Texto por Aurora Moreno Alcojor
“Al que roba aceite de palma, le traiciona su boca enrojecida”,
refrán tradicional de África Occidental.
Si en algún lugar del mundo la palma aceitera no es nueva, es precisamente en África occidental, donde se ha cultivado y consumido desde tiempos inmemoriales. La palma era uno más de los cultivos tradicionales junto a bananeras, cafetales, campos de maíz y enormes extensiones de bosque entre otras muchas plantaciones. Una planta utilizada para producir aceite y vino, pero también jabones, cremas y otro tipo de derivados que ayudaban en la economía doméstica de los campesinos.
Hoy, las inmensas zonas de bosque que existen en esta húmeda y fértil área se ven arrinconadas por el avance de las grandes plantaciones: concesiones de miles de hectáreas otorgadas empresas internacionales. Muchas de ellas son plantaciones de palma, que se ha posicionado como un nuevo Eldorado que dará respuesta a las necesidades de desarrollo de estos países africanos. Un discurso que asocia las nuevas plantaciones con el crecimiento y la creación de empleo, y que ha llevado a los gobiernos de todo el continente a ceder inmensas cantidades de tierra a empresas generalmente extranjeras para la producción a gran escala de aceite de palma. Es el caso de Camerún, que en 2001 lanzó el proyecto Aceite de palma, para multiplicar la producción y cuyo gobierno ha señalado en numerosas ocasiones que la producción industrial de palma es “un elemento principal de la política de crecimiento, empleo y reducción de la pobreza”. El objetivo declarado en 2015 era aumentar la producción en un 26% en los siguientes tres años, según su ministro de Agricultura, Essimi Menye.
Este crecimiento se repite en otros países africanos como Liberia, Sierra Leona, Angola y Gabón a pesar de que, en su conjunto, la producción total del continente no es más que una gota en el océano del aceite de palma producido a nivel mundial. De hecho, sólo Nigeria aparece en las primeras posiciones del ranking de países productores, a enorme distancia de los primeros.
Pero aunque las cifras que arrojan los países africanos sean pequeñas, es aquí donde más rápidamente está creciendo el cultivo de la palma, puesto que las grandes compañías asiáticas se han visto forzadas a ‘diversificar’ sus zonas de producción. Por eso algunas organizaciones hablan de África como ‘la nueva frontera’ para la palma: el terreno prometido donde empresas de todo el mundo son recibidas con los brazos abiertos. Según una investigación de Greenpeace, en 2012, ya existían 2,6 millones de hectáreas cubiertas por proyectos dedicados a la palma aceitera en África Occidental, la mayoría de los cuales se encontraban en las primeras fases de su desarrollo.
Sin embargo, son muchas las dudas que se ciernen sobre este tipo de monocultivos, especialmente en lo que respecta a las repercusiones positivas para los campesinos. Y el primer mantra puesto en discusión es el del empleo. Según un estudio del Oakland Institute, en 2009 en Camerún las plantaciones industriales ocupaban aproximadamente el 50% de la tierra utilizada para producción de aceite de palma, empleando a unas 19.000 personas, mientras que las plantaciones familiares, la otra mitad, ocupaban a unas 46.000.
Socapalm: una larga historia
Además, está el problema de las familias que durante siglos han vivido junto a las plantaciones, que ven ahora cómo sus recursos y la tierra disponible disminuyen a cambio de nada, pues los acuerdos de compensación se incumplen sistemáticamente y sus quejas son ignoradas de manera recurrente por las autoridades. Es el caso de los campesinos que luchan contra la Socapalm.
Oficialmente denominada Société Camerounaise de palmerais, esta compañía, que opera seis plantaciones de palma en el país, tiene una larga historia a sus espaldas, pues se fundó en 1968 como empresa estatal, para gestionar y aumentar las plantaciones que habían dejado los colonizadores. Décadas después, presionado por los programas de ajuste estructural, el país decidió privatizar su gestión, que pasó a manos del grupo Socfin, de origen belga aunque controlado en un 39% por el magnate francés Vincent Bolloré.
