El consumo de azúcar: ¿Veneno o fuente de energía?

 

Agente K: “¿Sabes cuál es la fuerza más destructiva del universo?”
Agente J: “¿El azúcar?”
Men in black 3

“¡¡¡Azúcar, azúcar, azúcar!!!, gritó [el padre Doherty]. ¡Azúcar cuando miles de inocentes de Dios mueren cada día por la falta de un vaso de leche!” [1]. El padre Doherty reprochaba así a Cletus que le pidiera urgentemente un chute de azúcar en un país, Biafra – la actual Nigeria –, en guerra. Cletus, el protagonista de Sugar Babies, uno de los cuentos del recién fallecido escritor nigeriano Chinua Achebe, deambulaba desesperadamente por su vida a merced de una inyección de sacarosa como si fuera un auténtico drogadicto.

O quizá lo era. El cuento no se aleja tanto de la realidad; según varios estudios el azúcar es una droga o, al menos, se comporta como tal [2]. Cuando una persona come algo dulce, el azúcar entra en el riego sanguíneo y desata un torrente de energía. La sacarosa llega luego al cerebro y libera beta-endorfinas, una hormona que elimina el dolor y nos hace sentir bien. Es como una especie de morfina, que se crea naturalmente en el cerebro y cuya producción se acelera con el azúcar. El cerebro produce además serotonina y dopamina, otros dos neurotransmisores relacionados con la sensación de bienestar. Al igual que ocurre con las drogas, como la sensación es agradable, nuestro cuerpo nos pide cada vez más. Uno de los primeros investigadores en detectar esta relación fue Serge Ahmed, del Centro Nacional de Investigación Científica de Francia, quien descubrió por casualidad el efecto adictivo del azúcar mientras investigaba los efectos de la cocaína en ratas. En un momento concreto del estudio, decidió cambiar el método de trabajo y suministrar a los roedores agua azucarada para comparar las diferencias con una sustancia supuestamente inocua. Inesperadamente, resultó que los ratones, a los que se había dado la posibilidad de elegir entre el “chute” de cocaína o el de azúcar con dos palancas diferentes prefirieron este último. Se habían vuelto adictos.

Al igual que las ratas, muchos somos adictos y nuestros cuerpos nos piden a diario nuestra dosis de azúcar, a menudo en momentos concretos de la jornada. ¿No te has preguntado nunca por qué después de comer sueles tener ese impulso irremediable de tomar algo dulce? Seguramente porque tu cuerpo está acostumbrado a ello. Otros científicos piensan que no se trata propiamente de una adicción; lo que sí está demostrado es que el cuerpo se acostumbra a la cantidad de glucosa que recibe: esto es, cuanto más azúcar consumimos, más nos pedirá.

Hay muchas teorías sobre por qué a los hombres nos gusta tanto el azúcar. Una de las más extendidas defiende que los azúcares nos atraen porque están asociados a nutrientes y antioxidantes. Los azúcares, en su sentido más amplio, tal y como vimos en el capítulo sobre el refinado, se encuentran, en su forma natural, en frutas y verduras principalmente, cuyas vitaminas y minerales son indispensables para el cuerpo. Según los defensores de esta teoría, nuestro gusto por el azúcar sería además una reminiscencia de nuestro pasado como primates y comedores, por tanto, de fruta. Otros añaden que el sabor dulce es un indicador de que el alimento no es venenoso y que se puede consumir sin peligro. También se dice que asociamos el azúcar a la leche materna, uno de los pocos alimentos de origen animal ricos en este compuesto, aunque en este caso en forma de lactosa. Ese recuerdo permanece en nuestras papilas gustativas y nos incita a seguir consumiendo azúcar.

Infografía: Nerea de Bilbao

En cualquier caso, nuestra propensión a comer azúcar no atrajo la atención de la comunidad científica hasta el pasado siglo XX, cuando el dulce comenzó a inundarlo todo. Ahora, consumimos una media de 24 kilos anuales, tres veces más que hace 50 años. El dato no es uniforme; en Cuba, isla azucarera por excelencia, consumen hasta 60 kilos. Australia, Brasil y México están también en el ranking, superando los 50 kilos anuales. En el caso de España se ha pasado de 5 a 30 kilos por persona y año en un siglo [3], aunque el aumento se ha experimentado sobre todo durante los últimos 40 años.

