Cada día, Nila, después de su jornada de trabajo rociando fertilizantes en una plantación de aceite de palma, vuelve a casa mareada y, a veces, con náuseas. “Ahora estoy mejor que cuando rociaba también pesticidas”, explica la menuda mujer de 25 años. Su trabajo vale además menos que el de su marido, un recolector en la misma plantación, a pesar de tener jornadas similares: Nila cobra menos y le niegan un contrato estable.
Aunque la literatura académica sobre las diferencias de género en la industria del aceite de palma es aún escasa, investigadores, activistas y trabajadoras consultados coinciden en que hay un sesgo de género: las mujeres reciben salarios más bajos, son casi siempre contratadas como jornaleras y se encargan normalmente de las tareas de mantenimiento, por lo que sufren más problemas de salud por la continua exposición a pesticidas y fertilizantes. “Las mujeres en las plantaciones no tienen derechos, muchas veces ni siquiera un salario”, asegura Herwin Nasution, presidente de Serbundo, un sindicato centrado en el sector agrícola en Indonesia, el principal productor mundial de aceite de palma. “Viven en una sociedad paternalista donde no se les escucha”.
Nila empieza su jornada a las 8 de la mañana con una reunión diaria en la que sabrá si tendrá trabajo ese día. “Si no me necesitan, me mandan a casa y ese día no cobro”, asegura Nila. Si ese día tiene suerte, cobrará unas 66.000 rupias indonesias (unos 4,5 euros) por rociar 4 hectáreas de árboles. Su marido tiene, sin embargo, un contrato fijo por cortar las voluminosas hojas de las palmas y liberar los rojos racimos de fruto por el que recibe 2,3 millones de rupias al mes, una media de unas 100.000 al día (casi 7 euros.) Nila, además, puede ganar un máximo de 1,3 millones de rupias al mes por los 20 días que como máximo suele contratarla, lejos de los 1,96 millones de rupias del salario mínimo para la provincia en 2017.
Las diferencias en el salario no son, sin embargo, exclusivas de la industria del aceite de palma. Así, según un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo, la brecha salarial en Indonesia se ha disparado entre 2010 y 2014, cuando un 45 por ciento de las trabajadoras con contrato cobraban menos de dos tercios del salario medio, frente a un 25 por ciento de los hombres. La organización internacional no ofrece, sin embargo, datos para los trabajadores casuales como Nila.
Cuando termina su jornada y aún tiene fuerzas, Nila ayuda durante un par de horas a su marido a recoger los frutos que se han desprendido de los grandes racimos en su caída y de los que luego saldrá el preciado aceite. La remuneración por ese trabajo se la lleva su marido, como parte de su salario mensual. “La parte más valiosa de la palma aceitera son los frutos sueltos. Las mujeres están haciendo el trabajo más valioso”, asegura Janarthani Arumugan, investigadora independiente que ha estudiado la situación de las mujeres en las plantaciones. “Se está haciendo mucho dinero sobre los hombros de las mujeres”, continúa.
Uno de los mayores problemas, aseguran los expertos, es sin embargo la constante exposición a químicos sin las medidas de protección necesarias. Así, un informe reciente de Amnistía Internacional que investigaba la plantación para la que trabaja Nila, entre otras, denunció el uso de químicos peligrosos sin medidas de protección adecuadas. Entre los químicos identificados por Amnistía Internacional, se incluía el paraquat, un herbicida que ha sido relacionado con cáncer y otros efectos sobre la salud. La misma Nila confirma que no recibe ningún material de seguridad y su única protección es un pañuelo con el que se cubre nariz y boca para intentar no respirar los químicos. Sus brazos, sin embargo, quedan expuestos y están continuamente irritados. “El doctor dice que es una alergia común y que no está relacionado con el trabajo”, explica Nila, quien sólo se le permitió ver al médico que trabaja para la plantación y no ir al hospital, una práctica que según el sindicato Serbundo es corriente.
Plantaciones en manos de mujeres
Las mujeres han sido tradicionalmente las encargadas de proveer alimentos y comida para sus familias. Son ellas las que se ocupan, generalmente, de los pequeños cultivos familiares y, según datos de Oxfam, producen hasta un 80% de los alimentos que se utilizan para alimentar a las familias. Sin embargo, a menudo no poseen títulos de propiedad sobre sus tierras y su capacidad de negociación con las grandes empresas es inexistente: cuando éstas se extienden, las mujeres pierden su capacidad de generar los alimentos que necesitan. Es lo que ha sucedido en muchas aldeas de Camerún y otros países africanos, donde las enormes concesiones de tierras para la producción de palma aceitera ha dejado a las campesinas sin espacios para tener sus propias palmeras y, por lo tanto, sin acceso al tan preciado aceite de palma, que tantos usos tiene en la zona.
