La historia por detrás de las fresas de Huelva

Detrás de lo que comemos, siempre, hay una historia. En los casi nueve años de andadura de Carro de Combate, nosotras hemos querido desvelar esa parte del relato que se nos oculta. Hemos viajado miles de kilómetros para narrar las historias que nos traen las poblaciones aledañas a las plantaciones de caña de azúcar, de soja, de aceite de palma; la cotidianeidad de quienes fueron despojadas de sus tierras para quedar sin más alternativas que trabajar en las plantaciones a cambio de salarios de miseria; las violencias de todo tipo que enfrentan, incluyendo, a veces, la violencia sexual sistemática contra las mujeres. Sin embargo, todo eso que hemos relatado desde Guatemala, Colombia, Camerún, Tailandia o Indonesia se reproduce, también, a muy pocos kilómetros de nuestras casas. Es de esas situaciones que se han convertido en un secreto a voces. O se habían convertido en un secreto a voces. Porque las mujeres que trabajan en la recogida de la fresa en Huelva han decidido que nunca más sea un secreto de ningún tipo. Y han tomado las riendas a través de un intenso activismo sindical y comunicacional para que ya no podamos mirar hacia otro lado.

Los campos de Huelva cubren 11.630 hectáreas de frutos rojos; en esos campos trabajan más de cien mil personas, y muchas de ellas se hacinan en 44 asentamientos donde las jornaleras malviven sin luz ni agua, en una situación que ellas califican de insostenible. Se han organizado como Jornaleras de Huelva en Lucha, un colectivo desde el que se reúnen las demandas feministas, ecologistas y antirracistas. Porque el de la fresa es un trabajo feminizado y racializado, y de ahí que la opresión que sufren estas mujeres sea doble, o triple: por género, por racialidad y también por nacionalidad.

En el ensayo Las señoras de la fresa (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2020), la geógrafa Chadia Arab sintetiza las conclusiones de años de trabajo en torno a la invisibilidad de las temporeras marroquíes en España. El libro expone cómo, entre los años 80 y 90 del siglo pasado, se produjo un cambio esencial: hasta entonces, quienes ponían sus brazos para la recogida de la fresa eran personas portuguesas y andaluzas; a partir de entonces, pasaron a ser trabajadoras extranjeras. Primero, comenzaron a emplearse europeas del Este; pero después pasaron a preferir a las trabajadoras marroquíes, tal vez porque, como sugiere Arab, eran más sumisas, sobre todo desde que polacas y rumanas pasaron a tener garantizados sus papeles como parte de la zona Schengen. Así que se ideó un mecanismo, los contratos en origen, para garantizar que esas trabajadoras magrebíes, en su mayoría marroquíes, se quedaran únicamente el tiempo que duraba la temporada de la fresa, y regresaran acto seguido a sus países de origen. Es por ello que se selecciona a trabajadoras con un perfil que las hace menos proclives a quedarse en España: principalmente, mujeres con niños pequeños. En otras palabras: queremos que pongan sus brazos baratos para garantizar la rentabilidad de la industria de la fresa onubense; pero que así dejen de ser útiles esos brazos, ellas desaparezcan.

Describe esta condición fronteriza la bellísima canción que la pianista Clara Peya compuso para las temporeras, que interpretan Alba Flores y Ana Tijoux:

“Es mujer frontera, es horizonte           
Es una autopista que separa sur y norte
Es un trabalenguas en tu boca
Es dos hemisferios, es lugar de maniobra”

Esa condición de ida y vuelta ha hecho que, durante años, las temporeras marroquíes callen respecto de los abusos sistemáticos que sufren, pues, si denuncian o protestan, se arriesgan a que no vuelvan a llamarlas. Sin embargo, llegó el día en que decidieron dejar de callar. Y lo que comenzaron a contar resuena con los relatos que escuché en Colombia, Guatemala o Ecuador: no sólo por las duras condiciones del trabajo, por las extenuantes jornadas, la paga ínfima y las terribles condiciones de vivienda que deben soportar, sino también por la frecuencia con la que sufren acoso sexual y violaciones. Por no hablar de las dificultades que encuentran para acceder a sus derechos en caso de enfermedad, embarazo o accidente laboral.

Como consumidoras, no queremos ni podemos aceptar esas condiciones. Lo dicen las Jornaleras con gran lucidez: “Los alimentos tienen historia y no podemos ignorarla. Consigamos que nuestros derechos sean universales. Nuestra alimentación debe respetar el medio ambiente, el bienestar animal y el trato justo a las trabajadoras”. Los movimientos que, dentro del Estado español, se articulan en torno a la soberanía alimentaria, al feminismo, a los derechos humanos o al sindicalismo deben –debemos- escucharlas y arrimar el hombro para impedir que las autoridades estatales y los empresarios sigan ignorando sus demandas; porque lo que están demandando es, simplemente, que no se sigan violando sus derechos más elementales. Desvelar la historia oculta de las fresas es encontrarnos con los relatos de estas mujeres, que hoy nos piden ayuda a través de la plataforma Goteo. Con el dinero que recauden, tendrán más medios para seguir dando información y  apoyo jurídico a las jornaleras, además de continuar el trabajo de sensibilización e incidencia política que ya realizan con ayuda de otras organizaciones, como La Laboratoria.

Se van sumando voces en apoyo de esta lucha, que es parte sustancial de la lucha de todas por la soberanía alimentaria. Ellas se llevan la peor parte, pero todas y todos resultamos perjudicados por un sistema agroalimentario que da ganancias multimillonarias a un pequeño puñado de empresas mientras deja profundos impactos en nuestros cuerpos y en los ecosistemas de los que depende la salud del planeta.

Arab recuerda en su libro que el antiguo ministro de Asuntos Exteriores francés Michel Rocard dijo en su día, en referencia a las personas migrantes: “No podemos acoger a toda la miseria del mundo”. El problema de esta frase es lo que oculta: que los estados europeos han sido cómplices, cuando no causa directa, de los largos procesos de despojo que han dejado a muchas poblaciones del Sur global en condiciones tan precarias que las obligan a migrar para sobrevivir. El problema es que la inmigración se sigue regulando para, en muchos casos, garantizar las condiciones óptimas para la sobreexplotación de quienes, por estar en condiciones de tanta vulnerabilidad, no pueden demandar sus derechos más básicos. El problema de Europa no es que no podamos acoger la miseria del mundo; el problema es que no queremos hacernos cargo de la miseria que provocamos.

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