Sin embargo, no ha sido el consumo directo lo que ha aumentado – ese de las dos cucharaditas en el café – sino su uso en la industria alimentaria. Mientras que hace apenas unas décadas sólo consumíamos la mitad del azúcar en productos elaborados, ahora supera el 70 por ciento. Y a menudo, ya no es el azúcar de toda la vida, sino otras varientes cuyos efectos en la salud no han sido bien estudiados. La epidemia de “enfermedades de ricos”, que se han llamado, como la diabetes, la obesidad, la caries e incluso cánceres e infartos, ha sido a menudo relacionada con los cambios en la dieta. Al mismo tiempo, otros estudios han ensalzado las características de la glucosa como fuente de energía y conservante y han desmentido esos efectos adversos. Los organismos sanitarios, nacionales o internacionales, no han servido de mucha ayuda a la hora de ofrecer una guía a la ciudadanía y han lanzado recomendaciones para limitar el consumo al mismo tiempo que negaban una relación directa y probada con las enfermedades citadas. La consecuencia ha sido una confusión en el consumidor que no sabe si debe o no tomar azúcar, en qué cantidades o bajo qué formas.

¿Es el azúcar necesario?

La información es, por tanto, fundamental. Empecemos por la cuestión más básica: ¿es el azúcar necesario? La respuesta más sencilla sería decir que el cuerpo no necesita azúcar; se acabaría así el quebradero de cabeza sobre las cantidades y las formas en las que hay que tomarlo. Sin embargo, no es cierto. El azúcar es la fuente primaria de energía del cuerpo. Cada una de las células del cuerpo utiliza la glucosa para desempeñar sus funciones. Los músculos lo convierten en glicógeno (o glucógeno) y la grasa utiliza el azúcar para crear almacenamiento. El cerebro vive fundamentalmente de glucosa, por lo que la falta de ésta puede desencadenar incluso la muerte [4]. Las famosas bajadas de azúcar son una buena muestra de que el azúcar es necesaria.

La cosa se complica; no podemos simplemente desechar el azúcar. Dos preguntas se plantean ahora: qué tipo de azúcares debemos tomar y en qué cantidad. Empecemos con la primera. En el capítulo sobre el refinado ya vimos que no existe un único tipo de azúcar, hay muchos. La mayoría de ellos son utilizados de una u otra manera por la industria alimentaria o los podemos encontrar de forma natural en diversos alimentos. Hay principalmente tres tipos. Los monosacaráridos (glucosa, fructosa y galactosa) son los azúcares que podemos encontrar en la fruta y la miel, entre otros. El cuerpo los absorbe de forma rápida. Los disacaráridos, grupo al que pertenece el azúcar corriente de mesa, están formados por dos moléculas de esos monosacáridos que veíamos antes. También se absorben de forma rápida, aunque menos que los monosacáridos. Los polisacáridos son los más extendidos y forman parte de la mayor parte de alimentos de origen no animal. Son los llamados genéricamente hidratos de carbono y se encuentran en panes, arroz, verduras o legumbres, entre otros. No tienen, por tanto, sabor dulce.

Aunque quisiéramos, no podríamos dejar de comer azúcar; la mayor parte de los alimentos de nuestra dieta la contienen de una manera u otra. Dejar de tomar azúcar sería, por tanto, dejar de comer. Pero no ha sido el azúcar de estos alimentos el que ha sido puesto en cuestión por los científicos. Son esos cristales dulces y todo tipo de azúcares añadidos los que, según algunos expertos, estarían destrozando la salud de buena parte de la sociedad. ¿Por qué sólo ellos?

¿Es el azúcar un veneno?

