Langostinos de bajo coste, un lujo inasumible para la vida en los manglares

Buena parte de los langostinos que consumimos en España en épocas festivas proceden de Ecuador, donde las piscifactorías están acabando con estos bosques tropicales costeros

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ROSA M. TRISTÁN

La señora mira los precios de unos langostinos y exclama: “Pues sí que han subido, ya están a 11 euros el kilo”. En el cartel adjunto a la caja se lee en letra diminuta: “Ecuador”. La escena tiene lugar en una gran superficie en Madrid, en los días previos a la Navidad, y la compradora se queda de piedra cuando descubre que ese mismo kilo cuesta exactamente el doble en el país del que proceden, a más de 8.800 kilómetros. Allí, más de 250.000 hectáreas de costa han sido destruidas en las últimas décadas para crear gigantescas piscinas donde los crustáceos se crían por cientos de miles de toneladas.

Todo indica que el ‘boom’ de los langostinos no tiene fin porque la mayor parte de los que se consumen en Europa son cultivados de forma artificial en países como Brasil, Ecuador, Guatemala, México, Tailandia o Venezuela. Se calcula que un 30% de la producción mundial de este producto, cuyas compras se disparan en las festividades, procede de una acuicultura intensiva en piscinas situadas en lo que antes eran manglares, es decir, bosques tropicales en zonas con escasas mareas donde protegían las costas del oleaje y que, en buena medida, han sido deforestados. Pese a que su valor ambiental es incalculable, actualmente la FAO calcula que ha desaparecido ya el 50% del manglar que existe en el planeta, precisamente cuando el aumento del nivel del mar debido al cambio climático los hace más necesarios que nunca.

Sólo en Ecuador, el nombre que figura en la etiqueta de la mayor parte de las cajas de langostinos que vemos en nuestros grandes supermercados, se calcula que ha sido devastado el 70% de los manglares que existían antes de que desembarcaran las empresas camaroneras. Son datos de una reciente investigación de la organización internacional ClientEarth, donde se refleja que el coste ambiental y humano que ha supuesto su tala y la expulsión de quienes vivían de recoger sus productos de forma artesanal es incalculable, lo mismo que denuncia desde hace años la organización ecuatoriana C-CONDEM, que agrupa tanto a líderes y lideresas comunitarias con ecologistas e investigadores.

Según este informe, el 34% de las importaciones europeas desde ese país sudamericano tienen como destino España. Desde que en 2016, Ecuador firmara un acuerdo con la UE que le exime de pagar aranceles por sus langostinos, el negocio ha ido viento en popa. De hecho, ya es el primer gran proveedor mundial, con una producción en acuicultura de 848.000 toneladas al año, sobre todo de camarones, su segundo gran sector exportador después del petróleo. Y su intención es seguir creciendo, pese a los impactos, en torno a un 5% hasta 2025. “En los últimos 40 años, más de un millón de personas han resultado afectadas, desplazadas, privadas de su soberanía alimentaria porque ya no pueden pescar en esas zonas; además, sus aguas están contaminadas porque ya no hay manglar que las filtre. Y todo ello ha aumentado la violencia social, a la par que las inundaciones, salinizando las zonas altas de los estuarios”, señala la abogada ecuatoriana Marianeli Torres, de C-CONDEM, que lleva años investigando esta industria. De hecho, esta ONG tiene contabilizados más de 11 asesinatos en los últimos 10 años y ha documentado cómo acuicultores de marisco y cangrejo han sufrido disparos de guardias de seguridad o ataques por parte de perros guardianes. La ONG denuncia también que incluso han electrificado en el perímetro de las piscinas para que nadie entre. También han detectado prácticas de esclavitud tanto entre los trabajadores de las piscinas como en las plantas de envasado hasta 2008, junto con una falta de contratos, desempleo durante la temporada baja y una gran precariedad laboral.

