Consumo crítico: la construcción del homo consumericus

Este texto es un extracto del primer capítulo del libro ‘Consumo Crítico. El activismo rebelde y la capacidad transformadora de la solidaridad’, el último libro de Carro de Combate. Lo publicamos en exclusiva con motivo del Black Friday, una de las épocas más consumistas del año, que está a punto de celebrarse.

Cuentan las crónicas que el filósofo griego Diógenes sólo poseía una manta, un zurrón, un bastón y una tinaja que le servía de casa. En algún momento, poseyó también un cuenco de madera del que se deshizo al ver a un niño beber agua con sus manos. “Qué estúpido he sido, he estado llevando cosas superfluas todo este tiempo”, diría ante tal escena Diógenes, un filósofo al que muchos han llamado el primer minimalista de la historia. Los relatos sobre Diógenes, quien vivió en los tiempos de Platón y Alejandro Magno (siglo IV antes de Cristo), navegan entre la verdad y la ficción. Ninguno de sus escritos ha sobrevivido y muchas de sus anécdotas han subsistido gracias a la tradición oral hasta que otro Diógenes, conocido como Laercio, las plasmó en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres en el siglo III después de Cristo.  

Sin embargo, Diógenes, y toda la escuela cínica de la que fue su mayor representante, pusieron de manifiesto algo casi intrínseco a la existencia humana: llevamos milenios planteándonos nuestra relación con lo material. 

Diógenes ni fue el primero, ni sería el último. Buda, hacia el siglo V antes de Cristo –no se conocen las fechas con exactitud– ya hablaba del lobha, o aquel deseo por algo que pensamos que necesitamos para hacernos felices y que en realidad nos causa sufrimiento. El lobha era una de los seis enemigos de la mente, junto al deseo, la ira, el delirio, la arrogancia y los celos –el concepto es similar a los siete pecados capitales cristianos–, y uno de los impedimentos para llegar al nirvana, aquel estado mental que suponía el cese de cualquier sufrimiento. “Cuando uno es vencido por este deseo miserable y aferrado en el mundo, las penas aumentan como la hierba que crece después de mucha lluvia”, se lee en el Dhammapada, una escritura sagrada atribuida a Buda y parte del canon pali del budismo (Tipitaka). 

Y aunque Diógenes y Platón no fueron grandes amigos, el autor de la República también hablaría de la pleonexia, la codicia de tener más que nadie o de poseer aquello que pertenece a otros.

Así, durante la mayor parte de la historia, consumir fue visto con recelo. La misma palabra consumidor se originaría, hacia el siglo XV, con una connotación negativa: “aquel que despilfarra o malgasta”. Este significado entroncaría con el significado original de la palabra consumere en latín, que los romanos utilizaban para hablar de la acción de tomar algo en su totalidad, de utilizar algo hasta que se agotaba. El diccionario de la Real Academia Española aún conserva esta definición de consumir y la primera acepción de la palabra que recoge es la de ‘destruir, extinguir’. Su carga semántica era tan negativa, que a principios del siglo XX, se asoció a la peor de las epidemias del momento: la tuberculosis.

Y, sin embargo, durante el último siglo hemos vivido una revolución en esa relación terrenal que tenemos con lo que consumimos. Hemos pasado del rechazo a considerar ese momento de pasar la tarjeta de crédito un instante mágico. Y no sólo hemos aceptado un consumo sin límites. Lo hemos convertido en parte de nuestra identidad. “Somos consumidores. Somos subproductos de una obsesión con nuestro modo de vida”, le diría Tyler Durden, el personaje interpretado por Brad Pitt en ‘El Club de la Lucha’, a Edward Norton después de que su casa se quemara. “Tenía un estéreo que era bastante bueno. Un armario que empezaba a ser respetable. Estaba cerca de sentirme completo”, se quejaba el personaje interpretado por Norton.  

Pero, ¿cómo llegó ese ser frugal a convertirse en el hedonista de la época contemporánea? ¿Cómo pasamos de ser vasallos a ser ciudadanos, y finalmente, a ser consumidores en tan poco tiempo?

