Los países del Golfo han desplegado durante los últimos años estrategias de sportwashing para lavar su imagen internacional, celebrando mundiales y fichando a superestrellas en sus ligas nacionales
Nota: Recuperamos y publicamos en abierto este reportaje que fue publicado en el Anuario de Consumo Crítico
Por Juan F. Samaniego
“Me llamaba. La copa me llamaba”. Tantos años y tantos intentos después, ahí estaban, cara a cara. El trofeo más cotizado del planeta fútbol frente al mejor jugador del mundo. Fue entonces cuando Leo Messi no pudo resistirse, se saltó el protocolo y tocó y besó la copa antes de tiempo, aquel trofeo ansiado que certificaba a la selección argentina como campeona del Mundial de Catar 2022, el trofeo que iba a hacer estallar la locura a miles de kilómetros de distancia. Pero el gesto de Messi sobre el césped del estadio Icónico de Lusail fue lo único que se saltó el protocolo aquella noche.
El 18 de diciembre de 2022, la final frente a Francia, que coincidió con el Día Nacional de Catar, no solo tuvo a Messi como protagonista. La cara de la derrota la puso Kylian Mbappé, entonces compañero del argentino en el Paris Saint-Germain, un club propiedad del fondo soberano de inversión de Catar. Y, con permiso de los argentinos, la de la victoria la puso Tamim bin Hamad Al Thani, emir de Catar, quien entregó la copa del mundo a Messi al tiempo que le colocaba el besht, una capa transparente que las familias cataríes usan en ocasiones especiales.
Con los ojos de medio mundo sobre la ciudad de Lusail, el estado de Catar (una monarquía absoluta en la que no existe la división de poderes y la familia Al Thani toma todas las decisiones) culminaba con éxito aparente una estrategia deportiva y publicitaria ambiciosa, una estrategia que nos habla, además de deporte, de poder, petróleo y vulneración de los derechos humanos.
Todo empezó en la primera década del siglo XXI y con la vista puesta en 2010. Ese año se produjo la votación para elegir la sede del mundial de 2022, en la que Catar fue escogido por delante de Australia, Estados Unidos, Corea del Sur y Japón. “Se daba por hecho que iba a ser Estados Unidos”, señala José Luis Pérez Triviño, profesor de filosofía del derecho en la Universidad Pompeu Fabra y experto en ética y derecho del deporte. «Por eso Estados Unidos se irritó tanto que en 2015 acabó mandando al FBI a detener a la cúpula de FIFA«. La trama de corrupción destapada entonces acabó con la destitución de Joseph Blatter, que había presidido la federación internacional de fútbol desde 1998.
Poco antes, en 2013, la revista France Football ya había publicado un extenso reportaje en el que acusaba a Catar de haber comprado votos e influencia para ganarse el derecho a celebrar el mundial. Bautizado como Qatargate, el escándalo salpicó directamente al que había sido presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy. Hoy, siguen conociéndose ramificaciones del caso, en el que también están presuntamente involucrados varios miembros del Parlamento Europeo.
“Hay cosas, como la compra del PSG por parte de Catar, que no se pueden explicar sin comprender el respaldo de Francia a la candidatura catarí para el mundial. En la última década, Catar ha sido uno de los principales inversores extranjeros en el país galo. Y en buena medida, esas inversiones han crecido a raíz del apoyo que le prometió Sarkozy al emir para respaldar su candidatura como organizador del mundial de 2022”, añade Pérez Treviño.
Poder blando y sportswashing frente a los derechos humanos
Un mundial de fútbol es una oportunidad publicitaria única incluso para el país con mayor renta per cápita del planeta. Catar lo convirtió en una herramienta poderosa para ganar influencia y llamar la atención a nivel internacional (solo la final entre Argentina y Francia fue seguida en directo por 1500 millones de personas). Pero tanta atención también tiene su lado negativo. Durante los meses anteriores a la celebración del evento deportivo se multiplicaron las acusaciones y los informes señalando las violaciones continuadas de los derechos humanos y laborales en el emirato.
