibición de importar azúcar del exterior y se estableció un comité formado por el gobierno, las fábricas y los agricultores para decidir los precios. Este comité se reúne, aún hoy, dos veces al año. En la primera, antes de la cosecha – generalmente se reúnen en octubre –, se calcula cuál será el precio del azúcar en el mercado, teniendo en cuenta la situación tanto local como internacional. De ese cálculo, el agricultor recibirá el 70 por ciento y las empresas un 30.
Para entender la segunda reunión, al final de la campaña, hay que analizar el sistema de cuotas, o máximo que se puede producir, que acompaña a esta legislación. En el sector azucarero tailandés hay tres tipos de cuota. La cuota A es la que se vende en el mercado interno a un precio concreto. La cuota B es una cantidad fija de 800.000 toneladas de azúcar crudo que se vende a través de la Thailand Cane and Sugar Corporation (TCSC), el organismo oficial para el mercado del azúcar, y que sirve para calcular el precio definitivo que se pagará a cada parte. Por último, la cuota C es la cantidad de azúcar que será exportada. La segunda reunión tiene, por tanto, en cuenta la cuota B, una vez que ha sido vendida. Se compara así el precio finalmente obtenido y el precio que se estimó en un primer momento. Si las ganancias son mayores de lo previsto, las empresas tienen que dar a los agricultores la diferencia. En caso contrario, la industria pierde la diferencia; el agricultor no tiene que devolver nada.
Parece un negocio perfecto para los agricultores; siempre ganan y se llevan además la mayor parte del beneficio. Sin embargo, la receta no es tan sencilla. Se calcula que aproximadamente un millón de tailandeses trabaja en los campos de caña de azúcar [2]. En una población de 70 millones de habitantes es una cifra nada desdeñable (un 1,45 por ciento). La mayoría de ellos se dedican a recoger caña de azúcar como jornaleros para otros agricultores o para las mismas fábricas que poseen grandes plantaciones. El sistema está pensado para los grandes propietarios. En su afán hiperregulador, el gobierno obliga a los agricultores a tener un contrato con una fábrica para poder cultivar caña de azúcar. Las fábricas, sin embargo, sólo firman contratos con grandes agricultores a los que imponen claúsulas abusivas, con objetivos de producción casi imposibles de lograr. Cuando no se cumple, deben pagar una sanción y, a menudo, el único activo que tienen para hacerlo es su propia tierra. “La mayoría de los que ha conservado sus tierras tienen que vender a agricultores más importantes, porque ellos no producen suficiente. Es más seguro para [no perder] la tierra, pero ganan menos”, afirma el ingeniero agrónomo Thanat Sengthong, que trabaja para la ONG local Thai Contract Farmer Network.
Bajo estas condiciones, puede sorprender que haya agricultores que acepten plantar caña. Cuando una nueva fábrica se instala, necesita asegurarse primero que tendrá materia prima suficiente. La caña de azúcar no puede almacenarse más de 12 horas después de ser cortada sin que pierda propiedades, por lo que tiene que plantarse en los alrededores. La estrategia es ofrecer propuestas económicas muy suculentas durante el primer año para que los agricultores acepten. “El primer año claro que gané dinero, porque no me hacían pagar nada”, asegura Phan Chantalat, un hombre de 65 años ya jubilado que empezó a plantar caña en 1983. “Luego quisieron que pagara transporte y los químicos [plaguicidas y fertilizantes] y dejé de ganar dinero”, afirma. Chantalat dirige el llamado Grupo de Dongmun para el Desarrollo, un grupo de trabajo entre seis pueblos de la provincia de Kalasin, fronteriza con Khon Kaen, que estudia las ventajas y desventajas de cultivar caña de azúcar y cómo mejorar los contratos con las empresas.
Los que se han quedado sin tierras, a menudo se ven obligados a volver a las plantaciones, pero esta vez para cortar la caña de otros. En una provincia donde casi todo es caña, no siempre es fácil encontrar otro empleo. La mayoría trabaja como Bua Lai, una pequeña mujer con la tez tostada por el sol y las manos llenas de heridas. Ella comenzó hace diez años, cuando a su marido le detectaron un cáncer de huesos y tuvo que dejar el trabajo. A sus 56 años, aún maneja el machete con presteza, pero se incorpora continuamente para dar un pequeño respiro a sus riñones. “A veces no quiero venir. Me duele todo, pero lo hago porque necesito el dinero”. Bua Lai no gana mucho. La mayoría de los días ni siquiera llega al salario mínimo de 300 baths (10 dólares, esto es, unos 8 euros) diarios estipulado por el gobierno. Sin embargo, en su caso, no importa. Sigue siendo legal porque, como a la mayoría de los cortadores de caña, le pagan por peso. “Cuando la caña es fácil de cortar no hay mucho problema, pero les da igual si te encuentras con tallos más duros, que cuesta cortar más. No te pagan más”, explica. Junto a ella, sus hijos han trabajado en los campos desde que tenían diez años. No querían estudiar y el dinero escaseaba, así que se unieron al grupo de trabajo de su madre. Como en la mayor parte de las plantaciones de caña del mundo, los cortadores trabajan en grupos y luego se reparten el dinero obtenido por la caña cortada entre todos. “Los días que hace mucho calor apenas avanzamos. Tenemos que parar hasta que cae un poco la tarde porque se hace insoportable”, explica.
