El aumento del regadío en las últimas décadas ha permitido el desarrollo económico en tiempo récord de zonas antes marcadas por la aridez y la sequía. Pero está comprometiendo el futuro del campo y la sostenibilidad de la agricultura a largo plazo.
Por Juan F. Samaniego
A su paso por Valdeganga, en Albacete, el río Júcar discurre encajonado. Ha cubierto ya muchos kilómetros desde su nacimiento en la sierra de Albarracín, labrando la tierra a su paso. Entre cañones y gargantas, cuevas y dolinas, el río es casi como un arañazo en el acuífero, la parte más visible de un sistema de agua interconectado que bebe de la lluvia y de las aguas subterráneas, que desborda a través de cientos de fuentes y pequeños manantiales, que crea oasis de biodiversidad allí por donde pasa y que desde hace siglos inunda vegas y acequias para alimentar a los pueblos de su ribera.
En las últimas décadas, sin embargo, el nivel del acuífero ha bajado, las aguas subterráneas están cada vez más sobreexplotadas. El río ha llegado a secarse en algunos tramos y el agua ha dejado de brotar de las fuentes. Las comunidades de regantes, que antes se surtían de manantiales naturales, bombean agua del río, consumiendo energía e incrementando los costes de sus productos. Y la conexión de los pueblos con los cultivos de huerta tradicionales se ha ido perdiendo.
A ambos lados del Júcar, el paisaje está cada vez más dominado por grandes sistemas de riego móviles mediante pívots y aspersores, por cultivos industriales más productivos, pero también más intensivos en el uso del agua, más contaminantes y más desconectados de la realidad sociocultural de la zona. “Ya no solo hablamos de la merma del recurso a nivel de cantidad, sino también del daño cualitativo. Se están dejando las aguas inservibles para el uso humano”, señala David Villalba, de Ecologistas en Acción de Castilla-La Mancha y vecino de Valdeganga.
La situación no es exclusiva de su pueblo, se repite en todos los municipios de la ribera del Júcar y en buena parte de España. El aumento del regadío en las últimas décadas ha permitido el desarrollo económico en tiempo récord de zonas antes marcadas por la aridez y la sequía. Pero está comprometiendo el futuro del campo y la sostenibilidad de la agricultura a largo plazo.
Del aguacate al olivar: los datos del regadío en España
Más al norte, los campos de Castilla y León, áridos y fríos, de trigo y de centeno, de hierbas olorosas y de marchitas zarzas también están cambiando. La Castilla a la que hace un siglo cantaba Machado es cada vez más verde. El trigo y el centeno todavía predominan en el paisaje, pero los campos oscuros y espesos de maíz son muy habituales. Es el milagro del regadío, la transformación de la tierra dura y seca en campos agrícolas mucho más productivos. En Castilla y León hay hoy más de 560 000 hectáreas de cultivos de regadío, según datos del gobierno autonómico, un 25 % más que hace una década. El maíz, hasta hace poco inexistente, ocupa 120 000 hectáreas.
La situación se repite en muchas otras comunidades autónomas. De acuerdo con los datos de la Encuesta sobre Superficies y Rendimientos de Cultivos en España (ESYRCE), del Ministerio de Agricultura, en España hay casi 3,7 millones de hectáreas de regadío. Esto atendiendo solo a las explotaciones legales, ya que la extracción ilegal de agua para regar sigue siendo habitual en muchas zonas, como señala el informe La burbuja del regadío, de Greenpeace. Según las estimaciones de Ecologistas en Acción, podría existir cerca de otro millón de hectáreas de regadío ilegal.
Desde principios de siglo, el regadío ha sumado en España más de medio millón de nuevas hectáreas. El agua se usa para cultivar especies que antes no eran habituales en las tierras de secano, como el maíz en Castilla y León, y para introducir nuevos cultivos, como el pistacho, los árboles tropicales (mango, kiwi y aguacate) o los frutales de bayas (arándano y moral). Pero también para sacar más rendimiento a cultivos tradicionales, como el trigo, el olivo o el almendro. Por ejemplo, según los últimos datos de ESYRCE, en España existen 1,9 millones de hectáreas de olivar de secano y casi 900 000 de olivar de regadío.
