Los esclavos modernos no sólo tejen nuestras camisetas, componen nuestros equipos electrónicos, explotan minas o construyen puentes. Si la guerra es un negocio «“la Industria de la Muerte, que dice Galeano-, entonces también necesita de sus propios esclavos para maximizar los beneficios. En la guerra de Iraq fueron los esclavos ugandeses, según narra el periodista Alain Vicky en el reportaje «Esclavos ugandeses en el ejército de EE UU», publicado este mes en la edición argentina de Le Monde Diplomatique. Vicky explica y documenta cómo decenas de miles de soldados africanos, en su mayoría ugandeses, fueron contratados por empresas de seguridad privadas estadounidenses que los dejaron después en la estacada.
Los soldados extranjeros o TCN (nacionales de terceros países, en sus siglas en inglés) eran más de 70.000, frente a unos 150.000 ciudadanos estadounidenses, cuando Washington inició su lenta retirada de Iraq en 2008. Entre ellos había israelíes, británicos, franceses y blancos en general, que cobraron sueldos a menudo por encima de los 10.000 dólares mensuales. Pero el Pentágono necesitó reclutar también entre los países del Sur, y lo hizo sobre todo en Uganda, donde los conflictos armados habían dejado miles de hombres de tropa desmovilizados. Potencialmente peligrosos, pensó el gobierno ugandés; así que vio Iraq como una oportunidad interesante y se fundó en 2005 una compañía, Askar, que reclutaría soldados para la SOC (Special Operation Consulting) estadounidense.
Les prometían en principio salarios de 1.300 dólares al mes, muy por encima de aquello a lo que ellos podrían aspirar. Pero los llamados kyeyos (los trabajadores candidatos a la emigración) eran tantos que se desató una guerra de precios que hundió los salarios por debajo de los 700 dólares. Eso sería lo que cobrasen los soldados ugandeses, mientras la empresa norteamericana que abastecía al Ejército se embolsaba unos 1.700 dólares por cada uno, y la Askar ugandesa se llevaba otro interesante monto.
Según los testimonios que recabó Alain Vicky, los kyeyos se vieron forzados a jornadas de trabajo que alcanzaban las quince horas diarias; su derecho a vacaciones no pagadas era interminablemente postergado; se les daba material militar no reglamentario, de segunda mano, con lo que quedaban más expuestos que sus colegas blancos a los peligros de la guerra; no se les daba atención médica más allá de una aspirina, y llegaron a despedirlos por acudir al médico por segunda vez. «Dreshak nos contrató y después nos vendió a SOC, embolsándose el dinero. Pero a fin de cuentas, nosotros apenas cobramos migajas. Esto que hemos vivido se llama simplemente esclavitud moderna«, le dijo a Alain Vicky un soldado ugandés.
Cuando su servicio acabó, relata Vicky, nadie se hizo cargo de los gastos médicos derivados de la guerra ni mucho menos de las pensiones de invalidez, aunque les pertenecen. Para colmo, cuando volvieron a casa después de un año en Iraq, descubrieron que sus salarios se habían consumido por la devaluación de la moneda y la inflación galopante de Uganda. Desde 2010, una abogada estadounidense lucha por los derechos de los ex combatientes, y debe vérselas con las argucias de las compañías aseguradoras. Ella estima que son cientos, tal vez miles, los heridos ugandeses que volvieron directamente a su pueblo y nunca reclamaron sus derechos. De todos depende que no caigan por siempre en el olvido.
*Ilustración de Carlos Latuff.