En estos países, de hecho, eran las mujeres quienes tradicionalmente controlaban toda la cadena productiva de la palma, desde el cultivo hasta la venta de sus derivados, salvando la recolección. Las mujeres utilizan los racimos pequeños o los granos sueltos que no recogen los cortadores para fabricar su propio aceite en prensas manuales. Este aceite se utiliza para elaborar un buen número de platos, siendo de hecho un preciado manjar que llega a alcanzar altos precios en el mercado local, especialmente cuanto mayor es su color rojo o hay malas cosechas. Además, son las mujeres quienes lo envasan en pequeños recipientes o botellas de plástico para venderlo en los cruces de caminos y, quienes elaboran los preciados aceites para la piel que utilizan especialmente para las embarazadas y recién nacidos. Y, por supuesto, a partir de su savia se elabora el popular vino de palma, espeso y blanquecino, de poca graduación alcohólica y muy apreciado por la población local.
Pero todo esto termina cuando se quedan sin tierras. El cambio lo explica Marie Crescence Ngobo, coordinadora de la RADD, Réseau des Acteurs du Développement Durable: “Cuando una mujer cultiva la tierra es para alimentar a su familia. Plantan un poquito de cada producto, planifican la producción, pensando en lo que necesitarán y en la capacidad de trabajo que tienen. Pero cuando pierden sus tierras, quedan expuesta a la inseguridad alimentaria, a la pobreza. Y la pobreza se acrecienta rápido. Una vez que se entra en el ciclo de la pobreza, es muy complicado salir”. Ngobo nos habla desde su despacho, cedido por el distrito 5 del Ayuntamiento de Yaoundé a la RADD, asociación que agrupa a diversos actores de desarrollo relacionados con la agricultura y las mujeres. Diplomada en Ingeniería del Desarrollo Local, Ngobo nos explica la forma de cultivar de las mujeres y cómo éstas se ven especialmente afectadas por la falta de tierra. Para paliar -aunque sea de manera parcial- la situación, desde la Red de Actores de Desarrollo Durable ofrecen formación, técnicas de comercialización, clases de autogestión económica y finanzas a las mujeres. El día que la visitamos nos muestra pletórica el grupo de mujeres emprendedoras que están aprendiendo a utilizar tabletas, y algunos de los productos de comercio sostenible que tienen a la venta.
Pero además, la red mantiene también una actividad mucho más política, junto a otras organizaciones de la sociedad civil en la zona. LA RADD fue una de las muchas organizaciones que se dieron cita en enero de 2016 en Mundemba, una pequeña localidad situada en el departamento de Ndian, y mundialmente conocida por haberse convertido en el centro neurálgico de la movilización contra Herakles Farm. Allí se reunieron multitud de organizaciones locales y nacionales de Camerún, pero también representantes de otros países de la Cuenca del Congo, para dejar clara su posición ante la expansión de los monocultivos, especialmente del aceite de palma. Se trataba de un seminario sobre las tácticas y prácticas de las grandes compañías de aceite de palma, y de allí salió un comunicado, conocido como Declaración de Mundemba, en el que las mujeres dejan muy claro cómo les afectan las grandes empresas agroindustriales: “Las explotaciones (…) hunden a la mujer campesina en una sistema de pauperización creciente y, con ella, a la familias enteras amenazando así la seguridad y la soberanía alimentaria de las poblaciones (…); Son una causa de desaparición de buen número de prácticas culturales (…), son una amenaza para la biodiversidad y contribuyen a la desaparición de los “productos forestales no madereros, que se obtienen del bosque y que son una fuente de recursos principales para las mujeres”.
Efectivamente, otro de los problemas es que la desaparición del bosque que llevan aparejadas las grandes plantaciones hace que la madera para encender la lumbre, que es todavía una de las principales formas de cocinar en muchos lugares, esté cada vez más lejos; también desaparecen otros matorrales y árboles nativos que se utilizaban como remedios naturales para determinadas dolencias.
Lo explica muy gráficamente Danielle Oban, una campesina de Bidou III, uno de los poblados dentro de la plantación de Kienké, perteneciente a la Socapalm (de origen francobelga): “La Socapalm lo ha tomado todo, no queda espacio para nosotros. No tenemos plantaciones propias. Las mujeres sufrimos porque si vas a coger nuez de palma, te acusan de haber robado. No tenemos acceso a nada, ni madera ni palma. No podemos hacer nuestro aceite de palma. Hemos intentado negociar con ellos la creación de plantaciones campesinas, pero no nos han apoyado”.