DE CIUDADANOS A CONSUMIDORES

Gustar a los demás siempre ha sido algo importante para el ser humano. Dice el filósofo Gilles Lipovetsky que “desde los tiempos más remotos, las sociedades humanas disponen de códigos y rituales que estructuran las prácticas de seducción”. Y, sin embargo, “nunca en la historia el imperativo de ‘gustar y emocionar’ se había manifestado de manera tan sistemática en los ámbitos de la vida económica, política y cotidiana” como ahora.

Hay un elemento clave, asegura el francés, que ha llevado a esta exaltación de la seducción: el auge del capitalismo de consumo a partir de los años 50 del siglo pasado, cuando “se pone en marcha un nuevo tipo de economía basado en la incitación permanente al consumo, la mejora continua de las condiciones de vida, la difusión del confort material, el acceso a las actividades de ocio para todos”. 

Pero el camino recorrido ha sido mucho más largo. En los albores de la I Revolución Industrial, ya se vislumbra un cambio en el significado de la palabra consumidor y va perdiendo poco a poco sus connotaciones negativas. Así, con la puesta en marcha de la maquinaria de producción, el término comienza a utilizarse para referirse a “aquel que utiliza bienes o artículos”, en oposición a la palabra productor. El propio Adam Smith se referiría a esa contraposición entre consumidor y productor pocos años después de que James Watt patentara su máquina de vapor, icono de esa revolución. “El consumo es el único fin y objetivo de toda producción; y el interés del productor debe ser atendido, sólo tanto como sea necesario para promover el del consumidor”, escribiría el economista y filósofo en La Riqueza de las Naciones. Por aquellos entonces, comenzaba además a tomar forma el utilitarismo, inaugurado por Jeremy Bentham, y desarrollado en su máxima expresión por John Stuart Mill, que colocaba la felicidad como el principal objetivo de las acciones humanas.  

No obstante, a pesar de esos primeros tímidos usos –ni siquiera Adam Smith escribiría nada más sobre el papel del consumidor–, su utilización en textos aún sería minoritario y apenas se encuentran referencias en libros o escritos. 

En aquella época, la palabra que triunfaba era la de ciudadano. El concepto de ciudadanía no era nuevo y ya había sido uno de los temas centrales de las discusiones políticas y filosóficas durante los tiempos de la Grecia clásica. Los romanos expandieron el concepto, tanto en contenido como geográficamente, y le dieron una base jurídica cuya esencia perdura hasta la actualidad. Durante la Edad Media y el Renacimiento, la cuestión de la relación entre Estado y personas sería una constante, pero predominarían las relaciones de vasallaje y el concepto de ciudadanía se limitaría a una escasa clase alta de las incipientes ciudades medievales europeas.   

La revolución liberal replantearía esa relación de la persona con las estructuras de poder. Así, en el Dictionnaire national et anecdotique de 1790, Chantreau ofrece una definición en torno al eje de la noción de sociedad civil: “En el nuevo régimen, el ciudadano es concebido civil y moralmente; es un miembro de la sociedad que, no solamente adquiere cargas civiles, sino que está igualmente cubierto de sentimientos que inspira la feliz libertad en la que vivimos”. Se trataba, eso sí,  de un concepto de ciudadanía muy limitado, del que quedaban excluidas las mujeres y buena parte de los varones no propietarios.

Y, sin embargo, los cambios que trajo consigo la revolución industrial irían modificando poco a poco los patrones de consumo –primero de las clases más altas y luego de otras menos pudientes– y con ello la misma forma de identificación de personas y clases sociales. Será durante esos años que se abrirán en Inglaterra los primeros centros comerciales, siendo el primero el Harding, Howell & Co., en Londres en 1796. Los franceses lo llevaron un paso más allá, con los magasins de nouveautés (tiendas de novedades) y algunos de ellos, como Printemps fundado en 1865; La Samaritaine (1869), Bazaar de Hotel de Ville (BHV); o las conocidas Galeries Lafayette (1895) se convertirían en símbolos de la ciudad de París. 