“En las zonas áridas, tradicionalmente, el límite a la producción agrícola lo imponía el acceso a los recursos hídricos. Pero, desde mediados del siglo pasado, el desarrollo de la tecnología de regadío y de los pozos profundos para acceder a los acuíferos ha transformado las zonas áridas”, explica Jaime Martínez Valderrama, ingeniero agrónomo especialista en desertificación y cambio global del CSIC. “El problema es que estos milagros económicos a veces son efímeros, porque al final el recurso también se agota y no queda más que huir hacia adelante, hacer más trasvases, más pozos y más embalses”.
En España, los usos agropecuarios utilizan más de 22 billones de litros de agua al año, un 78 % del consumo total, según datos del informe de Greenpeace. Buena parte se va a un regadío que no deja de aumentar y que, según los planes actuales, seguirá expandiéndose en casi todas las cuencas hidrográficas, al menos, hasta 2033. Mientras, el abastecimiento para uso urbano y para beber, que es el uso prioritario que marca la legislación, tanto española como europea, supone un 17 % del consumo total. Otro 4 % se va para la industria y el 1 % restante se lo llevan otros usos relevantes, como el riego de campos de golf.
El impacto en los acuíferos y las aguas superficiales
No lejos de Valdeganga, en la parte castellana de Castilla-La Mancha, el río Tajo se encuentra con sus dos primeros embalses: Buendía y Entrepeñas. Sin embargo, los municipios de su ribera apenas usan el agua, ni siquiera para beber. El objetivo de ambas infraestructuras es otro muy distinto, alimentar un río a cientos de kilómetros de distancia, el Segura, que nace en Jaén y desemboca en Murcia, nutriendo en su tramo final una de las zonas agrícolas más productivas de España. En los embalses de Buendía y Entrepeñas tiene origen una de las obras hidráulicas más polémicas del país, el trasvase Tajo-Segura.
“Los pueblos de la ribera del Tajo en esta zona no han hecho nunca uso del agua de los embalses. Prácticamente no hay agricultura y la que hay es casi toda de secano”, explica Miguel Ángel Sánchez, técnico de la Asociación de Municipios Ribereños de Entrepeñas y Buendía, que hace dos décadas se agruparon para defender sus intereses e intentar que los embalses se gestionasen en interés de la población local. “Ahora mismo tenemos una gestión del agua de la cabecera del Tajo enfocada en dotar los regadíos de la cuenca del Segura. Mientras se limita el agua que puede salir de la cabecera hacia el resto del río a 365 hectómetros cúbicos al año, se envían 600 al Segura y otros 50 al Guadiana”.
Exceptuando el noroeste y la cornisa Cantábrica, España es un país en el que llueve poco. Los embalses y la explotación de las aguas subterráneas han permitido transformar las zonas más áridas del territorio (donde las temperaturas y la radiación solar son altas todo el año) en vergeles agrícolas. Valencia, Andalucía y Murcia son las tres comunidades de mayor producción de frutas y verduras, aunque están también entre las más secas. Pero el agua no es un recurso infinito.
En el momento de escribir este reportaje, los embalses de aguas superficiales de España cerca de 65 % de su capacidad. Las cifras medias, que se han elevado tras las lluvias de los últimos meses, ocultan los extremos: del 90 % de capacidad de los embalses de la cuenca del Duero al 36 % de Cataluña, el 23 % de la del Segura o el 31 % del Mediterráneo andaluz. La situación en los acuíferos subterráneos no es mejor. La mayoría están sobreexplotados y todos los de la meseta sur y el sureste del país están en riesgo, según datos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO).
“Los acuíferos de las zonas áridas están en una situación crítica. No solo por una cuestión cuantitativa, sino que también la calidad del agua es mala porque lo que se hace en superficie acaba revirtiendo debajo. Las aguas subterráneas tienen también muchos nitratos y pesticidas. Además, cuando el nivel de los acuíferos costeros baja demasiado, el mar los invade, salinizándolos”, explica el investigador Jaime Martínez. “Es un desastre porque las reservas de agua son un recurso estratégico para enfrentar el cambio climático”.