Socfin es un grupo perfectamente diversificado que opera en los más diversos campos: desde la construcción de puertos a las infraestructuras viarias pasando por el cultivo de palma y la extracción de madera, y está instalado en unos 46 países africanos, además de en otros muchos del resto del mundo. En Camerún es especialmente conocido por la buena relación de Vincent Bolloré con Paul Biya [1], presidente del país desde 1981, y por la importancia de Socapalm en el país. En Francia, tampoco pasa desapercibido este empresario, amigo personal de Nicolas Sarkozy, situado en el puesto 18 de las fortunas nacionales (según la revista Challenges, 2009) y dueño de empresas en todos los sectores, incluido el de los medios de comunicación.
“Bolloré tiene más poder que muchos jefes de estado aquí en África”, afirma sin complejos Souni Andre, líder local en la aldea de Lendi, cerca de la plantación de Kribi. Situado en la provincia de Litoral, en Camerún, a unos 8 kilómetros de Kribi, Lendi es uno de los pueblos que más ha sufrido la presencia y expansión de las grandes plantaciones. Lendi fue partido en dos por la carretera que hoy lleva a la plantación de Kienké y “jamás se ha beneficiado de inversiones, mejoras o infraestructuras”, según cuentan en el pueblo. “Aquí los problemas duran ya 30 o 40 años y las cosas no han cambiado, van a peor. Yo vivo a unos seis kilómetros de la plantación de Socapalm. Antes, al menos, podíamos ir a pescar y eso nos permitía vivir, pero ahora ya no, porque los productos químicos que utilizan para las nuevas palmeras los arrojan al río y el agua ya no se puede beber”, explica Andre.
“El más fuerte siempre tiene las de ganar”, subraya Simawa Georges Thierry, coordinador de la Synaparcarm en Lendi. “Nuestras reivindicaciones son claras”, resume Andre: “Que la empresa ponga fin al uso de fertilizantes que están contaminando nuestros ríos -de ahí luego vienen enfermedades como el cólera, la disentería…; que proporcione centros de salud también para quienes no somos trabajadores, puesto que actualmente no podemos acceder a los que hay y, que ofrezca educación a nuestros hijos”.
En el interior de la plantación de Kienké hay seis poblados, y para entrar a la plantación es necesario pasar una barreras de seguridad instalada por la empresa. La población puede entrar y salir a su antojo, por supuesto, pero su mera existencia es significativa. Una manera clara de delimitar el territorio. Estos seis ‘campamentos’ se encuentran a una veintena de kilómetros entre sí y en ellos viven cientos de personas. Las casas, proporcionadas por la empresa a los trabajadores, no han sido restauradas desde el día de su construcción, a principios de los años 70; los servicios básicos brillan por su ausencia y el mal estado de las viviendas es una queja recurrente.
Para lograr sus reivindicaciones, los campesinos de los poblados aledaños, se han organizado: enfrentarse a este gigante multinacional no es fácil desde un pueblo remoto, pero hacerlo junto a trabajadores del mismo sector y la misma compañía en otros lugares del mundo, es quizás un poco más asequible. Y es eso lo que está haciendo la Alianza Internacional de campesinos y ribereños de las plantaciones Socfin-Bolloré (que en Camerún representa la Synaparcam -Sinergye Nationale des Paysans et Riverains du Cameroun-, una organización liderada por Emmanuel Elong y apoyada desde Francia por el proyecto ReAct. Gracias al trabajo de la red, que representa a campesinos de los cinco países en los que Socfin tiene plantaciones de palma: Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona y Camboya, Emmanuel Elong llegó a ser recibido por el Consejero Delegado del grupo Bolloré en París en octubre de 2014. Allí, presionado por los medios de comunicación franceses y la sociedad civil, Bolloré se comprometió a mejorar las condiciones de vida de las zonas afectadas por la expansión del aceite de palma. Pero a los pocos días, el pacto se rompió alegando la negativa de Socfin, que es quien realmente controla la Socapalm.
