Hace algo más de seis meses, una mujer entró en casa de Kyi Soe, en Kawthoung, al sur de Birmania, con una oferta tentadora. «¿Quieres trabajar» Tengo un buen trabajo para ti». Kyi Soe llevaba tiempo sin conseguir llevar dinero a casa, por lo que escuchó con los oídos abiertos. Tras sus promesas de un trabajo estable y bien pagado, la agente no le inspiró mucha confianza, pero finalmente aceptó, obligado por su mujer. Al día siguiente partió con su hijo, a quien también ofrecieron un puesto, y cruzaron la frontera de manera ilegal hasta Tailandia, ayudados por su nueva empleadora. Pocos días después estaba enrolado en un barco camino de Indonesia.
Cada año, miles de inmigrantes ilegales emprenden un recorrido parecido al de Kyi Soe para terminar en alguno de los buques que alimentan la industria del tercer exportador mundial de pescado, Tailandia. La mayoría de ellos son vendidos por agentes que recorren los países más pobres de la región, principalmente Birmania y Camboya, en busca de bocas hambrientas. Tailandia figura como uno de los paraísos del tráfico internacional de personas y ha sido acusada de forma repetida por el gobierno de Estados Unidos de no actuar contra la trata. Con unas fronteras porosas y rodeado de vecinos con altas tasas de pobreza, se calcula que decenas de miles de personas son cada año traficadas en el país. Muchas acaban en barcos o fábricas de procesamiento de pescado, en una industria que emplea a más de 650.000 personas, principalmente inmigrantes. La propia policía tailandesa participa activamente en el negocio e incluso vende a aquellos que detiene sin papeles.
La pesca en alta mar registra los peores abusos. Una vez a bordo y a cientos de millas de la costa, los patrones tienen carta blanca para aplicar las condiciones laborales más dantescas, a salvo de cualquier mirada ajena. «Teníamos que trabajar de día y de noche, daba igual que lloviera o el sol abrasara», se queja Kyi Soe. «Era un trabajo muy duro, apenas dormíamos», continúa. Los marineros pueden llegar a trabajar hasta 20 horas al día y son sometidos a maltrato fisico y psicológico por sus superiores, según numerosos estudios. Sus papeles «“ cuando los tienen «“ son a menudo confiscados para evitar las fugas y se les corta cualquier comunicación con el exterior. «No nos dejan llamar mientras estamos a bordo», explica el hombre menudo, que ahora espera en Mahachai, una pequeña localidad al sur de Bangkok, a recuperar sus papeles y poder volver a Birmania con su familia. No poder comunicarse con su mujer fue su desesperación mientras estaba en alta mar y ahora es su consuelo que le permite seguir esperando, optimista, noticias de su hijo, enviado a otro barco y con el que no ha vuelto a hablar en meses.
Kyi Soe aguantó durante cinco meses los abusos y las duras condiciones laborales por la promesa de recuperar su salario, que sólo le darían cuando terminara el trabajo. Para muchos, ni siquiera el dinero es razón suficiente y se arrojan al mar desde los botes, en busca de una salida desesperada. Cada año, cientos de ellos son rescatados en Malasia, Indonesia y Tailandia, pero muchos otros mueren ahogados en el intento. Sin embargo, cuando Kyi Soe bajó su rendimiento, carcomido por la desnutrición y el cansancio, el patrón del barco decidió deshacerse de él. Lo poco que gastaba en su alimento no le resultaba suficientemente rentable. «Llegamos aquí [a Mahachai] y nos dijo que ya no nos quería más», explica Kyi Soe, abandonado junto a otros dos compañeros, también birmanos, que habían sido recrutados por la misma mujer. Pidieron el salario pendiente y se lo denegaron. «Buscad a vuestra agente. Ella tiene vuestro dinero», les dijo. La agente los había vendido y se había marchado con sus sueldos.
Este texto es un extracto de un reportaje más amplio publicado en el número 7 de La Marea. Para leerlo entero, se puede comprar en formato pdf aquí.
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