La mayor parte de los estudiosos parece coincidir en que una ingesta excesiva de azúcares añadidos es dañina para el cuerpo. Sin embargo, hay toda una corriente que defiende una postura aún más radical: el azúcar es un veneno. Uno de los primeros fue Williams Coda Martin, quien describió un “alimento veneno” como cualquier sustancia que ingerida causa o puede causar enfermedades. Para Martin el azúcar puro entraba dentro de esta categoría debido a que el proceso químico al que es sometido durante el refinado elimina todos los elementos beneficiosos que lo convierten en un verdadero alimento. Coda Martin lo explicó de la siguiente manera: “Lo que queda consiste de carbohidratos puros y refinados. El cuerpo no puede utilizar estos carbohidratos y almidón refinados a menos que las proteínas, vitaminas y minerales estén presentes en pequeñas cantidades. La naturaleza proporciona estos elementos en cada planta en cantidades suficientes para metabolizar los carbohidratos de esta planta en concreto. No hay exceso de otros carbohidratos añadidos”.

Martin ya adelantaba la teoría de que el azúcar es perjudicial si no se consume con fibra. Este ha sido el principal argumento esgrimido por parte de la comunidad científica para alertar sobre el dulce, si el azúcar se toma sin la fibra que lo acompaña en verduras y frutas, resulta dañino. El efecto, tal y como lo explica Martin, sería una asimilación imperfecta de los nutrientes que tendría consecuencias negativas: “El metabolismo incompleto de los carbohidratos desemboca en la formación de metabolitos tóxicos [5] como el ácido pirúvico y azúcares anormales que contienen cinco átomos de carbono. El ácido pirúvico se acumula en el cerebro y el sistema nervioso y los azúcares anormales en los glóbulos rojos. Estos metabolitos tóxicos interfieren en la respiración de las células. Con el tiempo, algunas de estas células mueren”.

El endocrino Robert Lustig es actualmente el mayor defensor de esta corriente. Según Lustig, que trabaja en la Universidad de California, los azúcares añadidos son uno de los principales problemas de salud de la sociedad actual. “Cuando comes alimentos sin fibra el azúcar se absorbe tan rápido que el hígado se sobrecarga, las mitocondrias enferman y generas resistencia a la insulina y es la forma de entrada que tienen todas las enfermedades”, aseguraba el doctor Lustig en una entrevista en el programa del actor Alec Baldwin, a quien acababan de diagnosticar un principio de diabetes. En febrero de 2012, el endocrino publicó un estudio en la revista Nature [6], junto a Laura A. Schmidt y Claire D. Brindis, en el que aseguraba que el azúcar era una de las principales causas de aparición de enfermedades no contagiosas, que en los países desarrollados suponen hasta el 80 por ciento de las muertes en la actualidad.

Sin duda, numerosos estudios han relacionado el consumo de azúcares añadidos con problemas de salud. El más evidente es el de la obesidad. “Una de los efectos más tristes del consumo excesivo de azúcar es que disminuye las hormonas naturales que le dicen a los cuerpos de los niños que han comido suficiente, por lo que sienten que tienen hambre incluso si han comido demasiado”, asegura Laura Schmidt en una versión reducida del artículo publicado en Nature. Estudios como el publicado por el profesor Jim Mann en el British Medical Journal [7] han demostrado que la ingesta de azúcar está directamente relacionada con el sobrepeso, y que una reducción de la cantidad consumida implica una reducción también del peso. La consecuencia es que, en 2008, según datos de la Organización Mundial de la Salud, 1400 millones de personas tenían sobrepeso, un 30 por ciento más que las personas que sufren de desnutrición.

Lustig, entre otros expertos, apunta a que el principal problema no es la obesidad, sino los problemas relacionados con ésta, como la dislipidemia aterogénica, la diabetes tipo 2 y el síndrome metabólico. “No me importa la obesidad”, dijo Lustig en un simposio celebrado en Londres en marzo de 2013 “La obesidad no es el problema. Lo es el síndrome metabólico [8] [es decir, un conjunto de enfermedades o factores de riesgo en un mismo individuo que aumentan su probabilidad de padecer una enfermedad cardiovascular o diabetes]. ¿Por qué? Casi el 20 por ciento de los obesos clínicos están completamente sanos, sin ningún problema de salud. Pero casi un 40 por ciento de la población con un peso normal tienen síndrome metabólico y ellos presentan la mayor amenaza para la salud pública”, afirmó en su ponencia.

