Artículo originalmente publicado en Mundo Negro. Texto y foto por Aurora Moreno Alcojor
El Gobierno de Camerún apuesta por la palma aceitera porque es positivo para la economía y el empleo. Sin embargo, los campesinos y las organizaciones medioambientales opinan que las grandes concesiones no dejan más que degradación y campesinos expulsados de sus tierras.
A finales del año pasado, un grupo de campesinos entregaba al presidente camerunés, Paul Biya, una petición firmada por 180.000 personas contra la explotación abusiva de tierras, y con la demanda explícita de no renovar la concesión a la empresa SGSOC, dedicada a la plantación de palma aceitera. Este acto era solo el último de una larga lista de movilizaciones contra las grandes concesiones de tierras que el país ha puesto en manos de empresas extranjeras. Entre ellas, varias dedicadas a este tipo de explotación.
El caso de SGSOC –Global Sustainable Oils Cameroon, filial de la norteamericana Herakles Farm– es tan solo uno de ellos, pero probablemente el más llamativo por la gran repercusión que ha tenido. Esta empresa recibió en el año 2009 una concesión de 80.000 hectáreas en la zona oeste del país, cerca de la frontera con Nigeria. Una extensión tan desorbitada que desató las protestas de organizaciones campesinas y medioambientales y que, tras la presión popular, fue finalmente reducida a 20.000 hectáreas, tras la intermediación del mismísimo Biya, en el poder desde 1982.
Camerún es un país inmensamente fértil, especialmente en su mitad sur, con amplias precipitaciones y un subsuelo rico en minerales, y no es raro recorrer cientos y cientos de kilómetros entre inmensas plantaciones de plátanos, caucho, piñas o palma aceitera. El problema es que estas grandes industrias han terminado por competir por las tierras con los agricultores locales, que en los últimos años se han organizado frente a ellas.
Herakles Farm fue especialmente rechazada no solo por el gran tamaño de la concesión, sino también por los fallos en el estudio de impacto ambiental (obligatorio según la legislación nacional) y la desconfianza hacia la empresa: existían dudas sobre sus intenciones, tal y como explicaba el director del Centro para el Medioambiente y el Desarrollo de Camerún (CED), Samuel Nguiffo: «Algunas concesiones de tierras son interesantes no solo por lo que se pueda plantar, sino por la madera de los bosques que hay en ellas», por lo que hay que estar muy atentos al desarrollo de las plantaciones.
Nasako Besingi, director de la ONG SEFE (Struggle to Economise Future Environment) y uno de los principales impulsores de la movilización contra Herakles Farm, señalaba otro problema: la concesión se situaba en una zona de especial interés medioambiental, entre el Parque Nacional de Korup y el área protegida de Rumpi Hills, un lugar habitual de paso para animales salvajes. Besingi fue uno de los responsables del éxito que supuso la marcha atrás del Gobierno, pero ser la cara visible de las protestas le ha traído enormes consecuencias: la empresa le acusó de difamación y desde entonces ha tenido que hacer frente al sistema judicial y a varias multas para evitar ir a la cárcel.
Impacto medioambiental
También ha habido conflicto en la Reserva de la Biosfera del Dja, que forma parte de la cuenca del río Congo, y en la que habitan chimpancés, gorilas, elefantes y leopardos dentro de lo que la UNESCO ha definido como «una de las selvas tropicales más grandes y mejor protegidas de África». Allí al lado hay desde 2010 una concesión para la explotación de caucho de 45.000 hectáreas y también allí puso sus ojos BioPalm (subsidiaria de la multinacional india Siva Group), en una zona en la que viven diferentes grupos de pigmeos: los bagyelis, los bassas y los bakokos. La población local se opuso con firmeza al proyecto, pero este siguió adelante.
Un tercer caso es el de Socapalm, una empresa de origen estatal que a raíz de las privatizaciones obligadas por los Planes de Ajuste Estructural de los 90 pasó a manos de la compañía franco belga Socfin-Bolloré. Desde entonces, las condiciones de los trabajadores de sus seis plantaciones y las de los campesinos de las zonas aledañas se han deteriorado considerablemente, tal y como explica Danielle Obiang, líder local en Bidou III –al sur de Kribi– y miembro de la red nacional de campesinos de Camerún, Synaparcarm: «Socapalm lo ha tomado todo, no queda espacio para nosotros. Y a cambio no tenemos nada: ni agua, ni centros de salud, ni escuela… Las mujeres sufrimos porque si vas a coger nuez de palma en la plantación te acusan de haber robado, pero si no tenemos acceso a nada, no podemos hacer nuestro aceite. Hemos intentado negociar con ellos para tener nuestras propias plantaciones, pero no nos han apoyado. Nosotros no tenemos dinero, hay que pagar 1.200 francos CFA por cada palmera. ¿De dónde lo sacamos?».
