En una entrevista imperdible publicada en eldiario.es, el intelectual irlandés John Holloway defiende que, como enunció en un ensayo una década atrás, se puede -y se debe- cambiar la sociedad sin tomar el poder estatal. Ese Otro Mundo Posible no está inserto en alguna utopía abstracta a la que debemos aspirar, como si se tratara del reino de los cielos que nos espera tras la lucha de clases y el triunfo de una nueva revolución de Octubre; esos Otros Mundos -porque no hay una solución única sino muchas, heterogéneas y diversas como lo somos los seres humanos- no sólo son posibles sino que ya existen, en multitud de iniciativas, de comportamientos, que se alejan de la lógica del sistema hegemónico para imponer otras lógicas: la solidaridad en lugar del individualismo utilitarista y egoísta; la vida y no la maximización de la ganancia.
Es lo que hacemos desde el Carro de Combate cuando reivindicamos, en nuestros gestos cotidianos, el consumo como un acto político. Es lo que hacen, cada día desde sus espacios de vida y de militancia, los protagonistas de iniciativas de Economía Social que cada día ganan empuje en España, como en muchos otros países, y donde la prioridad ya no es el lucro sino la sustentabilidad ambiental o el respeto a la dignidad de los trabajadores. La militancia política no se limita a los grandes eventos, a las manifestaciones y las pancartas o al voto contestatario; la acción colectiva impregna cada gesto en una «revolución de lo cotidiano» que se manifiesta, como dirá Holloway, en una suerte de «rebeliones en movimiento», en un momento en que, como escribe el uruguayo Raúl Zibechi, ya no cabe hablar tanto de movimientos sociales como de sociedades en movimiento.
El objetivo es cambiar la sociedad, no tomar el poder estatal. La revolución no se hace ni dentro ni fuera del Estado, sino más allá de él, como afirma Zibechi. O, en términos de Holloway: lo que murió con el siglo XX no fueron las aspiraciones de transformación social, sino el ensueño de que ésta podía llegar de un día para otro, después de una toma de la Bastilla o de un Palacio de Invierno, para después imponerse a la sociedad, de arriba hacia abajo. Ahora sabemos que las luchas sólo pueden triunfar si son de abajo hacia arriba. La batalla es cultural: se trata de ir reconquistando el control del capital sobre los lugares, sobre el tiempo, sobre los cuerpos, sobre las culturas y las subjetividades. En las ciudades, la recuperación de los espacios públicos y de los lazos de vecindad son actos de resistencia que reivindican otros mundos posibles donde la vida social no pasa por la competencia constante y la mercantilización de la vida y de los individuos.
Se trata entonces, señala Holloway, de «agrietar el capitalismo», de encontrar esas grietas, esas áreas de actividad, esos espacios donde ya operan otras lógicas, aunque el sistema se esfuerce por invisibilizarlas o incluso por criminalizarlas. La discusión de la izquierda, entonces, pasará por identificar esas grietas por donde la acción colectiva puede ir descosiendo el tejido capitalista, siempre atentos para evitar los intentos de fagocitación del sistema, que es extremadamente hábil para llevar a su terreno las iniciativas contrahegemónicas. Un ejemplo de tantos, del que ya hemos hablado en este blog, es el comercio justo.
(Y aquí un paréntesis. Me preguntaba hace unos días un amigo y maestro si tiene sentido seguir utilizando los términos izquierda y derecha; si siguen significando algo o murieron con el siglo XX. Mi respuesta es que todavía son conceptos útiles, siempre y cuando aclaremos qué queremos decir con ello: para mí, la izquierda abarca las fuerzas de la sociedad -individuos, colectivos, organizaciones- que buscan la emancipación de los seres humanos. En España no hay cómo incluir al PSOE como partido dentro de la izquierda.)
No es que la lucha desde los partidos políticos o los sindicatos haya dejado de ser útil; puede ser complementaria con otras formas de acción. De lo que se trata es de reivindicar la diversidad y heterogeneidad de las luchas; de defender las formas de organización horizontales, descentralizadas, que promueven la autonomía del individuo, que sustituyen la jerarquía por la discusión constante y democrática, y que entienda que la acción concreta e individual -como el consumo- no es algo desligado de la acción colectiva encaminada a la transformación social. Cada gesto cuenta, aunque no baste por sí solo. Los nuevos movimientos sociales, desde el 15M de Madrid al Passe Livre de Sao Paulo, están formados por sujetos autónomos y reflexivos que participan en un colectivo pero no se identifican por completo con él; pueden discernir en algunos aspectos y trabajar en común en relación a otros. Así, tal vez, por fin las fuerzas progresistas de una sociedad sabrán trabajar juntas en diversidad y heterogeneidad, en el respeto mutuo de la diferencia y el encuentro en los puntos en común, y la izquierda superará así un pasado de división el que las diferencias entre trostkistas, leninistas o luxemburguistas parecían ser más relevantes que la lucha anti-capitalista que los unía.
No queremos, en fin, cambiar una imposición de la vida en sociedad por otra. Queremos, como dicen los zapatistas, un mundo en el que quepan muchos mundos. O, como escriben con tino los indignados en sus pancartas: «No somos anti-sistema: el sistema es anti-nosotros».
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