En su catálogo hay pastas, legumbres, infusiones, galletas, queso, dulces y una larga lista de productos que comparten una característica: haber sido producido por proyectos de trabajo autogestionados -más allá de si legalmente se constituyen o no como cooperativas- que prestan atención al impacto ambiental de su actividad. Su lema es: «Detrás del consumo siempre están los productores». O también: «Cambiando nuestro consumo, cambiamos realidades».
La cooperativa Colectivo Solidario se dedica a distribuir y comercializar «productos de la economía social y solidaria» en Buenos Aires, a través de su puesto de venta en un Mercado Solidario ubicado en el barrio de Palermo, y también a través de los pedidos que gestionan desde su página web. “En 2009, un grupo de personas empezamos a hablar de consumo, del fenómeno de fábricas recuperadas, del trabajo cooperativo; y nos dimos cuenta de que, a pesar de las dificultades, algunas de esas empresas funcionaban y su problema es que no eran capaces de vender», cuenta Leo Chiesa, uno de los fundadores de la iniciativa. «Podían hacer un buen producto, pero no sabían cómo venderlo. Así es que empezamos a repensar el consumo desde la perspectiva de la distribución, y fuimos conociendo cooperativas productoras”, relata.
Cuando echaron a andar hace seis años, distribuían los productos de tres cooperativas; hoy ya son 30. Colectivo Solidario trabaja con “cooperativas pequeñas de toda Argentina, que necesitan apoyo con los canales de distribución”. Un ejemplo: mientras los grandes distribuidores pagan a 60 o a 90 días, unas condiciones difíciles de sostener para un pequeño distribuidor, Colectivo Solidario paga al contado. También, si lo requieren, les brindan asesoría y capacitación, “sobre todo en cuanto a construcción de precios: existe una cultura tradicional de la sobreexplotación”, explica Leo.
Entre los productos que comercializa Colectivo Solidario está la miel agroecológica de la cooperativa El Espinal, que orienta su actividad, dicen ellos, a “insertar a los apicultores en el mercado de una manera más favorable”. Su activismo político es evidente: se trata de que el pequeño apicultor pueda “producir y vivir bajo otras lógicas distintas a las altamente productivistas y consumistas impuestas por el sistema de pensamiento único que predomina en la sociedad, cuyos modos alientan a la individualidad y la fragmentación social”. La idea es ir transitando hacia otro modo de pensar el consumo, que minimice los márgenes de beneficio que atesoran las grandes empresas, para sustituir la lógica de la ganancia por la del justo precio: justo para el productor y para el consumidor.
Lo cierto es que el modelo hegemónico de la distribución se ha convertido en un sector oligopólico que conforma los precios y controla la oferta. Si la tendencia es mundial, para el caso argentino es aún más notorio: los grandes distribuidores (Carrefour, Dia, Coto) y los grandes productores (Molinos Río de la Plata, Arcor) controlan los precios a través de dudosas estrategias que en Argentina incluyen la manipulación de ‘stocks’: “Hay prácticas habituales perversas, como esconder productos para fomentar el desabastecimiento: puedo dar constancia de que Dia lo hizo con la yerba mate cuando hubo problemas de abastecimiento en 2010 y 2012, y creo que la práctica es generalizada”, afirma Leo.
El espejismo de la libre elección
En su opinión, “en Argentina queda claro cómo tras la discusión sobre el precio hay una disputa por la captación de la renta”. Los grandes distribuidores pagan mal y tarde a los productores, pero aplican enormes márgenes de ganancia, por lo que el consumidor termina pagando muy caro por los productos; a veces, más que cuando se trata de productos de la economía social y solidaria, como demuestra un estudio realizado por el Colectivo Solidario para “desmontar el mito del supermercado barato”.
“Una sola empresa llega a cubrir toda la canasta básica. ¿De qué libertad de elección del consumidor hablamos entonces?”, se pregunta Leo. La fantasía del “oasis de libertad” del consumidor que genera la visión de decenas de estantes cargados de coloridos paquetes de distintas formas y tamaños oculta la realidad de que nuestras opciones cada vez son más limitadas: casi todos esos productos son elaborados por un pequeño grupo de grandes multinacionales, y se venden en un puñado de cadenas de hipermercados o de tiendas de descuento que pertenecen al mismo grupo.
El consumidor cada vez tiene menos opciones para comprar alimentos y los productores, menos alternativas para distribuir sus productos. Es la llamada teoría del embudo: de un lado hay millones de consumidores; de otro, miles de productores; y en el medio, unas pocas cadenas de distribución que marcan las reglas del juego, pagan precios bajos a los productores y privilegian en sus estantes productos industrializados y poco saludables y alimentos “kilométricos” o “viajeros”, que vienen de la otra esquina del mundo.
“La idea es que con mi renta quiero favorecer cierto tipo de procesos; el consumo es un hecho político. El comportamiento individual no cambia las cosas, se reduce al capitalismo verde, al consumo verde; uno se queda tranquilo, o come más sano, pero no cambia en absoluto las estructuras”, afirma Leo. “Por eso, más que hablar de consumo responsable, hablamos de consumo crítico y solidario”.
“Cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales”, escribe el filósofo brasileño Euclides André Mance. Del mismo modo, cada acto de consumo puede ser una forma de activismo que nos lleve hacia un mundo más justo, más humano, y que, en lugar de alienarnos, nos ayude a desarrollar nuestras capacidades.