Frente a esta gran empresa, que tiene intereses muy diversos en toda África y plantaciones de palma en Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona, Camerún y –fuera del continente– en Camboya, los campesinos se han unido en la Alianza Internacional de Campesinos y Ribereños de las plantaciones Socfin-Bolloré, apoyados por una pequeña ONG francesa, ReAct. Su representante internacional es Emmanuel Elong, que expone una larga lista de problemas: «La contaminación de las aguas por el uso de agroquímicos en las nuevas palmeras; la falta de infraestructuras y el mal mantenimiento de las que hay (los trabajadores viven en campamentos dentro de las plantaciones, en las mismas casas que se construyeron en los 70 y con cada vez menos puestos escolares y de salud) y, por supuesto, el acaparamiento de tierras, hasta el punto de no permitir a los campesinos de las zonas aledañas tener sus propias plantaciones».
Aumentar la producción
Sin embargo, el Gobierno de Camerún no tiene ninguna intención de cambiar de rumbo en su proyecto declarado de hacer del país un gran productor de aceite de palma. Es más, el Ejecutivo ha visto en la agricultura a gran escala una salida a las dificultades económicas y a la elevada tasa de desempleo que sufre el país.
Ya en 2015, el entonces ministro de Agricultura, Essimi Menye –en la actualidad exiliado en Estados Unidos– explicó que el objetivo era aumentar la producción un 26 por ciento antes de 2018, puesto que consideraba este sector como «un elemento principal de la política de crecimiento, empleo y reducción de la pobreza». En la misma línea, en octubre del año pasado, el responsable de Economía, Planificación y Ordenación del Territorio, Louis Paul Motaze, firmaba un préstamo de 58.600 millones de francos CFA (unos 89 millones de euros) con el Banco Africano de Desarrollo (BAD) para financiar el sector agrícola, con especial atención al cultivo de palma, piña y banana. Un proyecto puesto en marcha en 2017 en cinco regiones de Camerún y que durará un lustro. Son, en general, actividades orientadas a la exportación –o, al menos, reducir las importaciones, en el caso de la palma–, con el objetivo de disminuir la dependencia del exterior y conseguir divisas.
¿Pero qué es lo que ha hecho de este pequeño fruto rojo un codiciado objeto de deseo? En primer lugar, el aceite de palma refinado se ha convertido en un ingrediente esencial para la mitad de los productos procesados que se encuentran en los supermercados de todo el mundo. Desde las galletas a las patatas fritas, pasando por jabones, es difícil encontrar alimentos procesados que no lo lleven. Su demanda, por lo tanto, ha aumentado enormemente, mientras que la producción no puede extenderse fácilmente porque la palma aceitera solo crece bien en determinados contextos: principalmente muy húmedos y calurosos. Durante años, Malasia e Indonesia produjeron prácticamente la totalidad del aceite de palma del mundo; el resultado fue una terrible degradación medioambiental y una extenuación de las tierras, aunque también divisas para el Estado y grandes beneficios para algunos.
En la última década, ante la escasez de nuevas tierras en el sudeste asiático y el aumento internacional de la demanda –a la que se suman los países emergentes, que consumen cada vez más alimentos procesados–, el modelo ha comenzado a implantarse también en los países de África occidental, de donde por cierto, era originaria esta planta. Es el caso de Nigeria y Costa de Marfil –principales productores del continente–, pero también de Sierra Leona, Liberia, Congo, Gabón, Togo o Benín. Y en todos se reproducen las mismas quejas por parte de los campesinos afectados: la cesión de tierras se hace sin tener en cuenta los derechos de las personas que viven y trabajan en ellas –que en muchas ocasiones no tienen títulos de propiedad sobre las mismas, especialmente si son mujeres– y los beneficios prometidos no terminan de hacerse realidad. Cuando se firman los convenios de cesión, las empresas prometen la creación de puestos de trabajo, infraestructuras viarias, centros de salud y escuelas. Sin embargo, la realidad dista mucho de lo prometido.
