311 líderes sociales asesinados entre el 1 de enero de 2016 y el 30 de junio de 2018, según datos de la Defensoría del Pueblo. 283 muertes desde que se firmaron en La Habana los históricos Acuerdos de Paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Un asesinato político por día desde que se celebraron las elecciones presidenciales el 17 de junio pasado. Las cifras, aunque difieren levemente según las fuentes, reflejan un aumento de la violencia contra los líderes comunitarios desde que las FARC cedieron terreno a otros grupos armados, en particular los grupos paramilitares que, supuestamente desmovilizados en 2006, se reorganizaron en grupos más heterogéneos y menos identificables, nombrados eufemísticamente como bandas criminales o ‘bacrim’.
Ese domingo 17, ganaba las elecciones Iván Duque, el candidato del Centro Democrático, partido fundado por el ex presidente Álvaro Uribe Vélez tras su ruptura con su sucesor, Juan Manuel Santos. Para muchos líderes sociales y defensores del territorio, no era apenas una derrota política que alejaba el sueño de la paz en Colombia -Uribe fue desde el principio un acérrimo enemigo de los Acuerdos de Paz firmados en La Habana en 2016-, sino también la contundente amenaza de un recrudecimiento de la violencia paramilitar, dado el vínculo muchas veces señalado entre el uribismo y el paramilitarismo: varias personas cercanas al ex presidente han sido condenadas por formar parte de lo que se llamó ‘parapolítica’, y el propio Uribe ha estado muy cerca de ser encausado: en los últimos años, al menos en tres ocasiones jueces colombianos han solicitado, hasta hoy sin éxito, que la Comisión de Acusación investigue esos supuestos nexos.
Los asesinatos se ceban con los “municipios del posconflicto”, esto es, aquellos que han sido más afectados por el conflicto interno armado que enfrenta al Estado con las guerrillas. El 47% de los casos se dieron en lugares donde hay siembra de coca y, según un informe de Indepaz, el 81% de las víctimas pertenecían a organizaciones campesinas, indígenas o afrodescendientes.
Dora Lucy Arias, abogada y activista de la Corporación Colectivo de Abogados José Restrepo (CCAJAR), lo explica así: “La mayor parte de la violencia se da por fuera del conflicto armado: existe violencia antisindical, desplazamientos forzados, uso ilegal de la inteligencia. Las violaciones de derechos humanos de mayor relevancia, como las masacres y la generación de terror que deriva en desplazamiento para propiciar megaproyectos extractivos, todo esto nada tiene que ver con el conflicto armado, pero éste sirve de excusa, de ocultamiento”.
El mapa de la violencia
“Señora Ballestas, se tiene que ir de la región, o si no, la asesino. Usted sabe que en esta región, nosotros asesinamos al que se nos dé la gana”. Así fue amenazada Deyanira Ballestas, una maestra de San Pablo, en el departamento de Bolívar, al norte del país. Resolvió irse, como muchos otros líderes comunitarios. La diferencia es que ella logró grabar la conversación y la hizo pública, para demostrar que en su tierra sigue habiendo presencia paramilitar, y que como ella, son muchos los que reciben panfletos de muerte como el que a ella le enviaron. Los que eligen quedarse, saben que se están jugando la vida. Y temen también que, con el uribismo al mando y las FARC desmovilizadas, las cosas pueden ponerse mucho peor: “Aquí, las FARC han servido de contención al avance de los paramilitares: ahora nada les frena, y van a disputar el control del narcotráfico”, aseguró a esta reportera un campesino en Tumaco, al sur del Pacífico colombiano.
El mapa de la violencia en Colombia se superpone con el de los cultivos ilícitos y las rutas del narcotráfico, pero también con el mapa de los recursos naturales. Las zonas más afectadas por la violencia en estos últimos meses son también las más ricas en recursos: Nariño, Chocó, Antioquia, Buenaventura, entre otras. Esta aseveración no sorprenderá al lector habitual de Carro de Combate: a lo largo de nuestras investigaciones -disponibles en los Informes de Combate, en nuestro libro Carro de Combate. Consumir es un acto político y en el e-book sobre la palma aceitera-, el nexo entre avance de proyectos extractivos, latifundio y paramilitarismo se ha evidenciado para el caso de la palma aceitera, de las megarrepresas, del monocultivo de caña azucarera y otras materias primas.