A pesar de ello, siguen luchando. Encontramos a Emmanuel Elong en Douala, y recorremos junto a él los 40 kilómetros que separan la gran capital económica y comercial del país -con su vibrante puerto y sus interminables atascos- de Dibombari, donde se encuentra otra de las plantaciones de la Socapalm. El camino, una vez abandonada la gran autopista que sale de Douala, es una interminable sucesión de árboles iguales: primero de caucho, y luego, sin solución de continuidad, palmeras. Es el territorio Socapalm.
En esta plantación, los campesinos sí disponen al menos de un trozo de tierra para cultivar sus palmeras y fabricar su propio aceite. Es un resquicio de la política de buena voluntad que la empresa llevó a cabo antes de ser privatizada, cuando se ofrecieron algunas hectáreas a los campesinos e incluso apoyo para adquirir las primeras palmeras. Pero dicha política duró poco. En la actualidad, las zonas que quedan para ellos, nos cuentan, son cada vez más pequeñas, y por todos lados encontramos palmeras que han buscado acomodo entre los márgenes de las plantaciones y las carreteras.
Ante acusaciones como éstas, que aparecen todos los días, la compañía, que no se prodiga demasiado en declaraciones ni contactos con la prensa, sí respondió en 2005 con un comunicado en el que aseguraba que desde el año 2000, cuando se privatizó, “la superficie de su contrato [las tierras están en régimen de alquiler] no han aumentado nada. Es más, señala la compañía: «más de 20.000 hectáreas han sido retrocedidas al Estado”. En el comunicado, de un folio, la compañía alega también que «todas sus concesiones han sido adquiridas legalmente” [esto generalmente no se pone en duda, aunque sí se cuestiona la toma de decisiones por parte del estado] y que la empresa está “a la vanguardia del progreso social en todas sus acciones, progreso del que se benefician tanto los empleados como los campesinos ribereños”, pero del que no da ningún detalle.
Sin embargo, el discurso en los poblados sigue siendo el contrario. “No quedan sitios para trabajar, la compañía lo ha cogido todo”, nos explica Njoh Moukeke, nacido en Dibombari y residente allí. “No tenemos clínicas, ni escuela de secundaria”. Una situación que se repite en las otras plantaciones de la Socapalm. En la de Kienké, por ejemplo, era todavía peor, porque allí no tiene acceso a plantaciones familiares. Así lo confirma una de las pocas mujeres líderes de la red. Es Oban Danielle, a la que encontramos en Bidou III, en la plantación de Kienké, la más grande de la empresa en Camerún.
Las condiciones de vida han empeorado con los años, según los entrevistados. Especialmente a raíz de la privatización. Lo cuenta Joan, profesora de inglés en la escuela de Dibombari -en teoría, en Camerún ambos idiomas son cooficiales y con igual importancia, pero lo cierto es que el francés es con diferencia la lengua más hablada-. “Muchos de los niños tiene que hacer seis kilómetros para ir y otros tantos para venir del colegio, la subvención estatal es mínima, así que son los padres quienes tienen que pagar las tasas de escolarización. Y no hay clases para los niños de secundaria, que tiene que marcharse a otros pueblos”.
Sólo conseguir electricidad en el poblado fue todo un hito. “La pusieron en 2005, después de muchas movilizaciones”, explica Njoh Moukeke, un trabajador de la compañía a través de las subcontratas. “La única solución para nosotros es tener un terreno para plantar nuestras propias palmeras. La gente que vivimos aquí no somos animales. Somos personas como todo el mundo. Y mientras ellos están ganando millones nosotros vivimos aquí, con el sentimiento de humillación permanente que provoca no poder sacar a tu familia adelante”, explica Moukeke.
Una larga historia
El caso de Camerún es especial en muchos sentidos: primero, porque la plantación industrial de palma comenzó antes que en muchos otros sitios -la primera agroindustria de este tipo se creó en Edéa en 1907, bajo administración alemana – y, segundo, porque según las estadísticas oficiales (hay voces que contradicen esta versión), el total de la producción se dedica a consumo interno y cada año debe importar miles de toneladas de otros países.
