Iniciamos hoy una serie de artículos que, desde el enfoque disciplinario de la Economía Social y Solidaria, abordan la cuestión del consumo como acto político con mayor profundidad teórica de lo que hasta ahora habíamos publicado en este blog. Estos artículos parten del texto que elaboramos para el curso ‘Consumo responsable, consciente y transformador’ organizado por Setem. Publicaremos esta serie el último jueves de cada mes: primero analizaremos críticamente el modelo hegemónico para, después, abordar las alternativas desde la ESS.
I.- La lógica consumista penetra las subjetividades
No decimos nada nuevo al afirmar que la principal batalla contra el capitalismo es cultural. Desde el siglo XVI y hasta su consolidación, entre los siglos XIX y XX, como sistema hegemónico en el mundo occidental -y su colonización intensa de nuevos territorios en el pasado siglo-, el sistema capitalista requirió un intenso modelado de las costumbres, de los modos de hacer y pensar el trabajo, la vivienda, la higiene, la familia; de los valores éticos y las prioridades sociales. Las subjetividades de los individuos están, a inicios del siglo XXI, moldeadas según las necesidades de la reproducción del capital. Y eso se aprecia en el consumo mejor que en ningún otro ámbito de la vida social: estamos permeados por la ideología del consumo o, mejor cabría decir, del sobreconsumo.
No pocos autores han indagado en los motivos psicológicos y sociales del consumismo, o han intentado desentrañar el modo en que el capitalismo inserta sus lógicas en las subjetividades. [1] Una de esas tentativas es el concepto de modernización de la pobreza popularizado por el austríaco Ivan Illich:
«El concepto “modernización de la pobreza” (Illich, 1978) se refiere a una experiencia de empobrecimiento de las capacidades mentales y operacionales en el momento de hacer frente a los problemas cotidianos, que termina por transformarse en necesidad de consumir. Cuando impera este tipo de pobreza y desarraigo, se produce una pérdida gradual de las capacidades individuales y colectivas, que antiguamente estaban generalizadas formando parte de la cotidianidad y que servían para suplir ciertas necesidades básicas. Esta pérdida convierte, de este modo, a la sociedad moderna en una sociedad dependiente, cada vez más, de las relaciones de compra y venta en las que la moneda juega un papel de intermediaria. Ésta es otra de las consecuencias que surgen al dar prioridad al mercado y situarlo por encima de los valores de la vida, con la consecuente reducción del tiempo dedicado a las cosas que no sirven para la producción de capital –como, por ejemplo, el tiempo que se pasa en familia, con los amigos o la comunidad, o en la naturaleza. […] Cada vez más desprovistos de herramientas para su autonomía, el hombre y la mujer actuales se van volviendo, progresivamente, incapaces de definir sus necesidades a partir de la propia experiencia. Este modelo de individuo busca la libertad de superar el dominio de la necesidad a través del consumo de los medios de satisfacción, pero olvida que la libertad no significa desaparición de las necesidades, sino que es la autonomía a sus propios imperativos.» [2]
Esa tendencia es la que anticipó Karl Marx al hablar del fetichismo de la mercancía: la separación del productor de sus medios de producción y los mecanismos del mercado autorregulado favorecen la separación del proletario del fruto de su trabajo, y provoca también la separación del productor y del consumidor; conlleva, también, una invisibilización de las relaciones personales -y de poder- que están por detrás de la producción y el consumo. Cuando tomamos un producto del estante del supermercado, resulta mucho más difícil pensar en las personas que están detrás del ciclo de producción -quién extrajo la materia prima, quién lo fabricó, quién lo transportó, quién nos lo está vendiendo- que cuando compramos en una pequeña tienda local y le pedimos el producto a un tendero que conoce bien su mercancía; o, más aún, cuando nos organizamos en un grupo de consumo y compramos directamente al productor.
En tiempos de la globalización, el fetichismo de la mercancía se ha reforzado con la deslocalización de la producción: lo que consumimos no sólo lo produjo alguien que no conocemos, cuyas condiciones laborales ignoramos, sino que además vive muy probablemente en la otra punta del planeta. Esto hace que cada vez sepamos menos de las condiciones de producción. Es por ello que podemos estar contribuyendo con formas abyectas de explotación -del ser humano o de la naturaleza- sin siquiera sospecharlo, toda vez que los medios de comunicación no suelen hacerse eco de los impactos sociolaborales del consumo, o si lo hacen -hablando, por ejemplo, del trabajo esclavo o del trabajo infantil-, no aportan una visión holística que muestre las complicidades que se dan cita a lo largo de la cadena de producción.
Pero, si al consumir podemos contribuir con lo abyecto, entonces también podemos construir colectivamente otras formas de producción y consumo: ese es el sentido de entender el consumo como un acto político. De un lado, el consumidor crítico entiende que el sistema económico capitalista es insostenible de modo estructural; por lo tanto, la injusticia social y la crisis ecológica no pueden solventarse con pequeños cambios, se trate de innovaciones tecnológicas, como puedan ser los vehículos “ecoeficientes” o el reciclaje a nivel colectivo, o de cambios en las conductas individuales de consumo. Y, sin embargo, el consumidor crítico y solidario, una vez sabedor de las consecuencias sociales y ambientales de sus gestos cotidianos de consumo, se esforzará por escoger entre las opciones de las que dispone mirando algo más que el precio o la calidad del producto: interrogándose por quién lo produjo o dónde irá a parar el embalaje.
En el camino, previsiblemente el consumidor crítico conocerá nuevas alternativas de producción y consumo que no sólo implican minimizar su huella ecológica o apoyar a productores locales, sino que pasan por la descolonización de esas subjetividades capitalistas. [3] Como cuando entendemos que un grupo de vecinos puede compartir herramientas, electrodomésticos, vehículos, en lugar de acumularlos, sin apenas uso, cada uno en su hogar. O cuando nos preguntamos qué es más importante, tener o disfrutar. [4]
** Imagen: Daniel Lobo, Flickr.
[1] Foucault, por ejemplo, estudió los mecanismos disciplinarios que hicieron posible la consolidación del capitalismo. En Calibán y la Bruja, Silvia Federici analiza las consecuencias de ese proceso para las mujeres y la delimitación de los roles de género en las sociedades capitalistas. Su conclusión es que no esa “colonización” de las subjetividades no fue tarea fácil: requirió de tres siglos, leyes y represión -incluida la caza de brujas- para dejar el terreno allanado a la expansión capitalista.
[2] Cuaderno de Consumo Ético de Alianza 21 (p.10). El subrayado es nuestro. Texto completo disponible en: http://www.socioeco.org/bdf_dossier-48_es.html.
[3] La teoría de la decolonialidad latinoamericana ha sido muy fructífera en el análisis del colonialismo como dimensión intrínseca del capitalismo de origen europeo y aspiración universal. Recomendamos, para profundizar en este tema, revisar la obra del peruano Aníbal Quijano y el colombiano Arturo Escobar.
[4] Tener o disfrutar es el título del especial dedicado al consumo de la revista Es Posible, disponible en: http://base.socioeco.org/docs/esposible_n36.pdf