España es uno de los países donde las plantas de almacenamiento de datos han crecido más rápidamente, a pesar de su alta huella hídrica y energética
Por Laura Rodríguez
En época de sequía, los anuncios antiguos apelaban a que cerráramos el grifo al lavarnos los dientes. Es probable que, en el futuro, para ahorrar agua, nos pidan que dejemos de hablar con ChatGPT. Un estudio estimaba que, por una conversación de unos veinte a cincuenta mensajes, se iba por el desagüe medio litro de agua. Calculen lo que eso significa con millones de personas preguntando todo tipo de dudas: la respuesta a un correo del jefe, sugerencias para la cena, el resumen del informé, el trabajo de los deberes del colegio, ideas para empezar un artículo. Los usos son infinitos. Pero frente a la pantalla, pulsando un teclado o hablando con un dispositivo de voz amistosa, es difícil imaginar la maquinaría física que nos permite vivir en lo que, crédulamente, hemos llamado la nube. Los ordenadores necesitan electricidad que llega a través de los enchufes; los chips, metales que se sacan de las minas; los datos, esos entes inmateriales que recolectamos en palabras, imágenes o vídeos, espacios donde acumularse para usarlos cuando los necesitamos. Los centros de datos son los grandes almacenes donde los guardamos.
Hoy en día, los centros de datos ejercen una labor fundamental para que nuestros servicios digitales funcionen. Estos edificios, donde se acumulan cientos de ordenadores apilados formando largos pasillos, operan veinticuatro horas para que podamos comprar online, guardar las fotografías del móvil o consultar con Alexa. Son la cadena de montaje de la nube, del intercambio de datos, del bitcoin o de la inteligencia artificial. Por eso a medida que usamos más estos servicios, su número aumenta. En España, el boom ha estallado en los últimos cuatro últimos años. Según una recopilación del periódico El Español, hemos pasado de tener seis centros de datos en la década de los 90 a construir más de 36 en el último lustro. Y su potencia se podría multiplicar por seis en los próximos dos años, de acuerdo con las estimaciones del sector. España cuenta con algunas ventajas que se han empezado a explotar: conecta Europa y África, cuenta con muy buenas conexiones de cables submarinos con el continente americano, disfruta de una red amplia de transportes, tiene una industria tecnológica y, algo muy importante, es un país políticamente estable. Pero estas instalaciones vienen con una dificultad insalvable que cuestiona sus beneficios. Son máquinas encendidas sin descanso que ingieren cantidades pantagruélicas de energía y agua.
“A nivel estratégico, albergar centros de datos, además de los beneficios económicos asociados, puede convertir un país en un nodo digital lo cual puede aumentar su peso geopolítico”, explica Mar Hidalgo García, analista principal del Instituto Español del Estudios Estratégicos. “Pero España debe afrontar la elevada demanda de agua y electricidad que exigen estos centros. A pesar de que se están investigando alternativas más sostenibles y sistemas de refrigeración más eficientes, en este tipo de centros, el consumo es muy elevado”.
Según la Agencia Internacional de la Energía, en 2022 los centros de datos, contando sus redes de transmisión y la criptominería, consumieron entre un 2 y un 3% de la electricidad en el mundo, similar al consumo de países como Brasil, Canadá o Corea del Sur. Su cuota no ha parado de aumentar. El auge del bitcoin, y sobre todo de la inteligencia artificial, ha convertido estos centros en máquinas con un apetito voraz. Los cálculos de Goldman Sachs estiman que una búsqueda en GPT consume hasta diez veces más electricidad que una búsqueda en Google. Los ordenadores tienen que trabajar más duro. Los centros de datos reclaman mayor energía y, a su vez, generan más y más calor. Si la temperatura aumenta, los componentes empiezan a deteriorarse así que estas instalaciones emplean sistemas de refrigeración que necesitan cantidades de agua de cifras de muchos ceros. Google, por ejemplo, consumió casi 13 mil millones de litros de agua en 2021 solo en sus centros de Estados Unidos.
Devoradores de agua y electricidad
En España, el agua es el problema que más preocupa. “Con un cambio climático en donde se producen escenarios de escasez de recursos hídricos, la instalación de este tipo de infraestructuras puede provocar que la demanda de agua supere la cantidad disponible”, explica Mar Hidalgo. “En este caso, pueden surgir conflictos si se aplican restricciones a la población pero no a los centros de datos”.
España está en el decimosexto lugar en instalaciones mundiales de centros de datos pero la tensión por el agua se ha vivido ya en algunos países. En Taiwan, el segundo epicento de los chips, este año, el gobierno ha pagado a los agricultores para que no plantasen sus cultivos de arroz ante la sequía que amenazaba frenar la industria digital. En el norte de Virginia, en Estados Unidos, el llamado “pasaje de los centros de datos” ha empezado a buscar más garantías de que las demandas de agua imparables se controlen en una zona cada vez más afectadas por las temporadas de sequía.
“El mayor problema”, explica el profesor de Ingeniería de Electrónica y Computación de la Universidad de California, Shaolei Ren, “es que el agua es un recurso muy local así que, a no ser que se sufra una sequía, el peligro permanece escondido”. Shaolei lleva estudiando el impacto medioambiental de los centros de datos y la IA más de nueve años y, en su opinión, no somos realmente conscientes del riesgo. Aún no hemos desarrollado soluciones a gran escala, y el consumo de energía y agua seguirá creciendo a medida que la IA se generalice. Las promesas de las grandes compañías tecnológicas, comprometidas a reducir sus emisiones, parecen imposibles de cumplir. “Los centros de datos, que trabajan siete días a la semana veinticuatro horas, no pueden depender exclusivamente de energías renovables ya que son inestables”, nos dice este investigador, “Así que se tienen que conectar a la red local. Si en esa red la electricidad se produce con renovables, podrán reducir su huella; en caso contrario, solo podrán compensar sus emisiones, lo que no es una verdadera mejora”.
El consumo masivo de electricidad es un reto para estas instalaciones. A pesar de que los centros actuales son cada vez más eficientes, las cifras siguen creciendo. Los informes de Google y Microsoft mostraban que, en los últimos cuatro años, sus emisiones de carbono y su demanda de electricidad, respectivamente, habían aumentado casi un 50%. Las dos compañías admitieron que Gemini y Copilot, sus dos chatbots, tenían mucho que ver con ello.
En algunos países, las cifras son sorprendentes. Irlanda publicó que, en 2023, un 21% de su electricidad la habían consumido los centros de datos. La suma de lo que habían consumido todas las ciudades del país fue de un 18%. En 2022, la red eléctrica de Dublín, donde se concentran la mayoría de estos centros, empezó a preocuparse y estableció una moratoria para nuevas instalaciones que durará seis años. Algo similar decidió legislar Singapur unos años antes y, en Ámsterdam, las construcciones se pararon durante un año preocupados por la demanda de energía y la falta de espacio.
Para Shaolei Ren, el problema es que estas empresas son opacas. Hoy en día, los centros de datos se consideran más o menos sostenibles según un indicador llamado PUE (Power Usage Effectiveness, en inglés) pero esta medida no tiene en cuenta el otro gran combustible de estos centros: el agua. “El agua es uno de los métodos más eficaces para enfriar, bien sea con torres de enfriamiento o sistemas basados en aire”, explica Ren. “Pero esta forma de consumo de agua es diferente de la que realizamos en nuestras casas. Cuando lavamos o nos damos una ducha, gran parte del agua se va por las tuberías y puede reutilizarse tras pasar por las plantas de tratamiento. En estos sistemas de enfriamiento el agua se evapora por lo que se diluye en el aire y no se puede recuperar. Puede que regrese en unos meses pero, seguramente, en algún lugar lejano”.
El problema del agua es un escollo para los ingenieros. Los ensayos de centros de datos submarinos, que enfriarían los equipos sin usar apenas energía, no parecen funcionar a gran escala porque perjudican a los peces al subir la temperatura del mar; el traslado de los centros a regiones frías parece imposible ya que estas instalaciones son más eficientes si están cerca de los consumidores. Shaolei Ren defiende que, actualmente, solo hay dos soluciones prometedoras. La primera sería usar los centros de datos cuando necesitan menos energía y agua: las actividades que no necesitan horario, como por ejemplo el entrenamiento de IA, se podrían hacer por la noche que es cuando menos se consume. La segunda, sería reaprovechar el calor que generan los ordenadores para otras actividades como calentar piscinas, edificios o invernaderos. Todas estas medidas se han probado en diversos lugares pero aún son excepciones. La decisión de la Comisión Europea de obligar a las empresas a tener un criterio mínimo de eficiencia y aprovechar el calor que producen podría ayudar a generalizarlas.
Para María Prado, especialista en energía de Greenpeace, sería además necesario que los consumidores nos planteemos el uso que hacemos de estas tecnologías. “Nosotros pedimos que se establezcan normativas y marcos, y que se exija a estas empresas que sean más transparentes y cumplan sus compromisos”, explica, “pero al final como usuarios también debemos pensar en nuestro consumo en Internet”. Una reflexión que resulta aún más difícil por la invisibilidad de los cables, los satélites, los grandes procesadores, los chips o los centros de datos. Todos estos dispositivos son materiales, pertenecen al mundo físico, y por eso tienen un impacto. Por mucho que nos hayamos inventado un lugar tan etéreo como la nube.