Cuando se empezó a plantar la caña en Khon Kaen, la zona aún estaba controlada por el movimiento comunista. El nordeste de Tailandia, la región conocida como Isaan, fue uno de los principales baluartes del comunismo en Tailandia. Abandonada por el gobierno central y por buena parte de la sociedad tailandesa, que siempre ha sentido recelos hacia su etnia de origen laosiano, Isaan ha sido desde hace décadas la región más poblada pero también la más pobre. Es difícil saber qué culpa de toda esta pobreza tiene la caña, aunque muchos de sus habitantes hablan de ella con amargura. “La vida cambió desde que la caña de azúcar llegó a la región. La gente ya no tiene tiempo libre, están todo el día cuidando los cañaverales. Ya no se conocen, no se saludan”, asegura Phan Chantalat. La situación fue sobre todo difícil tras la crisis de 1997. Con la caída del bath, la moneda tailandesa, las empresas azucareras pensaron que podrían mejorar sus exportaciones. Sin embargo, la crisis se extendió a otros países asiáticos, sus principales clientes, y las ventas cayeron. El precio también cayó dos tercios en tan sólo un año. Las fábricas se encontraron endeudadas y dejaron de pagar a muchos de los agricultores [3]. Khon Kaen, con sus miles de hectáreas de cultivo, se hundió un poco más en su pobreza. Ha sido probablemente esta pobreza la que ha hecho que en cierto modo el sentimiento comunista haya pervivido y que a finales de 2010, tras las protestas de los llamados camisas rojas en Bangkok, varios pueblos de la región se autoproclamaran “pueblos rojos”.
Pero no todos se han visto perjudicados por la caña. Suphon Lotong se ha convertido en un acaudalado agricultor gracias a sus 28 rais de tierra plantados de caña de azúcar. La superficie en Tailandia se mide en rais, una medida antigua que corresponde a aproximadamente una sexta parte de una hectárea y cuyo término significa curiosamente plantación. Suphon tiene algo que le falta a la mayor parte de los agricultores de la zona; conoce bien las técnicas de cultivo. Gracias a ello ha conseguido rendimientos envidiables de hasta 18 toneladas por rai, mientras que la mayoría apenas llega a 10. Sin embargo, la tierra ya empieza a decirle ‘basta’. “Si llueve, crece igual que durante los primeros años, pero si no, es mucho peor”, asegura. Suphon está satisfecho con sus ganancias, aunque parece ajeno a que podría ganar mucho más.
Desde hace tiempo, el negocio de la caña de azúcar ya no es el azúcar. Los tallos son una excelente materia prima para una multitud de usos, entre ellos la fabricación de energía. Y en una región, como el Sudeste asiático, hambrienta de electricidad para alimentar sus nuevos televisores y aparatos electrónicos, su producción es muy suculenta. “Las fábricas están ganando mucho dinero gracias a los subproductos, pero eso no se incluye en el cálculo de las ganancias por la caña, por lo que los agricultores no se ven compensados”, asegura Witoon Pemlpongsacharoen, director de la ONG ecologista tailandesa Towards Ecological Recovery and Regional Alliance (TERRA). Las primeras fábricas de bioplásticos, que usan, entre otras materias primas la caña, ya se han abierto y están proyectadas al menos dos más para los próximos años.
El gobierno sigue decidido a beneficiar al sector, es un gobierno azucarado que está decidido a hacer de este sector uno de los pilares de la economía del país. Bangkok espera que antes de 2022 se abran diez nuevas fábricas (molinos y /o refinerías), y elevar el número a cerca de 60. Tailandia espera además beneficiarse del mercado común que se inagurará con las naciones del Sudeste Asiático en el año 2015. Pero los que viven pegados a la tierra ven el proceso con preocupación. “Aquí cada vez más gente planta caña y menos arroz; al final, se quedarán sin nada que comer”, asegura el ingeniero agrónomo Thanat Sengthong. Sin comida y sin azúcar, porque muchas de las plantaciones están siendo abandonadas porque la tierra, exhausta, apenas alimenta ya a las malas hierbas.
NOTAS AL CAPÍTULO
1. A History of Thailand, second edition, Cambridge University Press
2. Cane and Sugar Industry Policy Bureau, Office of the Cane and Sugar Board, Ministry of Industry 8 March 2006
3. The Thai Sugar Industry: Crisis and Opportunities, Viroj NaRanong, Thai Development Research Institute, 2000