Para empezar, estas concesiones tienen lugar en tierras extremadamente fértiles, de las que los habitantes se alimentan desde hace siglos. Al ser cedidas a las empresas, lo primero que estas hacen es arrancar la vegetación existente, un proceso de deforestación que puede provocar graves problemas en la cuenca del río Congo, considerada el segundo mayor pulmón del planeta.
Efectivamente, es la segunda selva más grande del mundo, solo por detrás de la del Amazonas, y en ella vive una inmensa variedad de especies animales y vegetales. Con el fin de preservarla, WWF puso en marcha en 2012 un programa para reducir la huella ecológica de la agroindustria sobre los cinco países que la componen: Gabón, Congo, Camerún, República Democrática de Congo y República Centroafricana. Una política que pretende trabajar con las autoridades y las compañías que se instalan para que tomen «decisiones responsables», tal y como explicaba Ludovic Miaro, coordinador del programa regional de aceite de palma de WWF en Camerún. Sin embargo, otras organizaciones, más combativas, no comparten estos planteamientos, pues defienden que el modelo de agroindustria que proponen es incompatible con la sostenibilidad del terreno.
Plantaciones masivas
Según el informe Planète Huile de Palme, de la organización internacional Grain, en los últimos 15 años, en África occidental se han firmado más de 60 contratos para el establecimiento de plantaciones de palma, y estos afectarían a más de 4 millones de hectáreas. Los datos son, generalmente, muy opacos, y los Gobiernos están firmando acuerdos sin apenas transparencia, por lo que los problemas han surgido en casi todos lados.
En Gabón, por ejemplo, donde la zona boscosa cubría hace no mucho casi un 80 por ciento del territorio, el Gobierno está cediendo enormes extensiones a la empresa agroindustrial Olam, con origen en Singapur, que afirma haber plantado ya 58.000 hectáreas de palmeras. En Liberia, la Golden Veroleum ha firmado un contrato por el que obtiene la cesión de 220.000 hectáreas para los próximos 65 años, y en Sierra Leona, los enfrentamientos entre campesinos y la empresa Socfin han sido recurrentes. Por otra parte, las propias empresas africanas también han visto un filón en la palma y la compañía keniana Bidco Oil Refineries –el mayor fabricante de aceites vegetales en África– ha sido acusada de expropiación de tierras por su proyecto para plantar 26.5000 hectáreas de palma en las paradisíacas islas Bugala –donde existe uno de los ecosistemas más singulares del mundo–, pero el Gobierno ugandés les ha eximido de toda responsabilidad.
En República Democrática de Congo, donde el Gobierno ha cedido más de 400.000 hectáreas a la sociedad Atama Plantation –de origen malasio–, el caso de la empresa Feronia desató la polémica internacional no solo por los problemas habituales –deforestación, malas condiciones laborales o trabajo infantil– sino porque, además, la empresa contó con el apoyo del Fondo Africano para la Agricultura, en el que están presentes diversas agencias de cooperación nacionales, entre ellas la británica y la española, tal y como denunció en su día la Plataforma 2015, que agrupa a varias organizaciones.
Destacado: La palma, originaria de África Occidental
La palma aceitera es originaria de África occidental y allí se ha utilizado desde tiempos inmemoriales no solo transformada en aceite para cocinar platos tradicionales, sino también como loción para el cuerpo y en la fabricación artesanal de jabones. Todavía hoy basta con acercarse a las poblaciones situadas junto a los palmerales para ver cómo se produce, a mano, este sabroso aceite, de un intenso color rojo –y que nada tiene que ver con el que llega, ultraprocesado, a los alimentos de nuestros supermercados– de la mano de mujeres y hombres. Precisamente son las mujeres quienes históricamente han tenido una mayor relación con este aceite, no solo por utilizarlo en la preparación diaria de la comida, sino porque son principalmente ellas quienes lo venden –embotellado en pequeños recipientes o en botellas de plástico– en los cruces de caminos. Se trata de un aceite por el que se llega a pagar un alto precio, especialmente en tiempos de mala cosecha o en función de su coloración: cuanto más rojo, más caro. Hoy en día, algunas cooperativas han comenzado a trabajar con grupos de mujeres para ayudarles a crear sus propios aceites con certificado de sostenibilidad y venderlos local e internacionalmente.