Los refrescos son más antiguos de lo que muchos pensamos. El agua carbonatada, base de muchos de ellos, se usaba ya en la Baja Edad Media, aunque su origen eran fuentes naturales en manantiales concretos.
No sería hasta finales del siglo XVIII que el británico Joseph Priestley inventaría un método artificial de añadir el dióxido de carbono a las bebidas. Un siglo después J. J. Schweppe mecanizaría el proceso y fundaría la empresa suiza Schweppes, que es hoy en día una de las líderes del mercado.
El significado de la palabra refresco, sin embargo, varía mucho según el país en que se utilice. Según la Real Academia Española, un refresco es sólo “una bebida fría o del tiempo”. Pero en España, México o Venezuela, suele utilizarse fundamentalmente para referirse a las bebidas carbonatadas de diferentes sabores. En otros países reciben otros nombres, como gaseosa en Argentina.
La industria de los refrescos es ahora un poderoso sector. Nuestro último Informe de Combate analiza esta industria de forma amplia, incluyendo también productos similares como las bebidas energéticas o las bebidas preparadas a base de café o té.
Como en casos anteriores, repasamos los impactos sociales y medioambientales de esta industria, que a menudo están relacionados al elevado uso de agua en su cadena de producción. Así, según datos de la propia Coca-Cola, para fabricar cada litro de su producto se emplean 2,1 litros de agua. Por otra parte, según un estudio del Nordic Council of Ministers, una institución de cooperación en el norte de Europa, producir 33 cl. de refresco (una lata) emite 0.04 kg de CO2, sin contar el transporte. La mayor parte procede de los ingredientes y del envase, este último con un impacto “relativamente alto” si se compara con el envasado de otros productos. Pero estos valores sirven sólo para Suecia, donde se usa mayoritariamente envases de vidrio, que se reutilizan hasta 33 veces. En otros países de la zona, donde los envases sólo se utilizan una vez, la huella de carbono es de 0.32 kg por cada 33 cl.
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