La población rechaza la presencia de estas factorías debido a sus efectos sobre la seguridad alimentaria y el medio ambiente. La sobrepesca, los malos olores y la inadecuada gestión de los residuos son algunas de las quejas más recurrentes. Las mujeres encargadas de vender el pescado en la lonja se encuentran entre las principales afectadas.
Gungur es una ciudad de unos 30.000 habitantes, centro de peregrinación religiosa y hogar de la reserva de vida salvaje Bolong Fenyo. Situada a 28 kilómetros al sur de la capital de Gambia, Gungur fue también la primera de las ciudades del país en acoger una fábrica de transformación de pescado. Era el año 2015 y, en un primer momento, la inversión fue bien acogida por las poblaciones y, sobre todo, por el Gobierno. Sin embargo, desde hace ya años, las quejas arrecian por doquier. Los pescadores locales, las mujeres encargadas de ahumar y vender el pescado, los grupos ecologistas y casi todos aquellos que viven cerca de la fábrica rechazan ahora el proyecto.
Sardinella from richard zalduendo on Vimeo.
Corto realizado por el documentalista Richard Zalduendo en Gambia en el año 2020.
Efectivamente, en Gambia, -un pequeño país de la costa occidental africana de menos de tres millones de personas-, este tipo de factorías están provocando un profundo impacto social. Desde el año 2015, el país ha visto asentarse en sus costas a tres empresas de elaboración de harinas y aceite de pescado: fábricas que utilizan peces capturados en alta mar (principalmente bonga y sardinella) para elaborar productos que posteriormente se exportan para alimentar a otros animales (peces más grandes, ganado, mascotas…), o para la fabricación de preparados alimenticios y aceites.
Estas tres fábricas se encuentran, además de en la mencionada Gunjur, en las ciudades costeras de Kartong y Sanyang, esta última, un conocido enclave turístico de apenas 7.000 habitantes. En todas ellas, las quejas contra este tipo de fábricas son recurrentes y aglutinan a diferentes sectores por sus impactos “sobre el propio océano y la diversidad marina, sobre la población y sobre el medio ambiente”, tal y como apunta Noemí Fuster, doctora en microbiología, activista social y fundadora de la ONG Africa Stop Malaria.
El estómago de la fábrica
Las fábricas de pescado consumen toneladas de peces -por cada cuatro kilos de pescado se consigue uno de procesados de harina-, privando de las mismas a las poblaciones locales utilizan para alimentarse. Cada año se extraen más de medio millón de toneladas de pescado a lo largo de la costa de África Occidental para convertirse en harinas y aceites, según el Informe Feeding a Monster, realizado por Greenpeace. Una cantidad que serviría para alimentar a 33 millones de personas.
La voracidad de las fábricas hace que aumenten las capturas y, al mismo tiempo, provoca que las mujeres de la lonja, tradicionalmente encargadas de adquirir y posteriormente vender el pescado, tengan menos opciones para elegir. La razón es que los pescadores prefieren ofrecérselo directamente a la compañía, porque éstas aseguran la compra de todo el pescado, aunque sea a precios menores -hasta tres veces, según un artículo de la BBC-.
“Sólo cuando el estómago de la fábrica está lleno, entonces podemos comprar nosotras”, explica Mariam en el documental Stolen Fish, de la polaca Gosia Juszczak (2020). La fábrica es, para las mujeres del mercado, como una gran ballena que lo devora todo, una metáfora que se entiende mejor después de ver vídeos como los grabados por algunos periodistas locales, como éste de Mustapha Manneh.
Tradicionalmente, los pescadores volvían con su carga y negociaban la venta con las mujeres del mercado. “Una vez llegado a puerto, era un sector dominado por las mujeres”, explica Fatou Hadim, investigadora norteamericana y autora de de una tesis sobre el tema, The contradiction of south-south sustainable development in Chinese-Mauritanian fishmeal factories and environmental violence in the Gambia. Ellas son parte central de esta industria, pues se encargan de salarlo, ahumarlo y venderlo a los vecinos y a los mayoristas del interior, donde no llega el pescado fresco. Ahora, sin embargo, cada vez tienen menos donde elegir y disminuye la cantidad que pueden comprar.
Además de las pescadoras, otro grupo de mujeres se está viendo especialmente afectado: son aquellas cuyos huertos se encuentran más cerca de las fábricas, que han visto cómo las empresas han extendido sus tuberías allí donde ellas cultivan, provocando en ocasiones daños a sus cultivos.
El impacto medioambiental de la harina de pescado
Desde las asociaciones ecologistas locales advierten también del daño medioambiental que provocan estas fábricas, y que se produce principalmente en dos formas. Por un lado, el aumento de las capturas puede provocar la desaparición de este tipo de especies, llamadas pelágicas. De hecho, investigadores del Grupo de Trabajo sobre Peces Forrajeros de Lenfest – un panel de expertos marinos – han caracterizado a los peces pelágicos como vulnerables al colapso, incluso a tasas de captura relativamente bajas. Además, su disminución tiene un importante efecto sobre la cadena trófica: este tipo de peces sirven de alimento a otros animales más grandes, por lo que su disminución tiene importantes efectos en la cadena natural.
Por otro, las fábricas no siempre cumplen con las normativas medioambientales adecuadas, especialmente en el caso de la gestión de residuos En teoría, todas las factorías pasaron por una Evaluación de Impacto Ambiental antes de instalarse, pero las comunidades lo niegan y sostienen que el Gobierno no incluyó a las comunidades en la etapa de planificación, según señala Fatou H. Jobe en su investigación. En Gambia, el caso más flagrante tuvo lugar hace unos años, en torno a la factoría de Golden Lead. La fábrica se sitúa a menos de 4 kilómetros de la laguna de Bolong Fenyo, un área natural protegida que sirve de hábitat para una amplia variedad de especies, manglares, aves migratorias y tortugas, entre otras. En mayo de 2017, la laguna apareció teñida de rojo y con decenas de peces muertos flotando. Los estudios posteriores mostraron que el agua contenía el doble de arsénico de los valores naturales y 40 veces más de fosfatos y nitratos de lo considerado saludable. Todos los datos apuntaban al mismo sitio: el vertido ilegal de residuos desde la cercana factoría.
Así lo ha contado el periodista Ian Urbina, que lleva años investigando sobre los océanos, un trabajo que ha recogido en el libro ‘Océanos sin ley’.
Como resultado de las investigaciones, y a pesar de que la compañía negó ser la causante de la contaminación del lago, el Gobierno impuso una pequeña sanción y la empresa dejó de verter allí sus aguas sucias. Sin embargo, tardó poco en extender una larga tubería a través de una de las playas públicas, echando el agua directamente al mar. Según recoge Urbina, pronto volvieron a aparecer miles de peces muertos, a lo que se sumó el insoportable hedor que se extendió pronto por la zona. La población retomó entonces las protestas y en marzo de 2018, un centenar de personas destruyó la tubería. Dos meses después, sin embargo, la empresa, con el apoyo explícito del Gobierno, instalaba de nuevo el conducto.
El olor que lo impregna todo
Además de todo esto, hay una realidad que no se ve, que no se puede fotografiar ni grabar: es el penetrante olor que lo impregna todo. Una “externalidad” apenas contabilizada, pero que desata el malestar y la furia entre los habitantes de las zonas donde se han instalado las factorías. Un olor que se percibe incluso a kilómetros de las fábricas, según explican algunas de las personas entrevistadas por Fatou para sus tesis, y que ella misma recuerda de las temporadas que pasa en Gambia: “El olor lo envuelve todo. Lo experimentas inmediatamente, es invasivo y envuelve toda tu existencia”.
Este olor es producto del proceso de producción de las factorías, que consiste en hervir, machacar y secar el pescado, provocando un humo denso, “punzante y doloroso” de respirar, según algunos testimonios recogidos por Fatou. Una situación que tiene efectos en el día a día de las poblaciones y que ha provocado también dificultades a los pequeños establecimientos hoteleros y a otros negocios relacionados con el turismo, como los pescadores de langosta. En no pocas ocasiones, los turistas se quejan del olor a putrefacción y deciden anular sus vacaciones exigiendo que se les devuelva el dinero ya pagado.
Todas estas dificultades son en buena parte, producto de la “falta de implementación por parte del Gobierno de Ghana”, explica Hadim. “Hay mucha legislación sobre desarrollo, pero no se aplica en absoluto. Por ejemplo, los Informes de Impacto Ambiental no se realizan en realidad”, subraya. Además, existen numerosas administraciones relacionadas -ministerio de Pesca, ministerio de Comercio e Inversión, ministerio de Medio Ambiente, Agencia Nacional de Medio Ambiente…- pero no trabajan juntas y de forma coordinada. La toma de decisiones es descentralizada y desorganizada, y al final es muy difícil imponer regulaciones en las factorías”.
Menos de un centenar de empleos
Además, la creación de empleo no ha sido tal y como se esperaba. A pesar de ser una de las promesas por parte de las empresas y el gobierno, lo cierto es que las factorías han creado menos de un centenar de empleos directos -no llegaría a los 50, según los datos de Hadim- y una parte de ellos están ocupados por expatriados chinos o mauritanos (de donde proviene el capital de estas tres empresas). El tipo de procesado que se realiza en las factorías es muy sencillo -el pescado se cuece, se hace picadillo y posteriormente se deja secar- por lo que la media de ocupación de las plantas es de unas 30 personas, aunque algunas pueden llegar a ocupar hasta 60, según sus responsables.
Al mismo tiempo, los pescadores, que en un principio serían los principales beneficiaros de la existencia de estas fábricas, tampoco lo están siendo, pues la mayoría provienen del vecino Senegal, un país con enorme tradición pesquera y cuyos pescadores suelen tener botes más potentes y donde, además, este tipo de fábricas se prohibieron en 2018. Los pescadores locales, con piraguas tradicionales, tienen dificultades para competir con ellos y además, relatan, han de ir cada vez más lejos en busca de pescado, debido al agotamiento de los bancos más cercanos.
Una disminución de las capturas que se ve atravesada también por otro aspecto, imprescindible para tener la fotografía completa de lo que sucede en la zona: los pescadores llevan años sufriendo los efectos de los acuerdos pesqueros con la Unión Europea y con países como China. Acuerdos que han llenado los caladeros de la zona de enormes barcos con una inmensa capacidad de pesca y que provocan una disminución de las capturas por parte de los pescadores locales. A ello se suma el efecto que el calentamiento de los océanos está teniendo en la zona: las aguas que bordean Gambia, Senegal y Mauritania son las que más deprisa se están calentando y se calcula que la sardinella local lleva años desplazándose hacia el norte, en busca de aguas más frescas.