Piscinas para la producción de gambas en Ecuador./ Nueva Pescanova

Por si la criminalización fuera poco, hay que añadir lo que supone esa deforestación a nivel ambiental, algo de lo sabe la científica española María Mazo, experta en el estudio de manglares del Instituto Hidrográfico Ambiental de la Universidad de Cantabria: “El manglar existe por algo. Esas plantas frenan el flujo de agua y posan los sedimentos que bajan por los ríos creando unas barreras con suelo. Al destruirlas, dejan de cumplir su función, aumentando la erosión y las inundaciones, que pueden ocurrir con tormentas, aunque no haya un huracán. A ello hay que añadir los servicios que hacen al ecosistema costero, como es el secuestro de CO2; al talarse lo que hacen es lo contrario, liberarlo. Lo que habría que hacer es restaurar lo destruido, y con un seguimiento”, asegura la investigadora. “Mi trabajo en muchos países tropicales consiste en poner los manglares en valor, cuantificar económicamente cuánto aportan para que las autoridades los consideren prioritarios”, señala. Pero según ClientEarth, no es lo que ocurre en Ecuador, donde la presión sobre ellos no deja de crecer.

Nueva Pescanova, en el punto de mira

Entre las más importantes productoras y comercializadoras de langostinos a nivel mundial destaca la española Nueva Pescanova, que produce más de 60.000 toneladas al año, según sus propios datos, de la especie de langostino Vannamei. Es la más consumida en España.

Sólo en el golfo ecuatoriano de Guayaquil, Nueva Pescanova posee un ‘campo marino’ de más de 3.000 hectáreas, la filial Promarisco, donde además asegura que es capaz de generar (‘procesar’, en su lenguaje empresarial) hasta 90.000 toneladas anuales. Está en la desembocadura del río Guayas, la entrada de agua más grande del océano Pacífico en Sudamérica. A esta instalación, la compañía suma otras 4.500 hectáreas en la zona de Estero Real de Nicaragua, donde pueden ‘elaborar’ hasta 30.000 toneladas, y unas pocas hectáreas más (141) en Guatemala, en Champerico, solo en América (en India, Francia e Irlanda también procesa este producto). En este último país, la empresa Novaguatemala, filial suya, llegó a perseguir judicialmente en 2016 a un grupo de pescadores que denunciaron que habían contaminado su río con sus vertidos químicos hasta dejarles sin peces. Novaguatemala les acusó de coacciones por organizar una protesta, hasta que en 2021 un juez desestimó la demanda contra ellos. Es un ejemplo de los casos de persecución y acoso a líderes comunitarios que se repiten en ese continente por compañías europeas que no tienen ninguna obligación legal de cumplir con derechos ambientales o humanos más allá de nuestras fronteras, si así no se lo requieren los gobiernos donde se instalan.

La desembocadura del Guayas es un lugar codiciable desde hace décadas, cuando se descubrió que aquel lugar era perfecto y los langostinos crecían más que en otros lugares. Un ecosistema donde pescadores, concheros y cangrejeros habían convivido con decenas de especies de peces y moluscos, de aves y crustáceos en su estado natural. Hasta hace unas décadas, allí sólo se veían los típicos árboles del manglar con las raíces al aire para permitirlas respirar en un entorno pantanoso, con una especie de zancos con los que se aferraban al suelo. Entre ellas, todo un mundo de especies de peces, mamíferos e invertebrados, además de aves.  

En 1969 apenas había piscifactorías en 2.500 hectáreas, taladas ilegalmente en terreno público, pero en las décadas siguientes el manglar fue cayendo sin que nadie lo impidiera, hasta acabar con 200.000 hectáreas. Este desastre ambiental se ‘oficializó’ en tiempos del presidente Rafael Correa, que en 2008 legalizó todas las instalaciones de acuicultura y así entregó las concesiones y la propiedad a empresas como Nueva Pescanova o la ecuatoriana Industrial Pesquera Santa Priscila (en negociaciones ahora con la multinacional japonese Mitsui). A ellas, a partir de 2014, se unieron empresas de China, que se ha hecho con buena parte del sector.

Las ventajas que tenían eran evidentes: ni siquiera tenían que pagar impuestos, según recuerdan en C-CONDEM. Desde entonces, explica Torres, ha seguido la destrucción y hay otras 60.000 hectáreas nuevas dedicadas a cultivar langostinos, pese a que desde el mismo 2008 se aprobaron leyes para proteger los manglares. “La industria ha expulsado a los camaroneros tradicionales, los empresarios les amedrantan, les ponen cercas para que no se acerquen a sus piscinas, les impiden vivir ahí y casi no generan empleo para lo que destruyen”, señala la abogada ecuatoriana.

 Mujeres reforestan un manglar en Ecuador. / C-CONDEM

“Hace unos cinco años, un cangrejero cogía tres planchas de 36 cangrejos cada una, en cinco horas. Ahora, capturar una en ese tiempo es una suerte”, se lamenta Manuel Mejía, dirigente de la Unión de Organizaciones de Cangrejeros y Pescadores del Guayas, uno de los pocos que ofrece su testimonio. Desde C-CONDEM denuncian también que las autoridades ecuatorianas han llegado a acuerdos con algunos líderes de las comunidades para el uso y custodia de unas 100.000 hectáreas de manglar, pero con el tiempo se han convertido en una mafia: “Lo que han hecho es dejar ese territorio en manos de organizaciones que ahora ‘venden’ el manglar como bonos de carbono azul a grandes empresas que contaminan y por ello impiden el acceso de la gente que no son de los suyos. Es una privatización encubierta”, explica su representante.

Una falsa imagen de sostenibilidad

Mientras esto pasa en Ecuador y en otros países, la acuicultura se vende al otro lado del océano como una alternativa sostenible a las capturas, al margen del volumen que suponga su consumo. España, además de tener una de las empresas que más langostinos ‘cultiva’, ya no sólo es la primera importadora a nivel europeo, sino la tercera (tras Estados Unidos y Japón, ambos con mucha más población) a nivel mundial. Nos llegan así 150.000 toneladas de langostinos año, crustáceos que, conviene recordar son alimentados con harinas y piensos derivados de la captura de peces pequeños en libertad. De hecho, se necesitan unos tres kilos de distintas especies para “cosechar” un kilo de langostinos. Además, en los criaderos se utilizan antibióticos, pesticidas y otros productos para impedir enfermedades, además de conservantes para que mantengan su aspecto jugoso en el largo trayecto desde su punto de origen hasta el de venta cuando no están congelados.

Todo ello contrasta con la imagen que ofrecen las empresas del sector. Sus páginas web y sus redes sociales se inundan de proyectos ambientales de reforestación -la propia Nueva Pescanova ha publicitado la reforestación de 11 hectáreas de manglar, cuando ocupa miles- , las certificaciones que garantizarían su sostenibilidad y acuerdos y alianzas en favor del clima. Por ejemplo, la Alianza Galega polo Clima firmada por José María Benavent, presidente de Nueva Pescanova, en mayo pasado por la que se comprometió a avanzar en la mejora del medio ambiente, la lucha contra el cambio climático, la economía circular y la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030.

En su comunicación, se insiste en la acuicultura como una alternativa para salvar caladeros salvajes y se habla de eficiencia energética en sus instalaciones. Un ejemplo es que en la zona de Promarisco, la empresa gallega ha puesto en marcha un proyecto para digitalizar las piscinas con cientos de sensores, hidrófonos y alimentadores automáticos, una tecnología con modelos de inteligencia artificial que, dicen sus responsables, permitirá ‘fabricar’ langostinos teniendo en cuenta “su bienestar”. Son las llamadas “Smart Farm” (granjas inteligentes), también conocida como la acuicultura 4.0, cuyo fin es “incrementar la eficiencia y la capacidad de producción”.

Cuando en Ecuador reciben las quejas de la consumidora española al considerar que el langostino es caro, no dan crédito. “ Qué terrible”, responden. “Si realmente incluyeran el coste humano y ambiental que está teniendo en nuestra costa, seguramente no sería un producto tan accesible”, señalan.

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