Human Rights Watch recogió, en una guía publicada en noviembre de 2022, todos los abusos que habían sido detectados en Catar: explotación de trabajadores migrantes, condiciones de seguridad laboral inexistentes en la construcción de las infraestructuras del mundial (una investigación de The Guardian calculó que 6500 trabajadores migrantes murieron en la preparación del evento), leyes que niegan los derechos básicos de las mujeres y que incluso castigan una violación con penas de cárcel para la mujer (por considerarla relaciones fuera del matrimonio), represión continua de la comunidad LGTBI+ y vulneración de la libertad de prensa y de expresión.
La situación en el resto de monarquías del Golfo (Arabia Saudita, Bahréin, Kuwait, Omán y los Emiratos Árabes Unidos) no es muy diferente. Un informe publicado por el Parlamento Británico en 2022 recoge violaciones sistemáticas de los derechos humanos en todas ellas, como detenciones arbitrarias, censura, interferencias con la libertad de reunión, tortura, falta de investigación y medidas frente a la violencia de género o amenazas y violencia contra las personas del colectivo LGBTI+. Todas, también, han intentado usar el deporte como instrumento de poder para ganar influencia internacional y lavar su imagen.
“Si dejamos fuera a Arabia Saudí, los países del Golfo son estados pequeños con ejércitos pequeños. Necesitan otro tipo de herramientas de poder para ejercer influencia a nivel global. Para ellos, el fútbol es un instrumento de poder blando”, explica Jan Busse. Este investigador de la Chair for International Politics and Conflict Research de la Universidad Bundeswehr de Múnich sostiene que la estrategia no solo engloba eventos como el mundial, sino también la inversión en clubes de fútbol europeos (como Catar con el Paris Saint-Germain o los Emiratos Árabes Unidos con el Manchester City) y se expande a muchos otros deportes, como la Fórmula 1 o el pádel.
“Creo que en el caso de Arabia Saudí no puede usarse el término poder blando. Encaja más la idea del sport washing, el lavado de la imagen a través del deporte”, añade Busse. “Catar o los Emiratos Árabes Unidos no tenían una mala reputación previa a nivel internacional, porque casi nadie sabía qué pasaba allí. En el caso de Arabia Saudita, conocemos desde hace tiempo las graves violaciones de los derechos humanos, desde la opresión de las mujeres hasta el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en 2018. Arabia Saudí sí necesita el fútbol para lavar su imagen”.
La monarquía absoluta saudita ha invertido de forma importante en deportes en los últimos dos años, comprando el Newcastle en Reino Unido y relanzando su liga nacional, la Saudi Pro League, en la que hoy, atraídos por los elevados salarios, juegan estrellas como Cristiano Ronaldo, Benzema o Neymar. En una entrevista reciente en Fox News, el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salman, reconocía no tener problemas con que todo se viese como parte de una estrategia de sports washing si eso iba a ayudar al país a diversificar sus ingresos y aumentar su producto interior bruto.
“A través del fútbol, los países del Golfo Pérsico persiguen tres objetivos: el blanqueamiento de sus regímenes, la diversificación de sus economías, que son altamente dependientes de los combustibles fósiles, y el incremento de su influencia regional e internacional”, subraya David Gómez, experto en relaciones internacionales y periodista de El Orden Mundial. “No creo que la imagen internacional de estos países haya cambiado en exceso con sus inversiones en el fútbol. En la antesala del mundial de Catar, por ejemplo, hubo peticiones de boicot por las violaciones de los derechos humanos”.
Una estrategia con pies de petróleo
A pesar del historial antidemocrático de los países del Golfo, y más allá de la imagen que puedan o no tener entre los habitantes del resto del planeta, lo cierto es que tanto los organismos nacionales e internacionales del deporte como la mayoría de países occidentales mantienen una relación estrecha con ellos. La geopolítica siempre es un terreno complicado en el que juegan muchos factores, pero en este caso no podría entenderse sin la dependencia de la economía mundial de los combustibles fósiles. En el caso europeo, esta dependencia se ha agudizado tras el estallido de la guerra en Ucrania y la ruptura de relaciones con Rusia.
De acuerdo con Eurostat, los países de la Unión Europea consumieron en 2021 algo más de 327 millones de toneladas de petróleo y derivados, utilizadas como combustible, pero también como base para la producción petroquímica y de productos plásticos. En cuanto al gas, los Veintesiete consumen alrededor de 350.000 millones de metros cúbicos al año, en su mayoría destinados a la producción de calor y electricidad. La producción interna es baja, por lo que la mayor parte de ambos recursos es importada.