No es Lustig el único que lo dice. Un estudio publicado en el Journal of the American Medical Association [9] encontró que aquellas personas que ingerían más del 17.5 por ciento de sus calorías a través de azúcares agregados tenían entre 20 y 30 por ciento más de probabilidades de tener niveles altos de triglicéridos, un tipo de grasa que se encuentra en la sangre y que luego se almacena. Por otra parte, esas mismas personas eran más propensas a tener bajos niveles de HDL, el llamado colesterol bueno. Son los síntomas de la dislipidemia aterogénica, que puede ocasionar, entre otros problemas de salud, infartos cerebrales y cardiovasculares.

No es la única enfermedad mortal que se ha asociado al azúcar. Ya hemos visto que las células se alimentan de azúcar. Pero ¿y si lo hicieran también las células cancerígenas? Durante décadas se ha observado que el aumento de la diabetes, y con él, del consumo de azúcar, ha estado ligado al incremento de los casos de cáncer. Los tumores no sólo han aumentado además a lo largo del siglo XX, sino que en la actualidad son casi inexistentes en sociedades sin acceso a azúcar refinado. El primero en sugerir tal relación sería el Premio Nobel de Medicina Otto Warburg, quien en 1924 diría que la “causa primera del cáncer es el reemplazo de la respiración de oxígeno en células del cuerpo normales por una fermentación de azúcar”. Aquí se desató la polémica. Mientras unos han defendido que hay un vínculo directo y exponencial entre ambos fenómenos, otros aseguran que aunque el azúcar está necesariamente implicada en el desarrollo de cualquier tipo de célula, una mayor presencia de ésta no provoca ni estimula un crecimiento más rápido de los tumores.

Una sustancia depresora

Los anuncios nos han mostrado durante años el azúcar asociado al placer, a la alegría, a la infancia y los buenos recuerdos. Así es imposible resistirse. “Se ha relacionado tradicionalmente el azúcar con la felicidad, pero no hay nada más lejos de la verdad”, asegura Luis Serra, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. “Nosotros no hemos estudiado el azúcar por separado, pero hemos estudiado el patrón completo de tipo fast food, es decir, aquel que tiene más carne, más harina refinada y más azúcar; y se ha demostrado que a largo plazo provoca depresión”, afirma el médico. Ahora resulta que va a ser al contrario. Eso es lo que parecía sentir el protagonista de Super Size Me, esa película-documental en la que su director, Morgan Spurlock, comía única y exclusivamente menús de la cadena de restaurantes de comida rápida McDonald’s durante 30 días seguidos. A los pocos días, Spurlock comenzó a sentir una bajada de ánimo, junto a continuos dolores de cabeza. Más allá de los experimentos poco académicos de Spurlock, otros estudios han mostrado una correlación entre ambas variables. Dos investigadores del Baylor College of Medicine [10] compararon el consumo de azúcar de seis países y sus tasas anuales de depresión y encontraron una correlación positiva: a mayor consumo, mayor depresión.

Pero el efecto puede ir más allá y afectar al funcionamiento normal del cerebro, en términos más sencillos, volvernos más estúpidos. Así, un estudio realizado en la universidad de UCLA por el neurólogo Fernando Gómez-Pinillla mostró que una dieta rica en fructosa atrofia las capacidades mentales y dificulta el aprendizaje y la memoria. No obstante, asociado a omega-3 el impacto se reducía. De nuevo, fueron las ratas las que permitieron el hallazgo. Un grupo de ellas tomó azúcar durante seis semanas, mientras que el otro grupo consumió también omega-3. La conclusión fue que los cerebros de las ratas del primer grupo funcionaban peor, eran más lentos y perdían memoria. Quizá el descubrimiento pueda parecer poco relevante, pero el mismo neurólogo ya había determinado en 2002 [11], junto a otro grupo de investigadores, que el harina refinada y los azúcares atrofiaban la memoria. Gómez-Pinilla ponía además el dedo en la llaga del jarabe de maíz,un edulcorante líquido, creado a partir del almidón o fécula de maíz, que se utiliza masivamente, sobre todo en Estados Unidos, para endulzar bebidas y en la preparación industrial de alimentos, incluidas las papillas de bebé. Su uso se ha extendido por todo el mundo pese a las advertencias de expertos como Gómez-Pinilla. Él lo ha relacionado directamente con un deterioro de las capacidades mentales, otros, como un informe de las universidades de California y Oxford lo han calificado de “grave problema de salud a escala mundial” [12].
¿Cuánto es demasiado?