“Gran parte del agua de Castilla-La Mancha, Aragón, Cataluña, Extremadura y Murcia está muy afectada por la agricultura intensiva y la ganadería industrial”, añade desde Ecologistas en Acción David Villalba. “Hay muchos pueblos que han tenido que abandonar sus pozos porque no son aptos para consumo humano por la contaminación”. Y luego están los impactos ambientales, con tres casos paradigmáticos que destacan sobre el resto: las Tablas de Daimiel, Doñana y el Mar Menor.
En el primero y el segundo, humedales de gran importancia y enclaves ecológicos únicos a nivel europeo, la sobreexplotación del acuífero que los nutre para usos agrícolas, tanto legales como ilegales, los ha dejado al borde del colapso. En el Mar Menor, una albufera de la costa de Murcia, los niveles de contaminación por nitratos y fosfatos que arrastran las aguas residuales agrícolas y urbanas han llegado a ser tan elevados que la laguna ha sufrido episodios severos de eutrofización y degradación.
Agricultores, consumidores y una cadena de responsabilidades
¿Y ahora yo qué hago? Frente a las estanterías de la frutería, cada vez más consumidores se preguntan hasta qué punto sus compras están alimentando los problemas del campo y la destrucción del medioambiente. La respuesta, sin embargo, no es tan sencilla. La cadena de responsabilidades en la mala gestión del agua es larga. “Es una huida hacia adelante absoluta. El agua en España tiene dueños, el lobby de la industria agrícola y el lobby hidroeléctrico, ambos potentísimos y con capacidad de marcar la agenda de todos los gobiernos”, señala Miguel Ángel Sánchez.
«No podemos tener casi cuatro millones de hectáreas de regadío en un país como el nuestro, con una oscilación en las precipitaciones cada vez mayor. Hay que tomar una decisión drástica y reducir la superficie de regadío. No sé la cifra correcta, pero creo que deberíamos estar hablando de entre un 25 y un 50 %», continúa el técnico de la la Asociación de Municipios Ribereños de Entrepeñas y Buendía. “Mientras, las confederaciones hidrográficas y la Dirección General del Agua [dependientes del MITECO] son meras correas de transmisión de los intereses de los que más poder tienen. Todo el esquema está diseñado para favorecer a quien ya controla el agua”.
Desde Ecologistas en Acción también señalan la responsabilidad del MITECO y las confederaciones hidrográficas, así como del Ministerio de Agricultura, que elabora los planes de regadíos. Ambos organismos no han querido aportar su punto de vista para la elaboración de este reportaje. “Las confederaciones hidrográficas se están saltando las leyes, pero las multas que nos ponen desde Europa las pagamos entre todos”, señala David Villalba, desde el colectivo ecologista. “Lo único que pedimos es que cumplan sus leyes, que ya son muy poco garantistas, no las que a nosotros nos gustaría tener”.
“No se pueden cargar responsabilidades en el consumidor, porque sus decisiones tienen poco peso a la hora de cambiar todas estas dinámicas, pero aun así podemos hacer cosas”, continúa Villalba. “Para mí lo más importante es consumir productos provenientes de la agroecología, que utiliza técnicas que preservan mejor el suelo y aprovechan mejor el agua, y, si es posible, de cercanía. El problema es que en la etiqueta esa información no siempre está disponible. Si compramos almendras, no podemos saber si son de secano o de regadío”.
“El consumidor solo puede tomar decisiones en base a la información que tiene”, añade Jaime Valderrama. “La presión debería estar sobre la industria y, en particular, sobre las cadenas distribuidoras que son las que tienen la sartén por el mango e imponen sus condiciones a los agricultores. Necesitamos producir alimentos, necesitamos zonas agrarias y necesitamos regadío. Pero hay que hacerlo con responsabilidad y de forma ordenada, en base a los recursos que tenemos disponibles”.“Es curioso que, como sociedad, seamos tan conservadores en algunas cosas, pero a la hora de hablar de medioambiente o de recursos como el agua nos olvidemos y queramos utilizarlos lo más rápido posible. Con la que viene con el cambio climático, lo suyo sería tener mucha precaución”, concluye el investigador del CSIC. “Tenemos que volver más a cultivos de secano y a cultivos que gasten menos agua, proteger la seguridad hídrica. No tiene sentido que la zona que más sed pasa de Europa se dedique a exportar tantos productos que contienen tanta agua”.