Este texto es un extracto adaptado del libro ‘La dictadura de los supermercados’ de nuestra compañera Nazaret Castro, publicado por la editorial Akal. Puedes leer la segunda parte aquí. Más sobre el libro aquí.
En el último medio siglo se ha producido un cambio revolucionario a escala planetaria: cada vez más, las tiendas de proximidad dejan paso al dominio de los gigantes de la distribución, como Wal-Mart y Carrefour. En España, más del 80% del total de las compras de las familias se realizan en grandes superficies y, de esas compras, el 75% se concentra en las cinco mayores cadenas. En el caso de los alimentos, se estima que la gran distribución controla alrededor del 46% del mercado en el Estado español, aunque otros estudios, como el del antiguo Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (Magrama), elevan esa cifra hasta el 72% de cuota de mercado. Cinco empresas –Mercadona, Eroski, Carrefour, Auchan y Dia– dominan este tipo de distribución minorista, con un 27% de las ventas totales.
La otra cara de la moneda es el ocaso del pequeño comercio: si en el año 1998 existían 95.000 tiendas, en 2004 esta cifra se había reducido a 25.000, y la situación para el comercio de barrio no ha hecho sino empeorar como consecuencia de la crisis económica que estalló en 2008. Las tiendas de toda la vida han pasado a ser un fenómeno casi residual, fagocitado por el ascenso imparable de supermercados, hipermercados y tiendas de descuento.
Dista mucho de ser una realidad particular de un país o un sector: la tendencia es la misma a nivel mundial. Los gigantes de la distribución, cada vez más concentrados y poderosos, controlan una porción del pastel cada vez mayor, y ya no se trata sólo de alimentación o vestido, sino de casi todo lo que compramos: ahí están las grandes superficies de bricolaje (Leroy Merlin o Bauhaus), electrodomésticos y electrónica (Saturn, Dixons y Media Markt), deporte (Decathlon), mobiliario y decoración (Ikea, Casa y Habitat), oferta cultural (Fnac, Virgin y Casa del Libro) y, por supuesto, del sector textil y complementos (Inditex, Mango y H&M). El sector de la GDM amplía sus tentáculos a cada vez más negocios.
En España, como en buena parte del planeta, el ascenso de los grandes distribuidores ha venido acompañada de un creciente proceso de concentración e internacionalización del sector, cada vez en manos de un grupo más reducido de empresas multinacionales, remodeladas en permanentes procesos de adquisiciones y fusiones; el efecto inmediato es la generalización y homogeneización de los productos que oferta en sus estantes ese oligopolio de la distribución.
Una aproximación histórica evidencia la importancia del rol de la distribución en los modos de producción y consumo que definen el capitalismo contemporáneo. Para el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, uno de los intelectuales que más atención ha dedicado al estudio de la sociedad de consumo, pueden distinguirse tres fases en lo que él llama capitalismo de consumo; el desarrollo de cada una de estas fases va unido a cambios en la distribución.
Así, la fase I se extiende entre 1880 y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Son los años en que, en parte por los avances tecnológicos y en las comunicaciones, se forman grandes mercados de masas y comienzan a producirse artículos en serie:
Escribiría Lipovetsky: “En la base de la economía de consumo se encuentra una nueva filosofía comercial, una estrategia que rompe con las actitudes del pasado: vender la máxima cantidad de productos con un pequeño margen de beneficios antes que una cantidad pequeña con un margen amplio. El beneficio no vendrá ya por la subida del precio de venta, sino por su reducción. La economía de consumo es inseparable de esta invención mercadotecnia: la búsqueda del beneficio por el volumen y la práctica del bajo precio. Poner los productos al alcance de las masas: la era moderna del consumo comporta un proyecto de democratización del acceso a los bienes comerciales”.
La fase I se distingue, entonces, por poner al alcance de amplias capas de la sociedad –obviamente, sólo en unos pocos países privilegiados del Norte global– bienes comerciales, duraderos y no duraderos, que hasta entonces estaban vetados a las clases trabajadoras. «La fase I creó un consumo de masas inacabado, de dominante burguesa», escribe Lipovetsky. Las innovaciones en la fase productiva hacen posible una revolución en las formas de comercialización que convergen en el modelo de los grandes almacenes. Estos surgen a finales del siglo XIX, que es también el momento en que aparecen, en la década de 1880, grandes marcas que habrán de acompañarnos largo tiempo, como Coca-Cola, Procter & Gamble y Kellogg’s.
