Cada vez más, las grandes empresas, inclusive las más contaminantes, gastan un importante presupuesto para convencernos de que son sostenibles. No es sólo un ardiz publicitario: están en juego los fondos del New Green Deal. Y la posibilidad misma de una transición socioecológica que sea democrática y socialmente justa
Se ha hablado mucho de la capacidad del capitalismo para cooptar y hacer suyas las demandas de los movimientos sociales, hasta vaciarlas de sentido. Si esto es así para el feminismo (feministwashing, purplewashing), resulta aún más evidente el ‘lavado verde’ o greenwashing, esto es, las estrategias de marketing pensadas para confundir a la opinión pública de modo que parezcan sostenibles actividades económicas o empresas que son contaminantes.
Cuando, en diciembre de 2019, Madrid albergó la COP25 (Conferencia de Partes, en sus siglas en inglés) porque las manifestaciones masivas en Chile impidieron su celebración en Santiago, las empresas más contaminantes del Estado español desplegaron su marketing ‘verde’ haciendo alarde de sostenibilidad y conciencia ambiental. Pronto saltaron a la vista algunas incongruencias: la principal patrocinadora del evento fue Endesa, que es también la firma que más emisiones genera a escala estatal. Según el Observatorio de la Sostenibilidad, Endesa -antigua empresa pública y hoy parte de la transnacional con sede en Italia Enel- genera un 9,3 por ciento de las emisiones de dióximo de carbano del Estado, y posee las cuatro centrales térmicas más contaminantes.
Entre los patrocinadores figuraron también el BBVA y el Banco Santander, que invierten millones en la economía petrolera, y Seat, que forma parte del Grupo Volkswagen, el mismo que hace cinco años protagonizó el llamado dieselgate, esto es, la instalación ilegal de un software que permitía engañar acerca de las emisiones de óxidos de nitrógeno de once millones de automóviles, que superaban hasta 40 veces el límite legal establecido en Estados Unidos. No parecieran los socios más confiables para avanzar hacia una transición socioecológica.
Por su parte, el presidente de Repsol, Antonio Brufau, protagonizó discursos propios de un militante ecologista y expuso su intención de “convertir el problema en solución”, mientras hablaba de la necesidad de reducir el uso del carbón. Y la multinacional Iberdrola aprovechaba para anunciar el cierre de sus centrales de carbono, argumentando que la iniciativa respondía a su compromiso verde, a pesar de que fue la normativa europea la que obligó a la empresa a echar el cierre a aquellas centrales que sobrepasan las emisiones permitidas.
Entonces, ¿se trata de mero maquillaje verde? Sí y no. Así lo explica Luis González Reyes, doctor en Ciencias Químicas y miembro de Ecologistas en Acción: “Hay una parte clarísima de estrategia publicitaria, de pura imagen: la sociedad tiene cada vez más demandas vinculadas a lo ecológico, y las empresas responden. Cuando Endesa dice que es sostenible siendo la eléctrica más sucia que existe en España, es mentira; o Repsol, cuando ser una petrolera ‘verde’ es una contradicción en términos. Pero hay algo que va más allá del marketing y que apunta a que vamos a un mundo post-petrolero, y las empresas deben adaptarse”. Es decir: hemos chocado contra los límites del planeta, comenzando por las reservas de hidrocarburos, mientras que las fuentes renovables constituyen una opción más rentable incluso en términos monetarios; así que las empresas tratan de reposicionarse en el mercado.
La crisis ambiental como oportunidad de negocio
“Se han dado cuenta de que el futuro es renovable y quieren estar en ese futuro. La energía fotovoltaica ya es más barata; además, existen grandes riesgos para los activos que emiten dióxido de carbono. Así que no es que se conviertan de repente al credo de las renovables, sino que ven oportunidades de negocio y no se quieren quedar fuera”, apunta Marta Victoria, doctora en Energía Solar e integrante del Observatorio Crítico de la Energía y de la Fundación Renovables. Ella ejemplifica con el caso de Iberdrola: “Sus portavoces se posicionaron durante años contra el autoconsumo, pero una vez se aprobó, se lo ofrecen a todos los clientes”.
No es poco lo que hay en juego: cada vez se habla más del Green New Deal y de su vertiente europea, el Pacto Verde Europeo. Se trata de una hoja de ruta para alcanzar la sostenibilidad de la economía, y contará con una importante financiación para facilitar la transición. Las empresas se arriesgan a quedarse fuera de ese pastel si no son calificadas como sostenibles; así que el ‘lavado verde’ es mucho más que marketing; y participar en cumbres como la COP permite a estas empresas estar más cerca de la toma de decisiones y, por tanto, ejercer su poder de lobby.
A estas alturas, es cada vez más difícil negar el impacto en el clima de la economía basada en el petróleo; en ese contexto, las mayores petroleras del mundo han gastado mil millones de dólares, según ha desvelado la onegé británica InfluenceMap, para bloquear medidas contra el cambio climático. Es sabido también -y lo documentó al detalle la investigación YoIbextigo de La Marea– que las energéticas españolas ostentan un gran poder en la toma de decisiones políticas; y que es una constante la dinámica de las puertas giratorias entre altos cargos del Gobierno y el Consejo de Administración de corporaciones como Endesa, Gas Natural Fenosa -ahora Naturgy-, Eneagás, Iberdrola, Repsol y Red Eléctrica de España.