Su simbología sería tal que algunos de los grandes autores de la época emplazarían sus novelas en alguna de esas galerías. La más conocida de todas sería El paraíso de las damas (Au Bonheur des dames) de Émile Zola. En su libro, Zola ya hablaría del impacto económico que este nuevo modelo consumista supondría en los pequeños comerciantes, incapaces de competir bajo las nuevas reglas: «Y Mouret seguía contemplando, entre aquellos destellos, a su femenino pueblo […] Ya empezaba la gente a marcharse, se marchaban medio rendidas, con la misma voluptuosidad satisfecha y la misma vergüenza sorda que proporciona la consumación de un deseo en lo más recóndito de un hotel de mala fama. Y era él quien las había poseído así, quien las tenía a su merced con aquel continuo agolpamiento de mercancías; [..] reinaba sobre todas las mujeres con la brutalidad de un déspota, cuyo capricho llevaba a la ruina a los hogares. Aquella creación suya instauraba una religión nueva; la fe tambaleante iba dejando desiertas, poco a poco, las iglesias, y su bazar las sustituía en las almas, ahora desocupadas». 

Todos estos cambios tuvieron una impronta en la mentalidad del momento. Cuenta el historiador norteamericano Lawrence B. Glickman que hacia 1780 el significado de la palabra consumo comenzó a mutar para referirse a comprar, alejándose del concepto de usar que había predominado hasta entonces. Y aunque el significado de consumo como uso no murió durante el siglo XIX, cada vez se acercaba más al concepto que utilizamos hoy en día. 

Uno de los cambios más importantes en este proceso fue el de la proletarización de la masa campesina durante la revolución industrial, que ya había perdido sus tierras durante los cercamiento de tierras comunales que se vivieron en Inglaterra a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Esto permitió que, progresivamente, la figura del productor se viera cada vez más desligada de la del consumidor, en un proceso que se consolidó durante el siglo XIX. Producción y consumo, que antes eran las dos caras de la misma moneda, se alejaban. Marx lo llamó el fetichismo de la mercancía: se refería al hecho de que la mercancía invisibiliza las relaciones humanas que existen detrás de un bien o servicio.

El fordismo, implantado a partir de 1914, supuso una nueva profundización en esta separación. Este modelo productivo, cuyo nombre se debe al primer empresario en ponerlo en marcha, Henry Ford, fundador de la Ford Motor Company, dio un vuelco a la forma de producir –y, sobre todo, de consumir– con dos medidas: las líneas de producción donde cada obrero realizaba una única tarea sencilla y el salario de eficiencia de 5 dólares diarios al día, el doble de lo que solía cobrar cualquier trabajador normal. La idea de Ford era que un empleado satisfecho con sus condiciones laborales acaba siendo más productivo y se ausenta menos del trabajo; su salud probablemente también mejorará y las bajas serán más reducidas. Y, por si fuera poco, el propio trabajador se convertía en un consumidor potencial de los productos fabricados por la empresa, cerrando el círculo de crecimiento.

CREANDO UNA NUEVA CLASE CONSUMIDORA

Este fenómeno del consumo de masas no se produjo de forma espontánea. El incremento de la productividad que supuso la revolución industrial requería de una engrasada máquina de consumo para poder asumir toda esa producción. Pero se encontraron con un problema de base: la ética protestante, bien enraizada en varios de los países más industrializados, conducía a la moderación y al ahorro, no a abrir las billeteras para gastar en bienes superfluos

El sociólogo y economista estadounidense Jeremy Rifkin cuenta que los economistas de finales del siglo XIX observaban con preocupación que los trabajadores de la época preferían tener más tiempo libre, en vez de trabajar más y conseguir así dinero extra para gastar. Era una sociedad frugal donde el tiempo valía más que las cosas. Una mentalidad que era una sentencia de muerte asegurada para la nueva industria de la producción en cadena que tan bien retrataría Charles Chaplin en Tiempos Modernos. Sin consumidores, la producción en masa no tenía sentido. Tampoco la obsolescencia programada que ya se empezaba a dibujar. 

Cartel publicitario de la película Tiempos Modernos

Para darle sentido a este rompecabezas, las teorías económicas de la época empezaron a centrarse en el papel del consumidor –y sobre todo, su consumo– como agente económico. Así, el economista William Stanley Jevons se convertiría en uno de los primeros economistas en analizar el rol del consumidor ya a mediados del siglo XIX. Según Jevons, quien creaba valor económico era el consumidor, no el productor ni el trabajo. Los estudios sobre el comportamiento de los consumidores también comenzaron a hacerse populares. Un ejemplo es la tesis de Hazel Kyrk, Una teoría del consumo de 1924, en la que aseguraba que el consumo estaba influenciado sobre todo por las normas sociales y por el concepto generalizado de estándares de vida. 

