Deuda ecológica: Quién debe a quién

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Este interrogante, siempre oportuno y perturbador, fue el tí­tulo escogido por Joan Martí­nez Alier y Arcadi Oliveras para un ensayo publicado en 2003 en el que hablaban de la deuda ecológica: esa que, desde hace cinco siglos, los paí­ses del Norte han ido contrayendo con los mal llamados paí­ses subdesarrollados, al extraer sus recursos naturales y comprarlos a precios subvaluados. Vale para los tiempos de la colonia y sigue valiendo para hoy: los precios de las materias primas no reflejan el coste real que para el planeta supone ese expolio. El comercio internacional en la época de la globalización se sostiene por la desigualdad del intercambio; en otras palabras, el precio de los commodities refleja el esquema del dominio «“polí­tico y militar, pero también cultural»“ de unas naciones sobre otras. Y un eje fundamental de ese mapa del poder es la deuda externa, que en muchos paí­ses de ífrica y América Latina asfixia las cuentas nacionales al punto de inhibir cualquier intento de salirse de esos parámetros establecidos, por injustos que sean.

Lo que postulan Martí­nez Alier y Oliveras es que se puede «“y se debe»“ realizar un análisis comparativo y conmensurable de la deuda externa, percibida como un proceso multidimensional: ético, polí­tico, económico y social. Los autores concluyen que, si así­ se hiciera, la deuda externa estarí­a cancelada con creces, y critican duramente la hipocresí­a de quienes obligan a los paí­ses pobres y atenazados por la deuda externa a  «apretarse el cinturón donde muchos tienen ya el estómago vací­o». La miseria conducirá a esas naciones a continuar una sobreexplotación creciente de la naturaleza y, aún tendrán que soportar estos paí­ses que, con grandes dosis de cinismo, desde Europa y los Estados Unidos se les dé lecciones de cómo conservar sus ecosistemas.

No es sólo la extracción de recursos: ahí­ están los vertederos tecnológicos que se acumulan en la olvidada ífrica. Las asimetrí­as de poder en el tablero global del siglo XXI generan una injusta distribución de los costes y beneficios del desarrollo: el Norte extrae los recursos de paí­ses lejanos, disfruta del consumo de los bienes que se producen con esas materias primas, y después enví­a lejos sus desechos. El Sur sufre las consecuencias de ese saqueo medioambiental «“la contaminación, la destrucción de formas ancestrales de vida»“, pero sigue pobre, forzosamente austero y, muchas veces, desesperadamente hambriento. De algún modo, el poder polí­tico hoy reside en la posibilidad de dejar lejos de un paí­s «“o una región, o un grupo social»“ las externalidades negativas ambientales, es decir, esas consecuencias de las actividades económicas que nunca se incluyen en los balances de costos y beneficios.

Los daños medioambientales son difí­ciles de calcular, porque son esencialmente inconmensurables, pero se pueden hacer estimaciones. De hecho, en 2007, el Ministerio de Medio Ambiente publicó un estudio detallado de la huella ecológica en España, que concluí­a que España estaba en una situación de déficit ecológico. El informe desgrana los í­ndices de biocapacidad y consumo en las diferentes regiones del paí­s y concluye que, con una huella ecológica de 6,25 hectáreas por persona y año, España está entre los paí­ses europeos más deficitarios de Europa en términos ecológicos. También resultan interesantes las mediciones de la New Economics Foundation (NEF), que concluyen que, en 2012, España entró en deuda ecológica el 21 de abril, esto es, que para ese dí­a ya habí­a consumido todo su «presupuesto ecológico». Según la NEF, España mantiene un consumo 3,25 veces mayor que su biocapacidad,  gasta más recursos de los que produce y emite más dióxido de carbono del que absorbe.

En ninguno de estos dos casos, sin embargo, se vincula la deuda ecológica con la deuda externa o el comercio internacional: el concepto de deuda ecológica se aplica a un paí­s, considerado aisladamente y en un momento histórico determinado, como una foto fija. De ese modo, el término se despolitiza y pierde su potencialidad para repensar la deuda externa de los paí­ses pobres y, en general, para afrontar un abordaje sistémico. Pero la deuda siempre es en relación con alguien: si los ciudadanos españoles se exceden en el uso de los recursos naturales, lo hacen a costa de las próximas generaciones y de quienes consumen por debajo de sus posibilidades en términos de biocapacidad en otras partes del mundo.

La única solución moralmente aceptable es la inmediata condonación de la deuda a los paí­ses del Sur y, en el caso de España y otros paí­ses europeos, un pedido de disculpas acorde a la dimensión del daño histórico perpetrado en ífrica y América Latina, y un comportamiento futuro coherente con esa aceptación de las responsabilidades pasadas y presentes. Un primer paso serí­a acabar con la injusticia criminal con la que los paí­ses ricos obligan al Sur a abrir sus fronteras a nuestras manufacturas, al tiempo que les inundan de productos agrí­colas subsidiados que asfixian la agricultura local.

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