Esta es, sin duda, la pregunta clave. ¿Cuánto debo consumir? ¿Nada, un poco, lo que quiera? La respuesta no es sencilla, porque la comunidad científica no se pone de acuerdo. Robert Lustig y sus afines abogan por suprimir el azúcar añadido de forma radical; el ser humano sólo debe tomar aquel azúcar que se encuentre en los alimentos en su estado natural. Otros recomiendan un 10 por ciento del consumo total de las calorías, mientras que organismos como el Institute of Medicine ha propuesto elevar ese porcentaje al 25 por ciento. ¿Con cuál nos quedamos?

Fue la Organización Mundial de la Salud la que dio la primera voz de alarma contundente junto con un informe en 2003 sobre los efectos del consumo de azúcar sobre la salud. Se aconsejó entonces que la energía ingerida procedente de “azúcares libres” no sobrepasara el 10 por ciento del total. La industria americana declaró la guerra a la organización y le amenazó con pedir al Congreso de Estados Unidos que retirara sus fondos. Desde entonces, otros organismos han sido más benévelos con los niveles máximos. Así, el Institute of Medicine de Estados Unidos propuso en 2005 elevar ese porcentaje al 25 por ciento, mientras que la EFSA (European Food Safety Authority – Autoridad Europea para la Seguridad Alimentaria) considera que no se debe establecer un límite máximo de ingesta, al no haber indicios claros de problemas de salud relacionados al consumo elevado. En gramos, parece que el mayor consenso al que se ha llegado es al de una ingesta de entre 50 y 80 gramos diarios.

Pero aunque supieras cuánto azúcar tiene que consumir, probablemente serías incapaz de saber cuánto azúcar estás consumiendo. El etiquetado es confuso e inútil. ¿Sabrías que estás consumiendo azúcar si te encuentras entre los ingrediente sirope de sorgo o dextrano? ¿Te plantearías siquiera que lo estás ingiriendo cuando tomas salmón ahumado? ¿O que cuando pones tomate frito enlatado sobre tus macarrones estás añadiendo una gran cantidad de azúcar? Hasta un 80 por ciento de los productos elaborados que consumimos tienen azúcares añadidos. ¿Cómo evitarlos?

En el Reino Unido se acaba de poner en marcha un sistema de etiquetado a través de semáforos de colores que advierten al consumidor, de manera sencilla, de cuál es la cantidad de sal, azúcar y grasa de los alimentos. En 2010, sin embargo, el Parlamento Europeo rechazó la misma propuesta tras una feroz oposición de la industria alimentaria. A cambio, se aprobó el actual sistema de porcentajes en el que las etiquetas muestran unos valores relativos, pero que no se refieren a la composición del producto sino a una complicada relación con la ingesta diaria de calorías que supuestamente una persona tiene que tomar cada día. Un bote de Nutella nos dirá así que lo que ellos consideran una porción (15 gramos) aporta el 9 por ciento del total del azúcar recomendado por día. Lo que no dicen es que en la composición de la Nutella, el 50 por ciento es únicamente azúcar.

El gran enemigo, los refrescos azucarados

Natasha Harris era una adicta a la Coca-Cola. Cada día bebía unos nueve litros de la bebida azucarada; para desayunar, comer, cenar, entre horas. No bebía nada más. En febrero de 2010, esta joven neozelandesa de 30 años murió por una arritmia; la Coca-Cola que tanto le gustaba la había matado. Ese mismo año, las bebidas carbonatadas causaron la muerte de hasta 180.000 personas en todo el mundo, según un estudio de la universidad de Harvard dirigido por el profesor Gitanjali M. Singh [13].

El consumo de las bebidas altamente azucaradas supone un verdadero quebradero de cabeza para la salud de muchos países en todo el mundo; si hay un producto que esté relacionado más que ningún otro con la obesidad, ése son los refrescos. No en vano, una lata de Coca-Cola tiene 35 gramos de azúcar, la de Pepsi, 38, una de Trinaranjus ronda también los 35, mientras que el supuesto sano té con limón tipo Nestea contiene 25 gramos. Recordemos que el máximo recomendado eran 50 gramos diarios, con tan sólo dos latas, un poco más de medio litro, ya se sobrepasa.

