La cordobesa María Sánchez Rodríguez (en Twitter, @MariaMercromina) es veterinaria de campo, poeta, narradora, feminista. En libros como Tierra de mujeres y Cuaderno de campo despliega el amor por la tierra, la valorización de los saberes y haceres de las mujeres rurales, la necesidad de una narrativa que nos proteja del olvido que pareciera imponer la ley del valor capitalista, que todo lo reduce a cálculos de costes y beneficios. María nos trae no ya conocimientos rurales olvidados por los urbanitas, sino la memoria de nuestro linaje. Porque, aunque ya no sepamos ni de dónde vienen los alimentos que consumimos, no hay que ir más allá de una o dos generaciones para encontrarnos con nuestros abuelos pastores, nuestras abuelas agricultoras, nuestras tías jornaleras. Y esa memoria nos brinda una hoja de ruta para comenzar a conciliar campo y ciudad; o, en otras palabras, para entender los límites que impone la ciclicidad de la vida, en los que debe incardinarse la actividad económica.
Si se trata de garantizar la sostenibilidad socioambiental, la ganadería extensiva juega un rol fundamental. “Creo que es importante avanzar en la agroecología, y dentro de ese modelo, la ganadería extensiva tiene un papel importante”, afirma María. A fin de cuentas, hablar del sistema agroalimentario es “preguntarnos en qué medio queremos vivir, de qué sistema queremos formar parte; y aquí es importante la idea de interdependencia. Se trata de unir palabras como soberanía alimentaria, proximidad local, espacios naturales protegidos, razas autóctonas en peligro de extinción, productos kilómetro cero. Pensar, por supuesto, en la situación en la que están los animales, pero también las personas: qué tipo de personas y en qué condiciones están trabajando. Para qué queremos una ganadería extensiva si no se utilizan los recursos del territorio y si el pastor está en precarias condiciones, como sucede con los y las temporeras en Huelva y El Ejido. Para mí, hablar de ganadería extensiva implica un aprovechamiento del territorio y del pasto que no compite con la alimentación humana, porque es suelo no cultivable”.
Ella sabe de lo que habla. Como veterinaria rural, tanto su experiencia profesional como sus orígenes le ayudan a entender que los animales que pastoreamos “juegan un papel fundamental en la conservación de la biodiversidad. Un ejemplo: se sabe que hay quebrantahuesos ahí donde hay pastores y rebaños; forman parte de la cadena trófica”. Pero es que, además, “gracias al pastoreo y a la ganadería extensiva, el suelo no se erosiona, no se pierde biodiversidad y al mover los rebaños con la trashumancia, se produce el transporte de semillas. Por ejemplo, un rebaño de 1.500 ovejas y 150 cabras puede llegar a transportar unas 4.500 semillas por cabeza y día, según un estudio realizado por la Universidad Autónoma de Madrid. [El naturalista] Jesús Garzón lo contaba muy bien en una entrevista en El Mundo: si no hay trashumancia, no hay presas, y los depredadores, desde el águila al lince, se extinguen”. Más aún: si el ganado no aprovecha los pastos, éstos “se convierten en matorrales que acaban destruyendo los pastizales”.
La trama de la vida, frágil y resiliente a la vez, es compleja, y la ganadería extensiva, de pastoreo y trashumancia, se ha hibridado ya con nuestros ecosistemas. Sustituirla por el modelo de las macrogranjas conlleva enormes riesgos socioambientales; eliminarla sin más, también. De ahí la importancia de proteger las especies y razas autóctonas. “Están en peligro de extinción porque no son rentables para el sistema. Pero son animales rústicos, adaptados a un cierto clima, a un ecosistema, y por tanto en relación con el territorio y con el ser humano que lo habita. Hacen posible que tengamos esos espacios naturales. Por ejemplo, la cabra verata, asociada al Valle del Jerte y a la Vera; o la cabra de Guadarrama, o la cachena en Galicia, o ciertas razas de gallina, como la extremeña azul. Es alucinante todo lo que estos animales hacen para la conservación de la vida; por eso debemos fomentar a estos pequeños productores, y no caer en el error de meter toda la ganadería en el mismo saco. Nada tiene que ver la ganadería extensiva con las macrogranjas; y, si permitimos que se extingan las razas autóctonas, estamos incentivando ese otro tipo de producción”.