A pesar de ello, o quizás precisamente por eso, los países de la zona tienen un interés clave para los inversores: la demanda es alta, la gente está familiarizada con el cultivo, los gobiernos son receptivos por sus necesidades de desarrollo y las condiciones agroecológicas son las perfectas para el cultivo. Además, la tierra y la mano de obra son baratas. Demasiado baratas. Uno de los problemas, de hecho, es el bajo rendimiento por hectárea, según explica Samuel Nguiffo, de CED (Centre pour l’Environnement et le Développement): “Si las compañías hicieran un esfuerzo de inversión y renovación, con la superficie cultivada que tenemos hoy en día podríamos hacer frente a toda la demanda interna.. ¿Por qué no se hace? Porque sale más barato continuar ampliando tierras y el gobierno no les obliga”.
Y precisamente ahí es donde surgen los conflictos. Las empresas ya instaladas van ampliando el número de hectáreas que ocupan, mientras que otras están consiguiendo enormes concesiones del Estado. En 2009, Camerún se convirtió en foco de la atención internacional tras el anuncio de la concesión de 73.000 hectáreas a la empresa Herakles Farm.
Herakles Farm, ¿un caso de éxito de la sociedad civil?
Tan pronto como el convenio entre la empresa y el Ejecutivo salió a la luz, provocó una considerable movilización nacional e internacional por parte de activistas preocupados principalmente por tres cuestiones: el enorme tamaño de la concesión (lo habitual es hablar de 10.000 ha como máximo); la opacidad de la empresa concesionaria [7] y la cercanía del área de la concesión a zonas de especial protección ambiental. Para comenzar, según el Estudio de Impacto Ambiental de la propia empresa, allí viven unas 14.000 personas, aunque algunas ONGs hablan de que afectaría a unas 40.000. Por otra parte, la empresa, creada ex profeso para explotar tal concesión, y denominada SG Sustainable Oils Cameroon, Ltd (SGSOC), pertenecía en su totalidad a la americana Herakles Farms, una filial de Herakles Capital, que actúa en África en sectores muy diversos como energías, telecomunicaciones, minería, agroindustrias e infraestructuras. Por último, la concesión estaba situada entre el Parque Nacional de Korup y el área protegida de Rumpi Hills, lo que la convertía en un lugar habitual de paso para una amplia variedades de animales. Además, muy cerca de allí se encuentra la plantación de Pamol, que pertenece al Estado y ocupa unas 9.500 hectáreas en el departamento de Ndian. Es otra de las plantaciones históricas en Camerún y la población se queja amargamente de su existencia.
Por si fuera poco, hay quienes temen que la concesión no fuera más que una excusa para extraer madera. Nos explicaba Samuel Nguiffo, director de CED Cameroun que “no hay un procedimiento claro para luchar contra la deforestación, que sea eficaz y fácil de poner en marcha. (…) Además, tenemos un sistema de corrupción muy arraigado y muy enraizado con el mundo forestal: algunas concesiones de tierras son interesantes no sólo por lo que se pueda plantar en ellas sino por la madera de los bosques que hay en ellas”. Le entrevistamos durante la celebración en la Universidad de Yaoundé II de un Congreso internacional sobre Pueblos autóctonos, comunidades locales y recursos naturales en África central [6], en el que salieron a relucir muchos casos similares. Lo que nos avanzaba entonces era una sospecha que sólo mes y medio más tarde parecían corroborar algunas informaciones. Según Mongabay.com, una web especializada en información sobre medio ambiente, durante la segunda mitad de 2015 se observó una “deforestación sin precedentes” en el área de la concesión. Y eso a pesar de que el proyecto de plantación de palma había sido abandonado en mayo de 2015 debido a la fuerte oposición local, que llevó al Gobierno a reducir la concesión a 20.000 hectáreas. Un par de años antes, Le Monde se preguntaba si el nombre de Herakles Farm no sería recordado como siempre como el símbolo de la especulación financiera sobre los recursos del sur .