El primer refresco azucarado con sabor a cola fue introducido en 1881 en el mercado estadounidense. Poco después llegarían las versiones de Coca-Cola y Pepsi y se añadieron nuevos sabores, como el de limón, que daría lugar al 7up. En los años 50 su consumo ya se había extendido entre la clase media y la oferta se había extendido. En la actualidad, las botellas carbonatadas pueden encontrarse en prácticamente cualquier rincón del mundo y su consumo no está directamente relacionado con el nivel económico. Japón, por ejemplo, tercera economía mundial, es uno de los países que menos refrescos beben, mientras que México está en el primer puesto del ranking en consumo.

Los gobiernos no saben cómo poner freno a la epidemia, que cuesta millones de euros anuales a las arcas de los Estados, sin encontrarse con la feroz oposición de la industria. El caso de Nueva York es un buen ejemplo de que las empresas no están dispuestas a dejar que la ingesta de refrescos sea regulada. A finales de 2012, el popular y, al mismo tiempo, polémico alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, aprobó una ordenanza prohibiendo la venta de refrescos azucarados de más de medio litro en la ciudad. La industria denunció a la ciudad y ganó; un día antes de que la ordenanza entrara en vigor el Tribunal Supremo de de Nueva York la desestimó por arbitraria.

La batalla está servida. Los consumidores se preocupan cada vez más por los malos hábitos alimentarios y la industria se esfuerza en hacernos más adictos y consumistas. La obesidad y las enfermedades relacionadas prometen colapsar más de un sistema de salud y volver a los ciudadanos más dependientes, pero también menos productivos. Muchos prevén que dentro de unos años el azúcar entrará en la misma categoría de productos que el alcohol o el tabaco: la de los placeres altamente perjudiciales.

NOTAS AL CAPÍTULO

1. Sugar Babies en Girls at War and other stories. Chinua Achebe, Anchor books, 1972-1973
2. «Evidence for sugar addiction: Behavioral and neurochemical effects of intermittent, excessive sugar intake», Nicole M. Avena, Pedro Rada, and Bartley G. Hoebel, Princeton University.
3. Principales usos del azúcar, informe realizado por Agustí Bou i Tort, Expresidente de la Marca Internacional del Azúcar
4. How cells absorb glucose, Gustav E. Lienhard, Jan W. Slot, David E. James y Mike M. Mueckler
5. Los metabolitos son moléculas utilizadas durante el metabolismo
6. Public health: The toxic truth about sugar http://www.nature.com/nature/journal/v482/n7383/full/482027a.html
7. Dietary sugars and body weight: systematic review and meta-analyses of randomised controlled trials and cohort studies, Jim Mann, Lisa Te Morenga, Simonette Mallard, BMJ 2013;346:e7492, 15 de enero de 2013
8.  Miguel Soca PE. El síndrome metabólico: un alto riesgo para individuos sedentarios. Acimed. 2009;20 (2). Disponible en http://bvs.sld.cu/revistas/aci/vol20_2_09/aci07809.htm. [Consultado: 15 marzo de 2013].
9. Welsh JA, Sharma A, Abramson JL, et al. Caloric sweetener consumption and dyslipidemia among us adults. JAMA 2010; 303:1490-1497 .
10. A cross-national relationship between sugar consumption and major depression?, Westover AN, Marangell LB., Mood Disorders Center (MDOC), Department of Psychiatry, Baylor College of Medicine, Houston, Texas, USA
11. A high-fat, refined sugar diet reduces hippocampal brain-derived neurotrophic factor, neuronal plasticity, and learning, Molteni R, Barnard RJ, Ying Z, Roberts CK, Gómez-Pinilla F.
12. High fructose corn syrup and diabetes prevalence: A global perspective, Goran MI, Ulijaszek SJ, y Ventura EE. Global Public Health. 2012; 1-10, referenciado en http://www.20minutos.es/noticia/1661151/0/jarabe-maiz/fructosa/diabetes-tipo-2/
13. El estudio fue presentado en la American Heart Association en marzo de 2013.

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