Probablemente sea el poder de lobby que tan bien conocen los pasillos de Bruselas lo que está detrás de la ambigüedad del texto del Reglamento 2020/853 de la Unión Europea, que está en vigor desde el 13 de julio de 2020. La Fundación Renovables apunta que esa normativa puede poner en riesgo la transición energética y alargar la dependencia energética de los combustibles fósiles. Uno de los artículos más polémicos es el tercero, que concede la cualificación de “ambientalmente sostenible” a una inversión que “contribuya sustancialmente” y “no cause ningún perjuicio significativo” a los objetivos ambientales que considera el Reglamento. ¿Qué significa un “perjuicio significativo”? ¿Y una “contribución sustancial? “Esa frase es de una laxitud que se abre a múltiples interpretaciones, y el Reglamento no dice cómo se va a evaluar”, explica Marta Victoria.
Otro problema tiene que ver con que una tecnología puede alcanzar la cualificación de “ambientalmente sostenible” si reduce sus emisiones: “Eso significa que si tengo una central con muchas emisiones y logro hacerla más eficiente, lograré la etiqueta de sostenible aunque siga siendo muy contaminante; y así podré tener acceso a los fondos de inversión del Green New Deal”, añade. ¿Qué tan verde terminará por ser ese Green New Deal si lo dejamos en manos de grandes multinacionales cuyo objetivo es el aumento de sus beneficios?
Cambiar algo para que nada cambie
En el contexto europeo, es difícil eludir la inminencia de una transición energética: la vía de la descarbonización es obligada, pero existen dos vías. Una es concebir una transición socioecológica justa, basada en políticas progresivas, que afronte una transformación del sistema energético en su totalidad: es decir, que no sólo se contemple la eficiencia de las matriz energética -la oferta- sino también la necesidad de disminuir la demanda energética, a través de cambios profundos en el transporte, la vivienda e incluso en el sistema agroalimentario, que es uno de los sectores más emisores de la economía global.
La pregunta sería, entonces, ¿una transformación de tan largo alcance es compatible con la supervivencia del sistema capitalista? “Empresas como Repsol o Endesa tienen que maximizar el beneficio para garantizar su supervivencia, y eso implica aumentar la explotación de las personas y de la naturaleza. Para seguir creciendo, las empresas necesitan consumir más energía y materiales; ahí existe una contradicción irresoluble entre el funcionamiento de una empresa capitalista y los límites biofísicos”, opina Luis González Reyes. El economista Joan Martínez Alier lo expresa con contundencia al referirse a la idea de “desarrollo sostenible” como un oxímoron, una contradicción en los términos. “Capitalismo verde” es otro oxímoron. Pero, mientras esa convicción no arraigue en el imaginario popular, la disputa discursiva es central.
En esa disputa aparece una segunda forma de concebir la transición energética: centrada en la matriz, la innovación y la eficiencia tecnológica, sin tocar todo lo demás. Un buen ejemplo de este dilema lo encontramos en la energía solar: “La fotovoltaica tiene la gran ventaja de que es distribuida, la puedes poner en los tejados, como en Alemania, que tiene sobre los tejados el 40 por ciento de la potencia instalada; así, se genera más empleo, más tejido productivo y todos somos parte del sistema energético”, argumenta Marta Victoria. Y prosigue: “En España, hemos tenido durante años una pésima regulación sobre autoconsumo; se trata de una norma muy influenciada por las grandes empresas, que ahora lo promueven, pero en grandes plantas, con lo que sigue siendo una energía más eficiente, pero no se capturan otras ventajas, como la mayor participación ciudadana. Pero es que la democratización del sistema energético no se puede producir sin un cambio en la legislación; el cambio no puede ser sólo tecnológico”.
La creencia en un mercado de competencia perfecta que se autorregula a través de una ‘mano invisible’ es un axioma de la ciencia económica que sigue intacto pese a que, hoy, la mayor parte de los mercados, y más aún el de la energía, están atravesados por una profunda asimetría de poder. “El Gobierno planea otorgar subsidios a las renovables, pero esos fondos serán captados por las grandes empresas, porque Iberdrola tiene una capacidad para diseñar proyectos con la que no cuenta una pequeña cooperativa”, opina la fundadora del Observatorio Crítico de la Energía.
“El tecno-optimismo es peligroso: transmite la idea de que no hay problemas; de que la innovación tecnológica resolverá el problema del cambio climático. Pero podemos vernos frente a un futuro distópico en que unos pocos pueden emitir mucho, mientras la mayoría soporta los peores impactos”, añade Victoria. En ese sentido, el ‘lavado verde’ tendría también la función de diluir la conflictividad social. Así lo expresa Kathrin Hartmann, autora del documental La mentira verde: “Debemos ser conscientes de que las empresas crean armonía para evitar conflictos, pero los cambios se consiguen con conflictos”.
*Artículo publicado originalmente en el monográfico Energía publicado por Píkara en colaboración con Goiener. Puedes hacerte con él aquí.