La semana pasada, un informe de la Fundación Changing Markets (Cambiando Mercados), bajo el título ‘La falsa promesa de la certificación’, en el que hacían una dura crítica a los sistemas de certificación de las industrias del pescado, el textil y el aceite de palma, despertó bastante interés en diversos medios. Desde Infolibre, me preguntaron mi opinión al respecto y pensé que podría ser interesante desarrollar esa opinión un poco más allá del tiempo que permiten las prisas en las que vivimos los periodistas.
Las certificaciones han crecido rápidamente durante los últimos años, empujadas por las exigencias cada vez mayores de buena parte de los consumidores. En Carro de Combate hemos hablado de ellas en numerosas ocasiones y sobre numerosas industrias. Por supuesto, hemos analizado la principal certificación de la industria del aceite de palma (la RSPO), pero también hemos hablado de la de Comercio Justo (que aunque es más general no deja de ser también un sello), la de la madera, la del pescado, o el azúcar, entre muchas otras.
En Carro de Combate nunca hemos sido partidarias de la confianza ciega hacia las certificaciones (o en la confianza ciega en general cuando hablamos de consumo). Los sellos, al fin y al cabo, son herramientas que, como siempre, pueden ser pervertidas para conseguir fines diferentes. Así, uno de los problemas principales de las certificaciones es que son voluntarias y que, a menudo, están fuertemente influenciadas por la misma industria a la que tiene que regular. Y eso supone una palanca a la baja en la exigencia de los estándares, porque éstos incrementan los costes de producción. Ahí es donde Changing Markets tiene razón al decir que son una falsa promesa: nos venden un mundo de color rosa en el que todo parece que es perfecto cuando la realidad dista mucho de ser esa.
¿Son por ello totalmente inútiles? Yo creo que no. Mi experiencia visitando muchos centros de producción certificados y no certificados por diferentes esquemas es que casi siempre los estándares sociales y medioambientales son mejores cuando hay certificación. Sin duda, cada una tiene que ser analizada de forma individual, porque ni todas son igual de estrictas ni tienen los mismos controles de cumplimiento.
Pero si suponen una mejora, ¿cuál es el problema con las certificaciones? El problema fundamental es que pueden ser peligrosas. Y lo son por tres razones fundamentales.
Primero porque a menudo añaden ruido y confusión, cuando deberían ser supuestamente herramientas que ayuden a los consumidores a tomar decisiones de compra. La falta de acuerdo sobre los estándares, y no sólo por parte de las empresas, sino también de las ONGs, que a veces tienen rivalidades poco sanas, ha hecho que a menudo se creen numerosos esquemas diferentes para certificar el mismo producto. Los que lo miran desde una perspectiva más liberal lo ven a menudo como algo positivo, ya que incentiva la competitividad, pero lo cierto es que crean muchas dudas entre los consumidores y hacen que sean más difíciles de controlar.
El segundo riesgo que, a mí modo de ver, comportan las certificaciones es que se pueden convertir en un placebo para que los consumidores/ciudadanos no pidan que esos estándares pasen de ser voluntarios a ser obligatorios, a través de cambios legislativos (o incluso para que ni siquiera se presione por una mejora de los estándares de la propia certificación). Como ya he comentado, la industria a menudo tiene mucho poder a la hora de determinar los estándares. Y las sanciones a las que se enfrentan las empresas rara vez van más allá de una suspensión en la certificación. El escenario ideal sería, por tanto, que los estándares fueran obligatorios (aunque basándose en consideraciones técnicas, hay que tener cuidado con qué se exige), pero las certificaciones pueden convertirse en un anestesiante para que los consumidores piensen que con comprar esos productos es suficiente.
Y el tercer riesgo, el más peligroso de todos, es que pueden alimentar la falsa creencia de que el consumo puede ser ilimitado si alguien lo certifica como ‘sostenible’. Nunca he escuchado a ningún sello promover entre sus valores sostenibles un consumo más moderado para reducir nuestro impacto medioambiental. Evidentemente, porque va en contra de sus intereses. Fue algo que pregunté directamente a Andrew Ng, el segundo secretario de la RSPO y responsable de los estándares originales del sello, en una entrevista hace un par de años. Ng, quien procedía de WWF y quien siempre me ha parecido alguien muy sincero en sus preocupaciones medioambientales, no se había planteado nunca que reproducir plantaciones sostenibles hasta el infinito pudiera no ser sostenible (aunque se haga por sustitución de cultivos y no por deforestación).
¿Qué pueden hacer entonces los consumidores? ¿Deben o no deben comprar productos certificados? Quizá antes de hacerse esa pregunta deban pensar primero si ese producto que nos parece tan problemático es tan necesario o si, al contrario, es sustituible o prescindible. ¿De verdad nos tenemos que preguntar tanto sobre la sostenibilidad del aceite de palma cuando la mayor parte de los productos en los que se utilizan son directamente productos que ningún médico o nutricionista nos recomendaría (con ese u otro aceite en su composición)? ¿O tiene sentido comer panga – otro alimento con un perfil nutricional más bien bajo si se compara a otros pescados – importado desde Vietnam, por mucha certificación que tenga (porque el impacto de los kilómetros que recorren sus productos certificados es algo que tampoco suelen plantearse los sellos)?
Una vez respondidas esas preguntas, entonces, quizá sí tenga sentido la otra. Y en ese caso mi respuesta sería que sí, que el producto certificado sea probablemente una mejor opción. Pero que no olviden al mismo tiempo que es fundamental apoyar a algunas de esas cientos o miles de organizaciones que vigilan a los sellos para que cumplan y mejoren. Y pedir a nuestros gobiernos que actualicen sus legislaciones para exigir estándares mínimos en la producción. E tal vez así se empiecen a cumplir promesas.
Carro de Combate es un proyecto de periodismo independiente. Si nos quieres ayudar a seguir investigando, puedes hacerte mecenas aquí, y te enviaremos nuestros libros electrónicos sobre las industrias del aceite de palma y del azúcar, entre otros materiales. Hasta el 3 de junio de 2018, te mandaremos además una copia del libro ilustrado sobre despilfarro alimentario ‘Los tomates de verdad son feos’.
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