Si el consumo dependía de las normas sociales, sólo hacía falta cambiarlas. Se engrasó así la maquinaria del marketing, que hasta entonces había estado prácticamente parada, y anuncios y propaganda comenzaron a ser un gasto corriente de las empresas. Es lo que Rifkin llamó la creación de la figura del ‘consumidor insatisfecho’, aquel que siempre tenía la impresión de que sus necesidades nunca se veían del todo saciadas. Stuart Ewen explica en su obra de 1976, Captains of Consciousness: Advertising and the social roots of consumner culture, como el origen moderno del término consumidor procede de la expansión de la industria publicitaria en el siglo XX y contribuye a la participación ciudadana en valores de mercado e industriales a escala. Comenzó a emplearse tímidamente en los años veinte, cuando la radio, los diarios y las revistas norteamericanos comienzan a llamar así a sus ciudadanos, y se extendió masivamente tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, por la necesidad de apoyo a sus empresas. 

Para convertir deseos en necesidades, la industria pronto se dio cuenta de que la estrategia más eficaz era apelar a las emociones, al sentimiento de pertenencia. El economista liberal John Kenneth Galbraith lo resumiría en su conocida frase: “La producción sólo llena un vacío que ella misma ha creado”. El consultor Edward Cowdrick lo llamaría el Evangelio del Consumo, en el que “el trabajador se ha convertido en alguien más importante como consumidor que como lo es como productor”. Este Evangelio del Consumo, en el que la introducción del crédito para los pequeños consumidores fue esencial, sobrevivió a la Gran Depresión y la posterior II Guerra Mundial. 

General Motors sería una de las primeras empresas en poner en marcha este evangelio del consumo y propugnar un cambio de mentalidad al renovar anualmente los modelos que se fabricaban. «La clave de la prosperidad económica es la creación organizada de la insatisfacción», diría Charles Kettening, director de investigación de General Motors durante la mayor parte de la primera mitad del siglo XX. Y así la Coca Cola pasó de ser un remedio para el dolor de cabeza a una bebida de consumo generalizado y la industria alimentaria inventó nuevos hábitos como el de los cereales para el desayuno.

Hacia 1950, el uso del término consumidor ya se había asentado y se empezaba a utilizar más que el de ciudadano. Y, sin embargo, el vocablo no disfrutó del mismo prestigio que el de ciudadano y pronto empezaron a verse como rivales directos. “La visión de que la era de la ciudadanía ha sido reemplazada por la era del consumismo se ha convertido en filosofía popular”, escribe Glickman. Así, según el historiador estadounidense, el consumidor ha sido visto tradicionalmente como un actor pasivo que negaba su rol de ciudadano para centrarse sólo en los placeres hedonistas del consumo, en contraposición a un ciudadano mucho más implicado y responsable. 

Y sin embargo, el desarrollo de un activismo de consumo que se remonta prácticamente al nacimiento de las ideas liberales en el siglo XVIII contradice esa afirmación, afirma Glickman. “Los activistas han entendido, y practicado, el consumo no como una negación de su ciudadanía, sino como un instrumento de solidaridad, un modo de acción ética, y un puente para curar relaciones tanto con la naturaleza como con el mundo animal”, escribe.

Otros académicos han defendido esta postura. Así, para los economistas Michael Munger y  Melvin J. Hinich, “en una democracia todo el mundo tiene dos roles. El primero es el de consumidor de bienes privados. El segundo es el de ciudadano, uno que participa en decisiones públicas sobre niveles de provisión de bienes públicos, los impuestos utilizados para financiar esas decisiones y la dirección y magnitud de la redistribución de ingresos. Aunque muchos puedan pensar que estos comportamientos y, por tanto su teorización, son similares, no hay nada más lejos de la realidad. Así, ambos difieren en la magnitud de la decisión –para una decisión de un consumidor es individual frente a la colectiva del ciudadano– y que el tipo de producto sobre el que se elige es también diferente –privado frente a público”.

