«Nos toca armarnos. Se viene una guerra interna en Colombia». Nos lo decía, pocas semanas antes de comenzar el paro agrario, Antonio, un campesino minifundista en la región del Huila, al suroccidente del país. Poco después, el 19 de agosto, comenzaba un paro agrario al que después se sumarían mineros o transportistas, y que afectó a 22 de los 34 departamentos en los que se divide Colombia. El presidente, Juan Manuel Santos, optó por negar la realidad, hasta comprobar que no podía tapar el sol con un dedo. El mundo rural había conseguido, de una vez por todas, colocar el problema agrario en la agenda política y llegar a la opinión pública de las ciudades.
Antonio y Jarol son dos de los campesinos que combaten en La Jagua, un pequeño pueblo del Huila donde los vecinos se han articulado para resistir a la construcción de la represa de El Quimbo, de la multinacional Enel Endesa, sobre el río Magdalena, la principal arteria fluvial de Colombia. Los vecinos ocuparon las tierras que habían sido expropiadas y abandonadas por la empresa, para iniciar proyectos de producción agrícola gestionados colectivamente.
Sus palabras expresan un discurso político consciente y coherente que escuchamos también en otras zonas rurales del país: «Nos tienen los precios por el suelo: café, cacao, leche. El campesino colombiano trabaja a pérdida: los intermediarios se llevan todo», afirma Antonio, que apunta a una de las causas de la quiebra de los pequeños campesinos: el libre comercio.
El Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos vino a empeorar la situación del campo colombiano, al permitir la llegada de importaciones de alimentos baratos, libres de toda traba. Jorge Enrique Robledo, senador por el opositor Polo Democrático, lo explicaba así en una reciente comparecencia ante el Senado: «Con una mano, el Estado se repliega del campo, le quita a los campesinos los pocos instrumentos de protección que había; y con la otra mano, se disminuyen los aranceles y se permite la inundación del país con productos extranjeros».
«El TLC con EE UU ha implicado un incremento del 15% en la importación de alimentos; al mismo tiempo, han aumentado vertiginosamente los procesos de extranjerización de la tierra y acaparamiento», subraya el congresista Iván Cepeda, del Polo Democrático. El Gobierno sigue sosteniendo que el TLC ha sido un éxito, pero este optimismo difiere de las cifras de la Representación Comercial de los EE UU, que publicaba recientemente el diario El Espectador: las exportaciones de soja aumentaron un 467%, las de lácteos un 214% y las de trigo un 15%, por poner algunos ejemplos. El motivo es conocido: los productos agrícolas estadounidenses están fuertemente subsidiados y se exportan por debajo de su precio de costo (es la práctica conocida como dumping de la que también, frecuentemente, se ha acusado a la Unión Europea).
Los TLC no son un hecho aislado, sino una manifestación más de una alineación política que beneficia antes a las grandes empresas que a los ciudadanos más vulnerables. Un modelo, el de las transnacionales, que, para Cepeda, implica «destrucción de la soberanía y pérdida de control sobre el territorio».
Como señala el senador Robledo, «Colombia sin agro no puede tener industria ni empleo». Y cabe cuestionarse si, realmente, la energético-minera es la ventaja comparativa por excelencia de Colombia, un país con vastas regiones donde la tierra es sorprendentemente fértil. La misma tierra que permanece cautiva del latifundio ganadero extensivo o del monocultivo para la exportación de palma o caña de azúcar.
El Gobierno lo expresa alto y claro: para Santos, el motor de la economía colombiana debe ser «la locomotora minero-energética», esto es, la extracción de hidrocarburos, la megaminería, las grandes represas y, también, los monocultivos destinados a la exportación. Es lo que en toda América Latina ha dado en llamarse el modelo neoextractivista, que basa el crecimiento económico en la extracción intensiva de recursos naturales y que está enfrentando un fuerte rechazo social a lo largo y ancho del continente por las consecuencias sociales y ambientales de estos megaproyectos. Estos movimientos sociales, con una importante impronta campesina e indigenista, apuntan a la soberanía, la defensa del territorio y de los bienes comunes frente al avance de los intereses privados; en suma, la resistencia al modelo económico neoliberal.
Mientras, en Europa los problemas son muy diferentes, y a la vez, son los mismos. El sistema capitalista sigue su propia lógica y avanza sobre todo lo público, al tiempo que comprime los salarios para satisfacer las necesidades de acumulación de capital. La pregunta es cuán oprimido ha de verse un pueblo para levantarse de una vez por todas…
*Este texto es una versión del reportaje publicado por La Marea.
* La fotografía es de Jheisson A. López.
* Nazaret Castro viajó a Colombia y a Chile en el marco de una investigación sobre la actuación de las multinacionales españolas en América Latina. Hoy, la revista Fronterad publica en abierto el primer reportaje que ha resultado de esta investigación.