Éste fue, en apariencia, un caso de éxito de la sociedad civil, organizada desde la pequeña ciudad de Mundemba (en la parte más occidental del país, cerca de la frontera con Nigeria) por el activista Nasako Besingi, director de la ONG SEFE (Struggle to Economise Future Environment). Besingi es hoy un hombre difícil de encontrar, al que sólo conseguimos localizar por teléfono, pues vive asediado por las las citaciones judiciales a las que tiene que hacer frente desde que la empresa le denunciara (le acusan de difamación desde que él denunciara un paliza por parte de dos de las personas de seguridad de la empresa).
¿A quién pertenece la tierra?
El problema de fondo, siempre que surgen este tipo de controversias entre campesinos y el estado es que “el derecho camerunés no reconoce el derecho consuetudinario a la propiedad sobre la tierra (…)”, según Hervé Sokoudjou. De tal manera que, en teoría, es el Estado quien tiene potestad para cederla a quien considere. Pero no es tan fácil. En primer lugar, hay leyes nacionales e internacionales que recortan este derecho. Además, los propios acuerdos con las empresas exigen compensaciones a los propietarios, residentes y afectados por las nuevas plantaciones. Pero es un tema extremadamente complejo.
Sobre tierras, acaparamiento y políticas forestales investiga Mathieu Vandi Fache, un joven doctorando camerunés. “Es un asunto con muchas variables”, nos explica. “Para empezar, tendríamos que distinguir lo que es acaparamiento de tierras y qué no”. Y cómo se distingue? ¿En función del tamaño? ¿De la oposición local? “El tamaño es importante, sí, pero más lo es la densidad de población. Unas pocas hectáreas en un lugar sobrepoblado puede ser un polvorín”. Por otro lado, está el tema de las compensaciones y la consulta real a la población. En teoría, según Vandi Fache, “las tierras no se pueden expropiar tan fácilmente si en ellas hay gente instalada y trabajando”. Pero la realidad, puntualiza, es muy diferente. “Porque es muy difícil demostrarlo si no se tienen títulos de propiedad sobre la tierra”. Y la mayor parte de la gente, no las tiene. (..) “Aproximadamente solo el 10% de las tierras están inventariadas. Y las gestiones para hacerlo son complicadas y largas…”
Por otra parte, está el asunto de la fiscalidad que se aplica a estas empresas, tal y como señala David Bayang, del servicio Justicia y Paz de la Iglesia católica en Camerún, que ha apoyado la creación del portal www.palmespoir.org “Las empresas que vienen aquí deberían cumpliar la misma legislación que las nacionales”, dice Bayang, no sin recordar que este un problema que sucede en todos los países donde se conceden exenciones a las grandes emprseas. Bayang apuesta por el desarrollo del aceite de palma, pero con compensaciones reales y justas para los campesinos y condiciones laborales decentes para los trabajadores. Un tema clave en el que también incide Jaff Napoleon Bamenjo, coordinador de RELUFA, Réseau de Lutte contre la Faim au Cameroun, organización que intenta luchar contra la inseguridad alimentaria “buscando las causas sistémicas que lo provocan”.