Aunque puedan ser dos caras de la misma moneda, ha sido el consumidor quien ha ganado la batalla del discurso público. En la actualidad, la palabra ‘consumidor’ se utiliza aproximadamente tres veces más que la palabra ‘ciudadano’ en los libros referenciados en inglés por Google. Y como veremos a lo largo de este libro, cada vez se apela más al consumidor –el voto con la cartera– que al ciudadano –el voto a las instituciones públicas– a la hora de conformar un activismo de tintes políticos. Y en España, aunque el desarrollo de la sociedad de consumo sería más tardía, su fuerza está alcanzando cotas similares. 

EL CONSUMIDOR, UN AGENTE POLÍTICO

A menudo, se describe el activismo de consumo como un fenómeno reciente, que surgió como consecuencia del desarrollo de la sociedad postindustrial capitalista a partir de mediados del siglo XX. Pero para encontrar el germen del uso del consumo como una herramienta política organizada hay que viajar más atrás, al momento en que surgen las mismas ideas liberales. 

Motín del té, litografía por Nathaniel Currier

El propio Motín del té de 1773, que los libros de Historia marcan como el inicio de la guerra de independencia de Estados Unidos contra Inglaterra, fue un acto puro de boicot, que se organizó mucho antes de que esa palabra siquiera existiera. Estos boicots –que analizaremos específicamente en el siguiente capítulo– y otras formas de activismo de los consumidores se convirtieron en “una forma de reconciliar consumo y ciudadanía” y fueron un elemento “crítico para la lucha de independencia; y las tensiones y complejidades en las prácticas del activismo de consumo [que] dieron forma a la historia de América”, escribe Glickman.

Antes en la historia ya se habían organizado actos localizados de protestas de consumo. Sin embargo, el elemento diferenciador de las protestas de los colonos americanos fue la “solidaridad de larga distancia” por la que la fraternidad ya no se planteaba como parte de las relaciones con personas próximas, sino que tenía en mente a personas desconocidas en lugares lejanos. Así, lo que realmente marcó esa evolución desde las formas tempranas de activismo de consumo a sus variantes más modernas fue precisamente la coordinación de esfuerzos de personas que tenían una visión similar del consumo pero que no necesariamente estaban próximas geográficamente. “En este contexto y narrativa es central la afirmación de que la compra de bienes, mucho más allá de ser solo una decisión privada, es fundamentalmente un acto social, que tiene consecuencias que van mucho más allá”, asegura Glickman.

Este movimiento desarrolló un nuevo concepto de confianza, “que no requería de ver o tocar, sino que dependía más bien del entendimiento de cómo los mercados funcionan”, para crear una de esas comunidades imaginadas, que describiría Benedict Anderson, cuyo vínculo de unión no era la raza, el idioma o el lugar de procedencia, sino los lazos de solidaridad. Este concepto de consumo traía así el hogar a la esfera pública (tanto la cercana como la lejana), y la esfera pública a casa. 

Sin embargo, los boicots de las colonias tuvieron un componente fundamentalmente anticolonialista. El elemento que se ponía en cuestión no eran los impactos del modelo productivo de aquello que se boicoteaba, como se haría después, sino su simple procedencia. Si era inglés, había que bloquearlo. 

El primer movimiento que pudiera asimilarse al concepto de “consumo consciente” fue el llamado Free produce movement (movimiento de las mercancías libres) que se originó en las décadas previas a la Guerra Civil estadounidense. Este movimiento de mercancías libres se oponía fundamentalmente a aquellos productos en los que se había utilizado mano de obra esclava en su proceso de fabricación. 

En 1826 se crea un primer manifiesto para una organización de mercancías libres y se abre la primera tienda con productos libres de esclavitud en Baltimore. En los años siguientes, más de 50 tiendas abrirían en nueve estados, sobre todo concentrados en Philadelphia. El movimiento como tal no tuvo mucho éxito a la hora de provocar un cambio en el consumo, y muchos de los clientes de estas tiendas se quejaban de la baja calidad de los productos y sus altos precios. Los abolicionistas ya se encontrarían entonces con los mismos dilemas de hoy en día ante esas alternativas que compiten en desventaja “con productos ‘de sangre’ en belleza y durabilidad’, como diría un consumidor abolicionista sobre las telas libres de esclavitud. 