Hasta enero de 2022, una de cada tres toneladas de petróleo y uno de cada cuatro metros cúbicos de gas importados por la UE venían de Rusia. Desde entonces, con la invasión de Ucrania de por medio, Estados Unidos, Kazajistán, Omán y Arabia Saudí han escalado posiciones como los principales proveedores de crudo de la Unión. En cuanto al gas, y en especial el gas natural licuado que llega mediante barcos y no gasoductos, Omán y Qatar se han convertido en proveedores prioritarios en una lista en la que también están Argelia, Nigeria y Estados Unidos.
“Los gobiernos occidentales están llevando a cabo políticas que podríamos calificar casi de hipócritas. Por un lado, condenan sotto voce a dichos países por las carencias democráticas y la vulneración de los derechos humanos, pero, por otro lado, llegan a acuerdos comerciales para la adquisición de combustibles. Y no solo eso, algunos países como España también firman acuerdos para la venta de armas”, explica José Luis Pérez Triviño.
Arabia Saudí, además, no solo tiene un papel relevante como suministrador de combustibles fósiles, sino que también ostenta un gran poder de influencia sobre el precio del crudo como líder de facto de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). El petróleo y el gas juegan además un papel indirecto en este complejo sistema de relaciones internacionales y deporte: los combustibles fósiles han convertido a las monarquías del Golfo en algunos de los países más ricos del planeta. Y el dinero abre todas las puertas.
“El caso de Catar vuelve a ser muy ilustrativo. Qatar Airways es el patrocinador principal de las competiciones FIFA. El emirato también controla los derechos televisivos de las competiciones FIFA y de la Champions League [UEFA] en Oriente Próximo y el Magreb a través de beIN Sports. Y además, el presidente de beIN Sports es Nasser Al-Khelaifi, también presidente del Paris Saint-Germain y de la Asociación de Clubes Europeos y miembro del comité ejecutivo de la UEFA y del comité organizador de la FIFA del Mundial de Qatar 2022”, detalla David Gómez.
«¿Cómo va a condenar la FIFA lo que haga Catar si el país está ocupando las principales posiciones de poder y controla a su principal patrocinador?», se pregunta el periodista. “El apoyo de los países occidentales tiene que ver un poco con lo mismo, porque aparte de ser suministradores energéticos muy importantes, los estados del Golfo Pérsico son socios económicos trascendentales”.
“A nivel de relaciones entre países, más allá de la dependencia de los combustibles fósiles, creo que los aficionados al fútbol también tienen su parte de responsabilidad. Mientras acepten esta situación y no se resistan pidiendo estructuras diferentes, más democráticas, o procesos más transparentes, nada cambiará”, concluye Jan Busse. “La FIFA es diferente. La FIFA va a seguir haciendo lo que siempre ha hecho. Es una organización no democrática que solo busca cerrar el mejor acuerdo comercial posible”.
El último episodio de esta trayectoria es reciente. Con los procesos para elegir sede de los mundiales de fútbol en 2030 y 2034 en marcha, la FIFA decidió repartir el primero entre seis países: España, Portugal, Marruecos, Argentina, Paraguay y Uruguay. Como resultado, y tras la eliminación de Australia, solo quedó un candidato para el evento de 2034: Arabia Saudí. El país acogerá también los Juegos Asiáticos de Invierno de 2029 y los Juegos Asiáticos en 2034. Además, en 2019 firmó un acuerdo con la federación española de fútbol, la RFEF, para acoger la Supercopa de España hasta la temporada 2025-2026, un acuerdo impulsado por el entonces presidente de la RFEF Luis Rubiales y el futbolista Gerard Piqué.
Gracias a las estrategias desplegadas durante las últimas décadas, durante 2022 y 2023 los países del Golfo han acabado dando su gran salto internacional. Lo han hecho, en gran medida, de la mano del fútbol, gracias al mundial de Catar, a la Supercopa de España o a la llegada de estrellas a la liga de Arabia Saudí. De fondo, la inquebrantable dependencia de los combustibles fósiles hace que el mundo mire hacia otro lado, dejando que el brillo del deporte oculte la realidad antidemocrática de estos países y su nulo respeto por los derechos humanos.
Imagen: ceremonia de inauguración del Mundial de Qatar 2022./ FIFA