“Por supuesto, no todo sirve”, matiza la veterinaria y poeta. “Estoy hablando de una ganadería extensiva bien realizada, que tiene en cuenta los tiempos de descanso de la tierra. Si la ganadería está perjudicando a los bosques nativos, el problema no son las cabras: es el sobrepastoreo. Debemos tener en cuenta que todo está hiperconectado, y ser conscientes del papel que jugamos no sólo con lo que comemos, preguntarnos de dónde viene, en qué condiciones se ha producido, de qué ha formado parte. Eso que vosotras hacéis tan bien en Carro de Combate”. Sin embargo, no pareciera que nuestro marco institucional y regulatorio persiga esos objetivos: la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea es, recuerda María, buena prueba de ello. “¿Qué y a quién paga la PAC? ¿Por qué paga al que más contamina; por qué tanto olivar intensivo y tanta macrogranja? ¿Por qué quien protege los ecosistemas es penalizado, encuentra todo tipo de trabas burocráticas, no se reconoce el valor de lo que produce? El subsidio de la PAC da dinero a los grandes propietarios, no a quien trabaja. En Andalucía, basta superponer los mapas de las ayudas, de los espacios naturales protegidos y de la superficie pastable, para ver que existe ganadería extensiva donde hay espacios protegidos; donde no hay pasto y hay ciudades, es donde la gente recibe los subsidios”. Las políticas públicas siguen alimentando un sistema centrado únicamente en el dinero. “Y nos estamos olvidando de la emergencia climática, porque el pastoreo es una herramienta para contener el calentamiento global”.
Nos estamos olvidando de muchas cosas. Hemos dejado ir aquellos saberes campesinos que dejamos de considerar valiosos; y es ahí donde se debilita nuestro vínculo con la tierra. María Sánchez sabe que ahí se condensa una batalla central en un contexto de guerra del capital contra la vida. Y que es fundamental tejer un relato capaz de llevar luz, en forma de memoria rural, ahí donde arrasó la modernidad capitalista, colonial y patriarcal. “La dictadura dijo que todo lo que sabía hacer el campesino no servía para nada, y nos convertimos en carne de migración. Pero mi abuela sabe preparar un huerto y tiene sus propias semillas: la suya era una vida de autogestión; en mi pueblo la gente era humilde, pero no pasaban hambre porque compartían lo poco que había. No se trata de idealizar esa idea de comunidad, que tiene también sus cuestiones problemáticas; pero sí de reivindicar y dar valor a aquello que se ha despreciado. Ellos son patrimonio vivo, por todos los saberes que guardan. Saben que los rebaños son una buena forma de poner freno a los incendios; pero parece que si lo dicen ellos no sirve, tiene que venir un experto, una validación desde arriba”.
En el centro neurálgico de ese ejercicio de memoria está la recuperación del rol de las mujeres rurales. “Cuando estaba en la facultad de Veterinaria, buscaba referentes de mujeres ecologistas o veterinarias, poetas o científicas; pero sólo había hombres. Y en medio de esa reflexión, me di cuenta de que no había tenido en cuenta a las mujeres de mi casa, que siempre han llevado todo adelante sin ser reconocidas, que siempre han estado en el campo pero nunca han tenido la propiedad de la tierra. Era una forma de pedir perdón a las mujeres de mi casa, a las que yo no me quería parecer, y de valorar todo lo que ellas hicieron. Reconocerlas, saber de dónde venimos. Y reivindicarlas. Salir de la concepción del varón, blanco y burgués como sujeto universal”.