Pero fue un elemento fundamental para la expansión de la conciencia abolicionista de la época, y también en el reconocimiento del consumo como una herramienta política fundamental. “Si el activismo de consumo nació en la era revolucionaria, maduró en el medio siglo previo a la guerra civil”, señala Glickman. Los abolicionistas serían así los primeros en ver a los consumidores como un agente económico y moral fundamental. Aunque en estas ironías de la historia, esos primeros consumidores conscientes abolicionistas serían el germen del desaforado consumismo navideño, al organizar ferias de productos libres en los meses previos a la Natividad, donde se incitaba al consumo y a regalar esos productos durante esas fechas.  

La esclavitud sería oficialmente abolida en 1865 y, con ello, el free produce movement comenzaría a diluirse. Sin embargo, el abolicionismo dejaría un poso fundamental en la manera de entender y organizar el activismo de consumo, tanto desde la perspectiva del boicot como la del buycott, o la compra de aquellos productos considerados como alternativas, que también analizaremos en el próximo capítulo. 

La convulsa época de la Guerra de Secesión americana también sería una muestra de que el activismo de consumo no ha sido necesariamente una corriente progresista o de izquierdas a lo largo de la historia. Así, los llamados sureños, propietarios blancos de los estados del sur que utilizaban la mano de obra esclava como base de su modelo de producción, también utilizaron el boicot como forma de protesta contra los estados del norte. Más recientemente, empresas como Disney, Microsoft o Ford han sufrido boicots por grupos conservadores que se oponían a sus políticas pro-derechos de la comunidad LGBTIQ+. 

Al otro lado del charco, en Europa, el movimiento de los consumidores también daba sus primeros pasos, aunque con un enfoque totalmente diferente. Poco antes de que los colonos norteamericanos les tiraran el té a los ingleses e iniciaran su boicot, cerca de la metrópoli se creaba la primera cooperativa de consumo de la historia. Esta iniciativa pionera nació en Escocia, en el diminuto pueblo de Fenwick, donde en 1761 varios productores de telas firmaron un documento de cooperación y asistencia mutua. Años más tarde comenzarían a comprar alimentos y a venderlos a los miembros de la cooperativa a precios reducidos. Sería, sin embargo, casi un siglo después cuando la cooperativa de Rochdale, fundada en 1844 por trabajadores del textil empobrecidos por la llegada de la mecanización, consolidaría el cooperativismo de consumo. Al igual que en el caso de Fenwick, los trabajadores de Rochdale también compraban alimentos para conseguir precios más baratos y aliviar las duras condiciones del proletariado. 

Este cooperativismo de consumo se expandiría por Europa, y llegaría hasta España poco después. Así, la primera cooperativa de consumo en España se creó en 1865 con 78 socios, en el municipio gerundense de Palafrugell (L’Econòmica Palafrugellenca). Sin embargo, su desarrollo fue menor al registrado en otros países europeos y se concentró en las zonas industriales de Cataluña y el País Vasco primero, y más tarde en Valencia y Madrid. En 1908 apenas se contabilizaban en España 182 cooperativas de aquellas características, con poco más de 28.900 asociados, y 251 en 1932. A finales de los años 1950, el número de cooperativas registradas era de 791, y el de asociados, 190.000. 

Antes de que se fundara Rochdale, ya se había comenzado a hablar de una economía social. En 1830, el economista francés Charles Dunoyer publica su Tratado de Economía Social donde teoriza sobre las relaciones entre el sistema económico y el bienestar social. En la pluma de Dunoyer, la economía social tenía, sin embargo, un significado muy diferente al que podamos entender hoy en día y definía más un campo de estudio económico, con una mirada social, que unos principios de organización económica en sí. 

Y sin embargo, el caldo de cultivo ya estaba entonces en su punto para que Karl Marx desarrollase su teoría sobre el capitalismo y la necesidad de reorganizar el sistema productivo de forma que los medios de producción volvieran a las manos que consumen. Es bien conocido el impacto que estas teorías tendrían en todo el mundo, especialmente durante el siglo XX.  Su impronta en el activismo de consumo no sería menos importante. 

