«Vas a ganar en dólares y no vas a gastar en nada, ni en comida», le dijo su tío a Delia. Así la convenció para lanzarse a la aventura migrante en 2005, y convertirse en una de los miles de bolivianos que trabajan en talleres textiles en la ciudad de Buenos Aires y su conurbano. Ocurrió que, una vez en el destino, las condiciones no eran exactamente las que su tío le había prometido: su jornada, que iba a ser de lunes a viernes de 7 a 22 horas, y sábados de 7 al mediodía, sólo se cumplió el primer mes. Terminó trabajando hasta medianoche; cuando terminaba de tejer, debía limpiar el cuarto de trabajo y planchar las prendas para dejarlas listas para llevarlas a la feria de La Salada; no descansaba ni los domingos. Tampoco se cumplieron sus expectativas económicas. Había acordado con sus tíos que cobraría cuando regresase a Bolivia, y que mientras tanto girarían dinero a la familia, pero nunca le mostraban la boleta del giro. Su tía, que manejaba el taller, no dejaba de gritar y maltratar a Delia y sus compañeras. Les acusó de robo. Le impidió ir al médico cuando, por la picadura de algún insecto, se le infectó la pierna. Pronto, Delia comenzó a pensar en huir. Una vez se escapó. Pero cómo. Cuando se vio sola en la ciudad, sin conocer a nadie, sin documentos «“se los habían retirado sus tíos»“ y sin dinero, no le quedó otra que volver. Y esperar (1).
Como Delia, miles de inmigrantes llegan a Buenos Aires con la expectativa de una vida mejor, muchas veces coaccionados mediante engaños. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que alrededor de 21 millones de personas en todo el mundo, y 1,8 millones en América Latina, trabajan en condiciones de trabajo forzoso en las diversas formas que adopta la esclavitud moderna, como la servidumbre por deudas. En Argentina, los bolivianos se emplean mayoritariamente en el ramo textil, en alguno de los miles de talleres de la ciudad (2); los paraguayos copan los sectores de la construcción y el trabajo doméstico, y el último rubro es el de los argentinos procedentes de provincias como Santiago del Estero, Chaco o Jujuy, que trabajan, sobre todo, en el campo (3). En todos los casos, el mismo patrón se repite: se les capta en regiones de pocos recursos con la promesa de dólares fáciles; una vez en destino, se les retienen los documentos y se ven obligados a trabajar gratis para cubrir gastos como alimentación, pasajes, electricidad o trámites burocráticos. Se ven sometidos a jornadas extenuantes, que llegan a las 16 y 18 horas diarias.
Ropa sucia
El caso de los talleres textiles es aun más evidente y es el que ha cobrado mayor visibilidad. Sector en auge desde el fin de la convertibilidad de 2001 y la devaluación, que hizo competitiva a esta industria intensiva en mano de obra, el textil emplea al 78% de los trabajadores en negro en Argentina, según la propia Cámara de la Industria Indumentaria. Muchos, hacinados en talleres donde viven y trabajan en las villas miseria porteñas y bonaerenses: «Los talleres solucionan al inmigrante dos problemas al mismo tiempo: el trabajo y la vivienda», recuerda la antropóloga María Inés Pacecca. Sin embargo, lo que parecía una ventaja termina siendo fuente de conflictos cuando el trabajador percibe que controlan sus salidas y entradas, que tiene que limpiar y planchar, que su jornada nunca termina.
En la mayor parte de los casos, cobran por prenda: 1,5 pesos por un pantalón que se venderá por 400 en algún escaparate de Palermo, o por 150 en La Salada, la mayor de tantas ferias informales de ropa que han surgido en los últimos años. Las condiciones de seguridad e higiene suelen ser deplorables, lo que favorece la aparición de enfermedades (4). Casi todos los empleados son inmigrantes; la mayoría, bolivianos. Los talleristas solían ser coreanos; ahora también hay bolivianos. No siempre el trato es vejatorio ni la permanencia es forzada; lo que no cambia es la dureza de la jornada laboral. Los peores tragos suelen ser para los recién llegados, que no conocen sus derechos y están desorientados. Después, muchos consiguen trabajos cada vez mejores, en negro o en blanco, como le ocurrió a Delia tras abandonar el taller de sus tíos.
———————————————————————————–
1. Relato completo en: Colectivo Simbiosis Cultural y Colectivo Situaciones, De chuequistas y overlockas. Una discusión en torno a los talleres textiles, Tinta Limón, Buenos Aires, 2011. Disponible en: http://tintalimon.com.ar
2. Según algunas estimaciones, hay 15.000 talleres clandestinos en Capital Federal y otros 10.000 salpican el conurbano. Véase De chuequistas y overlockas, op. cit.
3. Véase por ejemplo, Horacio Verbitsky, «Una vida nueva. Esclavos del siglo XXI», Página/12, Buenos Aires, 2-1-11.
4. Se ha creado un mercado de clínicas de legalidad incierta que tratan principalmente inmigrantes, según el relato de Geraldine en De chuequistas y overlockas.
* Este texto es un extracto del reportaje «Esclavos modernos, migrantes de siempre», publicado este mes de junio en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur.
Ilustración: Carlos Latuff