«¿Te consideras ecofeminista, María?», le pregunto. “Sí; o mejor: agroecofeminista. El sistema del agronegocio y las macrogranjas es parte del modelo patriarcal. En España, las mujeres son sólo un 12% de los titulares de la tierra. Siempre trabajaron, pero no tomaron las decisiones; y ni cobran una pensión porque son invisibles para el sistema”. Escribe María en Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019): “¿Cómo sacamos a la luz esta realidad que no tiene cabida en las estadísticas, que no se refleja tal y como es realmente en ningún lado? ¿Cómo podemos contarla? ¿Cómo podemos narrar esta dedicación desigual entre el trabajo doméstico y el cuidado de los otros? ¿Cómo reconocer esta doble jornada de trabajo para la mujer en un sistema en que tanto el hombre como la mujer aportan fuerza de trabajo pero en la mayoría de los casos son ellos los que controlan el poder de decisión y el resultado de la producción familiar? ¿Cómo convertirnos en altavoz y soporte para ellas? ¿Cómo reivindicar un feminismo para el medio rural?”
¿Por dónde empezar, entonces? “Para mí, la búsqueda más importante es saber que eres territorio, que formas parte de un territorio; y poner la vida en el centro. Se trata de tomar decisiones de vida y de consumo en función de esa convicción; desde que te levantas hasta que te acuestas”. Y como parte de ese relato, una clave está en “romper con los estereotipos y rígida división campo-ciudad, porque no puedes conservar ni proteger ni valorar algo que no conoces. Cómo vas a querer cuidar la vida en los pueblos, el campo, las diversas formas de producción y de vida, si no te han enseñado qué hay detrás de la historia de un producto, de un alimento. Si ya en el colegio no hay ninguna relación con la tierra. Por eso creo que es importante que los colegios urbanos tengan comedores agroecológicos en los que también se impliquen madres y padres. Conocer el campo es la única forma de eliminar el paternalismo y el clasismo, y entender que campo y ciudad se necesitan mutuamente, que debemos entendernos y encontrar veredas comunes para trabajar juntas. Hay que cambiar la forma de mirar; y para ello, modificar qué narrativas se cuentan, qué voces escuchamos, qué leemos. Eso implica, también, que desde la ciudad se deje de imponer cómo debe ser el feminismo en los pueblos; cada colectivo tiene sus tiempos. Debemos apoyarnos y dejar de creernos mejores que nadie. Quitarnos la venda”.
Porque, afirma María Sánchez, no se trata de volver a vivir como hace treinta años, pero sí “combinar saberes y conocimientos, respetar los ritmos de la tierra. Odio la expresión ‘desarrollo rural’, porque no creo que al campo haya que desarrollarlo. Creo que se trata de ser conscientes de que formamos parte del territorio en el que vivimos, y que cumplimos un papel en la cadena. Mi tío, que ha sido ganadero, si ve culebras en una alberca, les pone un corcho cerca para que tengan dónde tomar el sol. Los pastores hablan con las cabras, se relacionan con ellas, forman parte de la familia; es la idea de la mano que cuida. Creo que eso es lo que debemos proteger: los saberes que ayudan a comprender la relación entre territorio, persona, animal y semilla”.
“Por eso es tan importante quién cuenta la historia, quién tiene el altavoz; porque si no, es siempre la misma imagen de lo rural, el mismo relato plagado de clichés, de la pobreza o de lo bucólico. Los medios rurales son diversos y la gente misma debe contar su historia”, señala María. Y concluye: “La poesía, el lenguaje sirve para crear esos vínculos, y esas ventanas desde donde acercar los medios rurales y urbanos, y tender puentes; y, por supuesto, para sentirte reconocida en el relato. Lo más bonito que me ha traído Tierra de mujeres es que, en las presentaciones del libro en lugares muy diferentes, los comentarios que más escuché fueron: ‘Lo podía haber escrito yo’ y ‘Has contado mi vida’. Por eso son tan importantes estas nuevas narrativas”.
Imágenes: José González