Es cierto que el paramilitarismo de los 90 es diferente que el que se consolidó en la última década; pero hay más de continuidad que de ruptura. “La violencia se asumió en Colombia como parte del modelo de desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, afirma el politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad Nacional. En ese contexto, el viejo conflicto con las guerrillas se viene utilizando “como legitimación de una violencia estatal y paraestatal dirigida a imponer un modelo de desarrollo neoliberal”, añade el profesor Medina.
La macabra realidad confirma su hipótesis: en 20 años, entre 4,5 y 5,5 millones de personas, según las diversas fuentes, fueron desplazadas a la fuerza: aproximadamente, el 10% de la población del país. La gran mayoría eran pequeños campesinos que dejaron tras de sí alrededor de seis millones de hectáreas de tierra productiva de la que se apropiaron paramilitares y narcotraficantes, pero también terratenientes y empresas multinacionales que impusieron por la fuerza sus proyectos extractivos, como la minería, las megarrepresas o las plantaciones de palma aceitera. Santos lanzó una Ley de Restitución de Tierras que prevé que los campesinos despojados recuperen lo que era suyo; sin embargo, quienes deberían activar el proceso de restitución son sistemáticamente amenazados y violentados. Las organizaciones sociales temen que, en semejante contexto, la ley sirva para legitimar aquel despojo.
El 4 de julio fueron asesinados dos indígenas en el departamento de Putumayo, en una aldea donde la comunidad estaba organizando una consulta previa acerca de un proyecto petrolífero. El 7 de abril pasado, un grupo paramilitar declaró objetivo militar a organizaciones indígenas y campesinas de los departamentos de Cauca y Valle del Cauca, al suroccidente del país. Tampoco faltan en la lista quienes participaron activamente de la campaña de Colombia Humana, un movimiento político que apoyó al candidato Gustavo Petro, quien pasó a segunda vuelta y obtuvo el mejor resultado electoral para la izquierda que se recuerda en Colombia.
Ana María Cortez fue una de las activistas sociales que lideró la campaña, pese a las amenazas, en el municipio de Cáceres, departamento del Cauca. Un 45% de los votos de ese municipio fueron para Petro en segunda vuelta; pudieron ser más, afirmó ella antes de morir, si no hubiera sido porque se vio obligada a abandonar la campaña para atender a los afectados por la represa de Hidroituango, que debieron ser alojados en refugios ante el riesgo de avalancha por complicaciones en la construcción de una represa, por cierto, polémica por sus impactos socioambientales y la férrea resistencia de la población local: un proceso que ya se cobró la vida de dos activistas del Movimiento Ríos Vivos el pasado mes de mayo.
“Nos están matando”
“No son números, son vidas humanas y libertades que se pierden”, recordó Alberto Brunori, representante de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia. Ni el Estado colombiano ni la comunidad internacional -incluidos los países europeos, a los que tanto se les llena la boca hablando de derechos humanos, democracia y libertad de expresión- han protestado ante la abyección de estos crímenes, que en la inmensa mayoría quedan en la impunidad (de los 171 asesinatos reconocidos por la ONU en los dos últimos años, sólo 15 han generado una sentencia judicial).
La respuesta de las organizaciones sociales ha sido movilizar en las calles, bajo el lema #NosEstanMatando, y convocar una ‘Velatón’ -concentraciones con encendido de velas en homenaje a las víctimas- en 80 ciudades de todo el mundo, incluyendo España. Frente a la impunidad de los poderosos y la complicidad de quienes, por interés propio o por desinformación, comparten sus posiciones, el pueblo se organiza. La movilización en torno a la campaña de Gustavo Petro, en torno a la que conformó el movimiento Colombia Humana, fue un hito histórico: el candidato obtuvo 8 millones de votos con una campaña articulada en torno al trabajo de sus simpatizantes, y no a golpe de chequera. Como dijo el Subcomandante Marcos, la sabiduría consiste en el arte de descubrir, por detrás del dolor, la esperanza.
* Una versión anterior de este reportaje fue publicada en El Confidencial.
** Agradezco sus aportes a Adriana Villarreal y Cristina Amariles.