CONSUMIDORES ORGANIZADOS

Apenas 30 años después de la Guerra de Secesión norteamericana, se iniciaría una nueva etapa en el activismo de consumo, con el surgimiento de las organizaciones de consumidores. La pionera sería la Liga Nacional de Consumidores, fundada en 1899 en Estados Unidos, que defendía como uno de sus principios fundadores un mercado más justo tanto para trabajadores como para los consumidores. «Las condiciones de trabajo que aceptamos para nuestros conciudadanos deben reflejarse en nuestras compras, y los consumidores deben exigir seguridad y confiabilidad de los bienes y servicios que compran», diría uno de esos principios.  

La primera secretaria general, la activista Florence Kelley, fue clave en el rumbo que ha tomado la organización hasta hoy. Kelley, nacida en una familia de tradición abolicionista de Philadelphia, era una activista convencida por la mejora de las condiciones laborales en la floreciente industria estadounidense de la época. Kelley abogó así por la prohibición del trabajo infantil, la reducción de las jornadas laborales y el establecimiento de un salario mínimo para las mujeres, algo revolucionario en la época, especialmente viniendo de los labios de una mujer. La organización desarrollaría además bajo su liderazgo el llamado White Label (etiqueta blanca), un etiquetado para certificar aquellos productos fabricados bajo condiciones de trabajo justas, que sería un precursor de los sellos de comercio justo aparecidos en los años 60. “Vivir significa comprar, comprar significa tener poder, y tener poder significa tener responsabilidad”, dijo Kelley.

Durante los mismos años se desarrolló otro movimiento mucho más centrado en la defensa de los derechos de los consumidores, cuyo objetivo principal era orientar sobre las características de los productos y presionar para la mejora de sus prestaciones. El movimiento surgió al mismo tiempo que nacía en los tribunales el concepto de responsabilidad corporativa que las empresas debían a sus clientes. Así, uno de los casos legales más significativos, el caso McPherson contra Buick Motor Co, se falló en 1916, eliminando la necesidad de tener un contrato directamente con el productor para que éste tuviera que hacerse responsable de los defectos de fabricación. 

Poco después, en 1929, los activistas Stuart Chase y F. J. Schlink fundan Consumers’ Research, una organización que testaba productos para informar a los consumidores sobre sus características. Una escisión de esa organización crearía la Consumer Union, probablemente una de las que más ha marcado el movimiento de consumidores estadounidense y, por extensión, mundial. Uno de sus primeros hitos sería la publicación del libro Your Money’s Worth (El valor de tu dinero), que denunciaba las prácticas abusivas y engañosas de marketing de las empresas. La misma organización comenzaría a editar en 1936 la revista Consumer Reports, que hoy en día sigue siendo una de las referencias entre las publicaciones sobre consumo. En los años 50, este tipo de revistas se harían populares en Europa, con Consumentengids en los Países Bajos, Forbruker Rapporten en Noruega, o Which? en el Reino Unido. A España, que para entonces seguía bajo la dictadura franquista, tardarían varias décadas en llegar. 

El nacimiento de las organizaciones de consumidores en Europa se haría esperar hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La primera se crearía en Dinamarca en 1947, y la segunda, unos años después, en 1955, en Reino Unido. Por aquel entonces, el movimiento de consumidores estaba entrando en una nueva fase en la que el objetivo principal se tornaría hacia las mejoras en el marco legislativo que afectaba a los consumidores. Se iniciaría así el activismo de consumo en su puro esplendor, una vez establecidos la estructura organizativa y los principios del movimiento.

Este viraje respondía a la evolución de la llamada edad de oro del capitalismo –que en francés se conoció como Trente Glorieuses o los Treinta Gloriosos–, la época entre 1945 y 1973 en la que el capitalismo se expandió en el norte de América y Europa y consiguió un desarrollo económico nunca antes alcanzado. Durante los Treinta Gloriosos se profundiza en las mejoras tecnológicas y organizativas de la producción, al mismo tiempo que el desarrollo del comercio marítimo internacional permitió la deslocalización de las fábricas a países del Sur global con unos costes laborales mucho más bajos. El resultado fue una caída de los precios, la profundización del modelo de sociedad consumista y el auge de las multinacionales.