En la Declaración de Mundemba (firmada por asociaciones de Guinea, Camerún, Nigeria, Gabón, Suiza o internacionales como World Rainforest Movement, en enero de 2016 en Camerún), las mujeres exigían, entre otras cosas:
“La creación de un fondo de apoyo a las mujeres víctimas de abuso en las plantaciones agroindustriales;
El desarrollo de alternativas económicas y una mayor implicación de las mujeres en las esferas de decisión sobre las cuestiones que afectan a la tierra.
La promoción de plantaciones de palma tradicionales.
La creación de un observatorio de las mujeres en torno a las cesiones de tierra a gran escala y el impacto del monocultivo sobre la agricultura familiar.
Realización de estudios legales para influir en las reformas legislativas del sector
Mientras, a las mujeres, se les anima a “ser proactivas para participar en el combate contra la expansión de la palma aceitera industrial; a organizar a todos los niveles: local, nacional, regional e internacional para ser más fuertes, y de denunciar toda forma de violación de sus derechos”.
Además, la situación de las mujeres no puede desligarse de una realidad más amplia, social y cultural, de las discriminaciones que sufren las mujeres en el acceso legal a las tierras. Así nos lo cuenta Ndongo Luzedte, responsable desde hace once años de la organización Stratégie Femenine pour le Developpement Durable. Luzedte pone el énfasis en la poca capacidad de decisión que tienen las mujeres sobre las tierras: “Si el marido decide vender, ella no puede oponerse”. Esto, nos cuenta, está provocando problemas no sólo en las zonas rurales sino también en las afueras de las grandes ciudades, como Douala o Yaounde. Allí, la urbanización creciente están llevando a muchos a vender sus tierras -en las que antes cultivaban- aprovechando el boom inmobiliario. Un buen negocio, a priori, hasta que el dinero de la venta se acaba y queda una familia sin nada que comer.
Es entonces cuando las mujeres que cultivaban su pequeño terreno, las que se dedicaban a la fabricación artesanal de aceite de palma o las que lo vendían en el mercado, se quedan sin recursos. Son las mujeres que conforman la llamada economía informal, ese ente donde se mueve la mayor parte de la población camerunesa, la africana y la de buena parte del mundo no occidental, y donde las mujeres siempre tienen las de perder.
Una precariedad eterna
Ami, a sus 39 años, solo ha conocido la plantación de aceite de palma en la que vive. Sus padres ya eran peones para la empresa y ella ha trabajado en la misma plantación de aceite de palma desde que tenía 15. Sus condiciones, sin embargo, han ido mejorando con los años, especialmente desde que la empresa obtuvo la certificación sostenible RSPO. “Ahora nos dan equipos de seguridad para rociar los pesticidas”, asegura Ami, quien asegura que, a diferencia de Nila, no ha tenido ningún malestar relacionado con su trabajo.
Sin embargo, a pesar de haber trabajado casi 25 años para la misma empresa, Ami no ha conseguido ser reconocida como trabajadora permanente. “Para tener un contrato fijo, tienes que ser hombre […] No quieren tener que pagarte si te quedas embarazada”, asegura la robusta mujer que tiene 4 hijos, el más pequeño de tan sólo 3 años.
La falta de contratos relega también a las mujeres a un posición de extrema vulnerabilidad y son castigadas a menudo con la pérdida de sus puestos de trabajo incluso cuando la falta no la han cometido ellas. “Las mujeres siempre son las primeras que pierden sus empleos en las plantaciones porque la dirección lo usa para amenazar a los maridos que alborotan con los derechos laborales”, asegura Janarthani Arumugan, quien explica que además el acceso de las mujeres a los sindicatos está limitado porque “están controlados por hombres que relegan a las mujeres al estatus desigual de trabajadoras informales” lo que causa “tensión entre géneros”.
Para Chris Wangklay, de Oxfam Indonesia, uno de los principales problemas es que apenas se han investigado las necesidades reales de las mujeres en las plantaciones. “Hay una gran falta de datos. Necesitamos primero recolectar datos de las propias mujeres para saber cuáles son sus prioridades y principales problemas”, afirma Wangklay. “Así podremos incrementar nuestra capacidad para entender el problema”. Por ello, Oxfam está colaborando con otras organizaciones para reunirse con mujeres con el objetivo de elaborar una guía sobre cuestiones de género que sirva de referencia para los miembros de la RSPO.
*Los nombres de la mayoría de los trabajadores han sido modificados para proteger su identidad: