Más de un tercio de todos los alimentos que producimos termina en la basura en las diferentes fases entre la producción y el consumo final. Un problema estructural que contribuye a la crisis social, económica y climática y ha de abordarse de forma amplia y ambiciosa.
Aurora Moreno Alcojor
“¿Tres de leche? Muy bien, le tiro uno. Siguiente”. “Tres kilitos de naranjas, ¿verdad? Espere, que saco uno, y a la basura. Le voy cobrando mientras tanto. Sí, sí, claro, le cobro los tres kilos”. Estamos en un supermercado cualquiera y al pasar por caja, el dependiente tira a la basura uno de cada tres productos que lleva el comprador. Y se los cobra antes. Es la última campaña de Enraíza Derechos. Un vídeo de sensibilización que muestra de forma muy gráfica lo que nos dicen las cifras de forma abstracta: un tercio de todos los productos alimentarios que producimos terminan en la basura.
En efecto, según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), hasta el 32% de los alimentos termina desechándose. De ellos, una parte (más o menos el 19%), corresponde a la hostelería y los consumidores finales, mientras que otra buena parte -alrededor del 13% de todo lo que se produce-, se desecha antes incluso de llegar a los mercados.
Esto, en términos absolutos, supone unos 1.300 millones de toneladas de alimentos desperdiciados cada año. Una cantidad tal que no podríamos cuantificar en piscinas ni campos de fútbol. Y en un planeta en el que cerca de 830 millones de personas pasan hambre cada año y en el que las crisis alimentarias se suceden sin parar.
Es necesario, por lo tanto, analizar en qué momento se produce este desperdicio, cuáles son las causas reales y cómo se puede reducir. “Es fundamental conocer cuánto, dónde, por qué y cómo se desperdicia para poder reducirlo. Necesitamos metodologías de medición rigurosas y armonizadas para poder comparar, además de un análisis cualitativo para identificar las causas del desperdicio en cada eslabón. Los eslabones de esta cadena están interconectados, por eso, el desperdicio puede darse en un eslabón aunque las causas se hayan originado en otro eslabón anterior”, explica Laura Martos, de Enraíza Derechos.
“El hecho de que se produzca un desperdicio tan grande es un indicador de que algo no va bien. Porque ni las empresas ni el productor ni las personas consumidoras tienen la voluntad de tirar”, señala Berta Vidal, responsable del área de conocimiento de Espigoladors, una organización que trabaja contra el desperdicio alimentario. Es un “problema estructural”, coinciden ambas. “Habría que cambiar radicalmente el sistema agroalimentario global, pero como éste es un objetivo extraordinariamente complejo, trabajamos en los aspectos en los que sí podemos incidir directamente”, señala Vidal. Así, por ejemplo, las organizaciones trabajan en la generación de conocimiento, la sensibilización de la ciudadanía o la incidencia política. Además, en el caso de Espigoladors realizan el acompañamiento a empresas para que establezcan sus planes de mejora y trabajan directamente con esos productos desechados, a través de su marca Es-imperfect, una empresa de inserción laboral y transformación alimentaria, a partir de las frutas y verduras no recogidas.

Precisamente las pérdidas producidas en el campo, antes incluso de la cosecha, es uno de los eslabones donde menos información existe. Esto se debe, por un lado, a que los estudios sobre el desperdicio son en realidad muy recientes, ya que comenzaron de mano de la FAO en el año 2011. Y por otro, a que tradicionalmente se ha puesto el foco en las personas consumidoras, donde resultaba más fácil realizar la medición, obviando un poco lo que sucede en los eslabones anteriores. Además, cuantificar lo que sucede en el campo es muy complejo. A pesar de ello, las estimaciones de la FAO hablan de que al menos el 13% de todo el desperdicio se produce entre la cosecha y la distribución. Esta es la cifra que tradicionalmente se ofrece, pero las últimas investigaciones apuntan a que el dato puede estar infradimensionado. El reciente estudio de WWF Driven to Waste: Global Food Loss on Farms estima que podríamos estar hablando de hasta el 15,3% de todo lo producido si tenemos en cuenta la cantidad de alimentos que se pierden en las granjas antes, durante y después de la cosecha. Si a ello le sumamos lo que se desperdicia en el resto de la cadena, la cantidad total se acercaría al 40%, no el 33,3% del que habitualmente se habla. Y, de forma añadida, supondría que el desperdicio alimentario podría ser el causante de hasta el 10% de las emisiones de efecto invernadero.
Pero, ¿a qué se debe esta cantidad de pérdidas en el campo? A menudo se habla de cuestiones relacionadas con la falta de tecnificación o cuestiones de logística, pero también son clave otras cuestiones como las exigencias que se establecen desde el comercio: criterios específicos relacionados con el tamaño de los alimentos, los niveles de maduración, o hasta el color de los mismos. “Se calcula que alrededor del 25-40% de los alimentos como frutas y hortalizas se desperdician por no cumplir criterios del mercado como forma o calibre”, señalan desde Enraíza Derechos. En ocasiones, se debe a criterios fitosanitarios, pero en otras son impuestos directamente por los distribuidores, que alegan que es la clientela la que no los consume. Y, a veces, el problema está en la concepción de la agricultura como un simple negocio y no como el sostén de nuestra alimentación. Por poner solo un ejemplo, en mayo de 2024, una noticia de El País alertaba de que las previsiones eran que España tiraría 400.000 toneladas de limones en la última campaña, según datos del sindicato agrario COAG. Las razones, de nuevo, múltiples: competencia extranjera, plagas, exigencias de los supermercados…, pero, también, el desproporcionado aumento de hectáreas dedicadas a este cítrico en los últimos años debido a las macroexplotaciones impulsadas por fondos de inversión, que vieron ahí una enorme rentabilidad. ¿Dónde está entonces el origen? ¿Sobre quién habría que incidir primero? De nuevo, se trata de un problema global y estructural, que debe atacarse desde diversos flancos a la vez.
Si pasamos a las siguientes fases -comercio, hostelería y consumidores finales-, se calcula que estas son responsables directas de hasta el 19% del desperdicio total. Un porcentaje que respondería a aquellos alimentos a los que no se ha podido dar salida antes de su fecha de caducidad o que los consumidores han comprado pero no utilizado. En el caso de los establecimientos, las políticas públicas han incidido mucho en la obligatoriedad de las donaciones, pero también se hace necesario que las empresas pongan en marcha sus propios planes de prevención, que acepten la diversidad de frutas y verduras y que no privilegien las ventas por encima del desperdicio. Por su parte, la ciudadanía tiene también un importante papel a la hora de elaborar su lista de la compra.
En el año 2009, el británico Tristan Stuart, que ha dedicado media vida a investigar sobre el desperdicio, especialmente en Gran Bretaña, publicó el libro Uncovering the Great waste food scandal (Desvelando el gran escándalo del desperdicio de comida), y entre los muchos ejemplos que pone hay uno especialmente significativo respecto a lo que suponen determinadas políticas de marketing de algunos establecimientos. Se trataba de una cadena de venta de sushi para llevar y su normativa era que, a todas horas, incluso aunque estuviera cercana la hora de cierre, la tienda debía tener llenas las estanterías. De lo contrario, alegaban, la gente mostraba muchos más reparos para comprar, al sentir que se estaba llevando “las sobras”. Se trata de un ejemplo extremo, pero que sirve de reflejo de lo que sucede en algunos establecimientos donde las políticas son similares. Además, en ocasiones, las estrategias de márketing y ventas empujan también en parte el desperdicio en la siguiente etapa. Los descuentos tipo “segunda unidad al 50% o tres productos por el precio de dos”, que suelen responder a problemas de stock o estrategias de venta y tienen poco de descuento, “pueden impulsar a las personas a comprar productos que en realidad no necesitan, con el riesgo de que terminen en la basura”, tal y como señala Martos.
Impacto medioambiental del desperdicio alimentario
Es así como, fase a fase, el mundo termina tirando a la basura esas 1.300 millones de toneladas de alimentos, según los datos más conservadores. Un desperdicio que, más allá del absurdo que significa, tiene además un brutal impacto medioambiental. Si producir un kilo de aguacates tiene una huella hídrica de más de 1000 litros de agua; y uno de carne de vacuno más de 15.000, imaginemos lo que supone tirar a la basura un filete. El limón, por su parte, tiene una huella hídrica muy pequeña, pero ¿qué sucede si se tiran 400.000 toneladas?
Y no es solo agua. Hablamos también del uso de recursos para su cultivo y transporte (tierra arable, pesticidas, maquinaria, energía, combustible…), el consumo de plásticos y otros materiales para su empaquetado y, por supuesto, el coste de la basura generada: cuando los alimentos se pudren en el vertedero, emiten metano, un gas de efecto invernadero más potente que el CO2, tal y como recuerdan desde WWF. Según el informe Emisiones de gases de efecto invernadero en el sistema agroalimentario y huella de carbono de la alimentación en España, elaborado por la Real Academia de Ingeniería, el desperdicio de alimento es, en su conjunto, el responsable del 27% de las emisiones totales del sistema agroalimentario. El impacto, además, es desigual: generalmente son los países menos industrializados los encargados de producir los alimentos para el resto del mundo, cada vez más en grandes espacios destinados al monocultivo, la agricultura intensiva y la exportación. Este tipo de agricultura lleva asociados un fuerte impacto social y medioambiental, que en ocasiones implica acaparamiento de tierras, agotamiento del agua disponible -las compañías sí tienen capacidad para llegar a aguas subterréneas a las que la población no puedo acceder-; emisiones de CO2 y cambios en los usos de la tierra, entre otros aspectos.
Mientras tanto, los datos indican que el mundo no está siendo capaz de reducir el desperdicio, y lo cierto es que en la mayoría de países no existe todavía un marco legal claro que aborde esta realidad. En el ámbito más cercano, cabe destacar que Cataluña aprobó en 2020 su Ley de prevención de las pérdidas y el despilfarro alimentario, pionera en España y Europa, pero, a nivel nacional, el proyecto de Ley de Desperdicio alimentario lleva varios años dando vueltas entre los grupos parlamentarios y los actores del sector. Cuando por fin parecía a punto de aprobarse, incorporando las propuestas de la sociedad civil, la votación decayó por la convocatoria de elecciones y ha vuelto a su punto inicial. En enero de 2024, el Consejo de Ministros aprobó un Proyecto de Ley que no termina de convencer a las organizaciones sociales. Aunque recoge la obligatoriedad de contar con un plan de prevención en las empresas para identificar dónde se producen las pérdidas y cómo mitigarlas, y establece algunas obligaciones para la hostelería; en otros aspectos se limita a señalar las “buenas prácticas” en lo que se refiere a la venta de productos ‘imperfectos’; de productos de temporada, de proximidad o ecológicos. Mientras llega la regulación, es clave continuar con la sensibilización de la ciudadanía ya que, aunque el desperdicio alimentario tiene cada vez más relevancia en la agenda pública. “La magnitud del problema y sus consecuencias son todavía muy desconocidas para la mayor parte de la ciudadanía”, según las investigaciones de Enraíza Derechos. “Nadie cree desperdiciar, consideramos que siempre son los otros (…) Aunque el desperdicio cero es imposible, se puede reducir mucho, y es urgente dedicar esfuerzos y recursos a solucionar esta crisis social, económica y climática”.