Apátridas en su propio territorio
Una inseguridad y una lucha por los recursos que es todavía más preocupante cuando hablamos de un país que, por las adecuadas condiciones climatológicas y la fertilidad de su suelo, debería tener más que asegurada la seguridad alimentaria de todos sus habitantes. El problema, resume uno de los jefes tradicionales de la zona, sa majesté Stagadigni, jefe de Mbeka, es que “las empresas dan más importancia a la palma que a las personas”. Stagadigni deja muy claro que su pueblo “no está en contra del desarrollo”, pero sí quieren que se respeten las normas, que no se contamine el agua con los productos químicos que se utilizan en los viveros y que se deje espacio para los campesino. Si no, “¿dónde vamos a cultivar nosotros?”, se pregunta. Lo mismo dice Solange Ngobakounne, representante del pueblo de Kilombo. “Estamos rodeados de palmeras. Antes había campos de mandioca, de café, otros cultivos… pero ahora ya sólo queda la palma. Hasta el nombre del pueblo ha cambiado. Enfrente de mi casa han puesto un vivero, y están continuamente regandolo con productos químicos, que han terminado por llegar al agua de nuestros ríos. Es el agua que utilizamos para beber, el que damos a nuestros hijos, y es allí donde pescamos para comer. Ya ha habido casos de niños enfermos por el agua”. Y así, poco a poco, los campesinos que se quedan sin tierras se convierten en “apátridas en su propio terreno”, como lo define Bongue Philippe, que a sus 80 años es todavía capaz de recordar que esto ya ha pasado antes. Ahora es de otra forma, pero se le parece mucho. Camerún logró su independencia en 1960, como muchos otros países de la zona. Hace poco más de medio siglo, y Bongue recuerda perfectamente el tiempo de dominio francés. Y recuerda perfectamente lo que su padre le contó antes, respecto a los alemanes. Y no quiere que la historia se vuelva a repetir, aunque ahora sea con otros métodos y otras formas. Por eso, a sus 80 años, continúa luchando, para tener algo que dejarles a todos esos nietos que corretean por alrededor de su casa y que, espera, tengan un futuro diferente en el que los recursos, ahora sí, sean suyos.
Bibliografía:
[1] Glaser, Antoine: AfricaFrance. Quand les dirigeants africains deviennent les maîtres du jeu. Ed. Fayard,2014. El capítulo 7, dedicado a Camerún, el autor menciona a Vicent Bolloré como uno de los grandes apoyos de Paul Biya en París.
[3] En marzo de 2009, dos periodistas de France Inter emitieron un reportaje titulado ‘Cameroun, l’empire noir de Vincent Bolloré”, en el que relataban la situación de los trabajadores y los campesinos colindantes a las plantaciones de la Socapalm. Bolloré les denunció por difamación, pero no ha podido evitar que desde entonces muchos otros medios hayan realizado reportajes similares.
[4] Hervé Sokoudjou, “El caso de Camerún: las plantaciones de palma aceitera. ¿Una nueva amenaza para los bosques de Camerún?”, en el libro: El amargo fruto de la palma aceitera: despojo y deforestación. Capítulo IV. Publicado en 2001.
[5] Un análisis exhaustivo de la empresa se encuentra en: “Understanding land investment deals in Africa. Massive deforestation portrayed as sustainable development. The deceit of Herakles Farms in Cameroon”, un informe de The Oakland Institute, en colaboración con Greenpeace International. Entre otras cosas, el informe explica que el CEO de Herakles, Bruce Wrobel, es al mismo tiempo el director ejecutivo de All for Africa, una Organización No Gubernamental de Desarrollo. Una organización cuya web ya no está activa (julio de 2016) y cuya última actualización en su página de facebook es de enero de 2013.
[6] El encuentro, titulado: Peuples autochtones, communautés locales et ressources naturelles en Afrique centrale : Quels droits ? Quelles mesures de protection ? Quel (s) rôle (s) pour les défenseurs de l’environnement », organizado por el CED con apoyo de la Unión Europea se dieron cita investigadores y defensores del medio ambiente de los países de África central y se trataron temas sobre explotación y abuso de recursos mineros, forestales y de todo tipo. Se celebró en Yaoundé, del 29 al 31 de marzo de 2016.
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Bravo por vuestro trabajo!
Me gustaria añadir otro impacto brutal que no comentais, la relacion del cultivo industrial de palma con las epidemias de ebola, el «EBOLA NEOLIBERAL». Debido a la reduccion de su habitat natural, fruto de la deforestacion, el murcielago, reservorio del virus del ebola, se busca la vida en las plantaciones de palma, entrando en contacto con los humanos
Mas aqui: https://noticiasdeabajo.wordpress.com/2015/08/02/ebola-neoliberal-los-origenes-agroeconomicos-del-brote-de-ebola/
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