En este contexto internacionalizado, el movimiento de consumidores comienza a tener también una perspectiva de colaboración más global. Así, en 1960, varias de estas asociaciones de Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Bélgica y los Países Bajos se unirían y formarían la International Organisation of Consumer Unions (IOCU), la primera gran organización de consumidores a nivel internacional. Hoy, conocida como Consumers International, acoge a más de 250 organizaciones de 120 países. 

Consumers International (CI) ha sido una organización clave en el desarrollo del movimiento internacional de defensa de derechos de los consumidores. A principios de los años 80 impulsó la celebración de una Jornada mundial por los derechos de los consumidores que desde 1983 tiene lugar cada 15 de marzo. Al igual que las organizaciones miembro, CI se centró primero en la calidad de los productos adquiridos por los consumidores, especialmente cuando se refería a alimentos y su impacto sobre la salud, y en los derechos de estos a la hora de exigir responsabilidades a las empresas. Sin embargo, más recientemente ha incluido conceptos como el de ‘consumo sostenible’ en sus campañas. 

El movimiento tendría cierto éxito y a partir de los años 60, la FAO y la OMS comienzan a codificar y regular ciertos productos como los alimentos o los medicamentos. En Europa comienzan además a aprobarse las primeras leyes de protección de consumidores, como la Fair Trading Act, del Reino Unido de 1973, o la  Ley sobre la Protección e Información del Consumidor francesa de 1978. En 1985, la ONU publica las ‘Directrices para la Protección del Consumidor’, que incluyen entre otros principios el de la ‘información adecuada’ y el de la ‘educación del consumidor, incluida la educación sobre las consecuencias ambientales, sociales y económicas que tienen sus elecciones’.

En los últimos años de los Treinta Gloriosos, ya comenzaban a bullir ideas ecologistas cuestionando la sostenibilidad del modelo de producción y consumo. Un catalizador de ese movimiento fue el libro Primavera Silenciosa (Silent Spring) publicado en 1962, en el que la conservacionista Rachel Carson denunciaba los efectos tóxicos de los pesticidas en el medio ambiente, y sobre todo en ciertas poblaciones de animales, como los pájaros. Este libro suele citarse, también, como un acontecimiento que marca el inicio de la militancia ecologista.

Unos años más tarde, en 1970, se celebraría por primera vez el Día de la Tierra, que desde entonces se ha mantenido el 22 de abril. Dos años después, con la publicación del informe Los límites del crecimiento, liderado por la biofísica y científica ambiental del Massachusetts Institute of Technology (MIT), Donella Meadows, se pondría el foco directamente en el modelo de producción crecentista como un problema de base. Así, el informe contradecía uno de los principales dogmas de la época: el crecimiento, decía Meadows y sus colegas, no puede ser infinito porque los recursos del planeta son finitos. 

Este informe se considera la base teórica de muchos movimientos sociales que tienen el consumo como foco. Quizá el más importante de ellos haya sido el decrecentismo, que se formula en la Francia de los años 90, y que se consolida al inicio del nuevo siglo. Así, en 2002 se celebra en París el seminario ‘Deshacer el desarrollo, rehacer el mundo’ considerado como el momento de consolidación del movimiento. En 2006, el sociólogo Serge Latouche, considerado como el principal ideólogo del decrecimiento, publicaría La apuesta por el decrecimiento, la biblia del movimiento. En el libro, el teórico francés definiría el decrecimiento de la siguiente manera: “La consigna del decrecimiento tiene como meta, sobre todo, insistir fuertemente en abandonar el objetivo del crecimiento por el crecimiento […] En todo rigor, convendría más hablar de acrecimiento, tal como hablamos de ateísmo”. 

Años antes, el Informe  Brundtland ya había lanzado el concepto de Desarrollo Sostenible como “aquel desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de satisfacción de las necesidades de las futuras generaciones”. El concepto fue abrazado por la comunidad internacional en la Conferencia de de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo​, celebrada en Río de Janeiro en 1992, y que fue más conocida como la Cumbre de la Tierra

Durante esos años, seguirían creándose nuevas organizaciones de defensa de los consumidores, mientras que otras, que habían nacido con inquietudes más sociales o medioambientales, empezarían a centrar su atención en el papel del consumo. Muchas de estas organizaciones utilizarán el boicot como una de sus principales armas.

Imagen de apertura: Diógenes en su tinaja, cuadro de Jean-Léon Gérôme. / Dominio público

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio