Cobalto Rojo: la realidad detrás de nuestros móviles

Durante años, Siddharth Kara, periodista norteamericano de origen indio, ha viajado por diferentes lugares de la República Democrática del Congo para construir este libro que ahora se presenta en español con el título de ‘Cobalto Rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes’ (editado por Capitán Swing). Viajes que le han llevado a ciudades de nombres desconocidos para nosotros pero que tienen una conexión directa con nuestros modos de vida. Ciudades como Kolwezi, Kipushi o Likasi; urbes que han crecido alrededor del oro rojo convirtiéndose en epicentro de las industrias extractivas en el continente o, en palabras de Kara, el “rostro maltrecho del progreso en África”. 

Por dar sólo algunos: la región de Katanga, -que representa apenas una quinta parte de todo el país y tiene un tamaño similar al de España- posee más reservas de cobalto que el resto del planeta junto. Y no sólo. Allí abundan también multitud de otros metales valiosos. como el cobre, el hierro, zinc, níquel o uranio. Y allí se encuentra, por ejemplo, Tenke Fungurume: la mayor explotación minera de todo el Congo, con más de 1.500 kilómetros cuadrados dedicados a la extracción de cobalto. Como si todo el territorio que ocupa el término municipal de la ciudad de Madrid -con sus barrios, sus ensanches, sus extensiones al este y oeste y la inmensa zona verde de El Pardo- fuera una inmensa mina. Un poco más al oeste, no muy lejos de allí, está Mutanda, “la joya de la corona de las operaciones mineras de Glencore en África”. Y por toda la zona se suceden las explotaciones mineras que, con su crecimiento a lo largo de los años, han ido desplazando a “miles de habitantes locales”, contribuyendo, con ello, al círculo vicioso que termina obligando a trabajar a cualquier precio: “A medida que empeoran las condiciones de vida de los desplazados, aumenta su desesperación, lo que les lleva a buscar cobalto en condiciones peligrosas en las tierras que antes ocupaban”, escribe Kara.

En estas páginas, el autor documenta “la catástrofe humana y medioambiental de Congo”, a través de numerosas historias, centrándose sobre todo en los llamados “mineros artesanales”. Hombres, mujeres, niños y niñas que, utilizando herramientas rudimentarias y sin apenas sistemas de protección, sin contrato y sin las mínimas condiciones laborales, bajan cada día a minas no explotadas por empresas en busca de minerales. Una profesión a la que, según las estimaciones de Kara, se dedican en total cerca de 45 millones de personas repartidas en más de 80 países del sur global. 

El periodista investiga las cadenas de producción, intentando explicar y explicarse dónde están los beneficios de utilizar este tipo de trabajadores “artesanales” para las grandes compañías y para el propio Gobierno; siguiendo el rastro -perdido- de los impuestos que teóricamente debería estar recaudando el país o investigando por el papel de las milicias que a menudo surgen en torno a los centros de explotación de recursos. 

Todo con una mirada centrada especialmente en la infancia y los casos de explotación infantil que se dan en la zona. Multitud de entrevistas a niños y niñas de 11, 9 o 15 años. Niños que van a la mina casi desde que pueden mantenerse de pie; niños que han perdido las piernas o jóvenes de apenas 14 años embarazadas o con sus niños a cuestas. Todo ello siguiendo el hilo de un patrón histórico que se repite desde hace ya más de cien años y en la que sólo cambian los protagonistas. Desde la brutal explotación belga establecida en la época del rey Leopoldo, pasando por la época en la que los británicos enviaban allí a trabajar a los indios de las colonias, a las plantaciones de aceite de palma y, en la actualidad, el trabajo en condiciones de semiesclavitud en las minas repartidas por todo el país. Con un protagonista nuevo: China y los numerosos acuerdos de “infraestructuras a cambio de recursos” que el gigante asiático ha firmado por todo el continente. 

Lo más valioso del libro es el testimonio de las decenas de mineros artesanales entrevistados por el autor, y su intento por trasladarnos cómo funcionan exactamente estas “cadenas de valor” que son generalmente opacas, confusas, descentralizadas y atomizadas, precisamente con el objetivo de que sean difíciles de seguir el rastro. 

Es un repaso complejo y completo a la realidad de la minería, aunque quizás peca en ocasiones de abusar de la hipérbole, con continuas referencias al drama, el horror y la “catástrofe”, presentes y perennes según el autor en la vida del Congo. Con algunas descripciones que más bien parecen producto de la exageración (cuando habla de mineros que “probablemente no han visto un móvil en su vida” o cuando dice “fue la primera vez que oí reír a un minero) y algunas descripciones que evocan un discurso que ya debería estar superado sobre el continente africano: “el inframundo”; “la locura, la violencia y la indignidad culminan aquí”; un relato que sin duda tiene el objetivo de trasladar al lector la durísima realidad de estas poblaciones, pero que termina configurando una fotografía demasiado plana de los trabajadores artesanales. 

¿Minería responsable?

El autor investiga también dos importantes iniciativas, surgidas con el objetivo de mejorar las condiciones laborales: CHEMAF y CDM (Congo Dong Fang Minin). Dos propuestas que surgieron como modelos piloto de cómo podría funcionar una mina de forma ética, pero que ni de lejos se acercaban a los que decían ser, según el periodista. La primera es una iniciativa puesta en marcha en 2017 y financiada por grandes empresas (Apple, Microsoft, Google, Dell y Trafigura, entre ellos) para establecer un proyecto modelo con el objetivo de proporcionar una fuente limpia de cobalto. Esto suponía, entre otras cosas, utilizar sólo trabajadores adultos, imposibilitaba la entrada de mineros no registrados, establecía condiciones laborales garantizadas y auditorías periódicas para ver que todas estas normativas se cumplían… Sin embargo, los testimonios recogidos por Kara parecen indicar  que casi nada de esto era así. Y peor aún resultó el examen en el otro modelo piloto “CDM”. 

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