La distribución moderna, basada en el autoservicio y largos pasillos que acaban en las filas de una caja, y que sustituyen la atención del tendero tradicional, es posible gracias a una triple invención: la marca, el envasado y la publicidad. «Al desarrollar la producción de masas, la fase I inventó tanto la mercadotecnia de masas como al consumidor moderno», señala Lipovetsky. Los productos se estandarizan, comienzan a ser conocidos por un nombre –la marca– y, al mismo tiempo, se disparan los presupuestos publicitarios de las empresas. La distribución moderna posibilitó el avance de una ideología del consumo que ha permeado las subjetividades de los habitantes de medio mundo. En ese momento, la marca, el aspecto simbólico de la mercancía, sustituye al comerciante como fuente de confianza para el consumidor. La estrategia del bajo precio y el etiquetaje de precios acaba con una de las prácticas más extendidas en el comercio: el regateo. En palabras de Lipovetsky: «No será ya del vendedor de quien se fíe el comprador, sino de la marca, pues la garantía y la calidad de los productos se han transferido al fabricante. Al romper la antigua relación comercial dominada por el comerciante, la fase I transformó al cliente tradicional en consumidor moderno, en un consumidor de marcas al que había que educar y seducir sobre todo por la publicidad»; un consumidor de marcas, más que de objetos materiales.
Después, el capitalismo y la sociedad de consumo evolucionan hacia una segunda fase orientada a la diferenciación de los productos: el argumento de venta ya no es tanto el precio, sino la satisfacción del cliente, a partir de una mayor personalización de los productos. Esta nueva fase tendrá su correlato en el modelo de la Gran Distribución Moderna (GDM): los grandes almacenes que venden de todo –en España, El Corte Inglés es el mejor ejemplo– declinan, frente al rápido auge de almacenes sectorializados, especializados en un cierto tipo de productos. Así, el modelo de la GDM avanza sobre el área del entretenimiento y la electrónica (Saturn, Dixons o Media Markt), deporte (Decathlon), el bricolaje (Leroy Merlin o Bauhaus), muebles y decoración (Ikea, Casa o Habitat), oferta cultural (Fnac, Virgin o Casa del Libro) y la moda (Inditex, Mango o H&M), así como también de sectores más específicos del consumo, como la papelería (Carlin), los jabones (Lush), el té (Tea Shop), los cosméticos (The Body Shop, Yves Rocher o Lush) o los perfumes (Bodybell, Primor o Marionnaud). La consigna es: sé tu propio distribuidor. Los grandes capitales amplían sus tentáculos a cada vez más negocios. Todo lo que nos rodea está en cada vez menos manos, desde las peluquerías a las cafeterías: los pequeños comercios van dando paso a grandes empresas, muchas veces transnacionales o con vocación transnacional, que, a menudo a través de franquicias controlan una cuota creciente del mercado. La tendencia ha llegado con fuerza a los servicios: la figura clásica es aquí la de las cadenas de cafeterías al estilo de Starbucks, pero abarca cada vez más sectores, desde peluquerías (Aire’s o Llongueras) a clínicas dentales (Vitaldent o Unidental), pasando por panaderías, jugueterías y cualquier otro sector.
Esta suerte de «grandes superficies especializadas» proponen en régimen de autoservicio «una gama de productos menos amplia pero más surtida que las grandes superficies generalistas», como sostiene Lipovetsky. El marketing de este tipo de establecimientos está orientado a ofrecer un estilo de vida, con atmósferas agradables, que pretenden convertir la compra en un acto lúdico. Si la distribución se ha convertido en la parte de la cadena que más beneficios da, ¿por qué renunciar a ella?
En la fase actual del desarrollo capitalista, la de la globalización y el auge de los mercados oligopólicos y de las corporaciones multinacionales como actores protagonistas del sistema económico y social, los grandes holdings verticales –esto es, los grupos empresariales que encadenaban los diferentes momentos de la cadena de producción– han ido evolucionando hacia firmas que conservan para sí solas las actividades más rentables de cada sector, y externalizan todo lo demás a través de densas redes de subcontratas. Si esto es así en toda la economía, el textil es uno de los sectores en que esto ha sucedido de manera más generalizada y visible. Muchas grandes firmas no poseen un solo taller de costura: las grandes marcas se han especializado en el diseño y la distribución, y la confección se deja a empresas tercerizadas que tienen su base en países con costes laborales muy bajos. Se quedan con lo más lucrativo del negocio, que es la distribución; limitan su intervención en la cadena de producción y, al mismo tiempo, se internacionalizan, hasta componer grupos de distribución textil cada vez mayores y presentes en las calles de todo el mundo globalizado.