El capitalismo, aunque se vista de verde, insostenible se queda

Hubo un tiempo en que el activismo ecologista tuvo que esforzarse por hacerle entender a empresarios y gobernantes que había que caminar hacia la sostenibilidad. Ahora, aunque colean algunas voces negacionistas, son una minoría, por más que hablen a gritos. La noción de sostenibilidad se ha instalado en la agenda, porque sobran las evidencias científicas que alertan del impacto que puede tener para nuestra especie, y el planeta en su conjunto, continuar con el ‘business as usual’, es decir, seguir haciendo como si la actividad económica pudiera desentenderse de los límites naturales en los que, forzosamente, está imbuida la economía y la sociedad humana en general.  Hay ya no sólo modelos científicos que dan cuenta de los riesgos, sino también pruebas materiales inmediatas de que algunos de los impactos ya se están produciendo en forma de temperaturas extremas, maremotos, una extinción masiva de especies y –no lo dejemos al margen- la aparición de nuevas enfermedades con potencial pandémico. Así que ya no cabe duda: la economía debe seguir el rumbo de la sostenibilidad, es decir, la huella ecológica que deje nuestra actividad debe ser compatible con garantizar una vida digna a las generaciones futuras.

¿Hemos ganado la batalla cultural y discursiva? No cantemos victoria. Quienes conocen el tema en profundidad saben que, para que nuestras sociedades sean sostenibles, serían necesarios cambios muy profundos en nuestros estilos de vida; no pocos expertos creen que la sostenibilidad socioambiental es incompatible con la permanencia del orden capitalista. Porque la lógica de la vida es antagónica a la lógica del capital, que para acumular requiere de una constante apropiación de los recursos de todo tipo: flujos de energía, materiales, vida humana en forma de trabajo o atención mediada por los algoritmos

El modelo económico va cambiando -y de hecho el sistema capitalista ha demostrado una notable capacidad de adaptación y transformación-, pero una tendencia se ha consolidado en los últimos siglos: cada vez más riqueza en cada vez menos manos, en detrimento de la gente en general, pero de unas más que otros: las mujeres han sido más empobrecidas, como también las personas racializadas y que habitan en el Sur global; por no hablar de las especies no humanas.

Garantizar la sostenibilidad de la trama de la vida, condición sine qua non para garantizar una vida digna a las generaciones futuras, pasa por trascender ese entramado de acumulación que se basa en poderosos oligopolios que controlan cada esfera de la economía y acaparan la capacidad de decidir acerca de casi todas las esferas de la vida: desde lo que comemos, a cómo nos comunicamos, pasando por cómo y para qué generamos energía y qué hacemos con los desechos que generamos.  Y, si bien desde Carro de Combate somos conscientes del poder que pueden tener nuestras decisiones como consumidoras, también sabemos que los cambios individuales necesitan ser acompañados de modificaciones en esas reglas del juego que benefician sistemáticamente a las grandes empresas, en detrimento de los pequeños y medianos productores y distribuidores. Pensemos, si no, en la Política Agraria Común (PAC).

¿Pueden ser parte de la solución las mismas empresas que llevan décadas siendo el principal problema? Es aquí donde la palabra ‘sostenibilidad’ se ha convertido en un significante tan trillado y vaciado de sentido, que ha pasado a ser un reclamo publicitario más, que utilizan sistemáticamente las empresas con peor currículum socioambiental del planeta: desde Endesa y Repsol hasta la Bayer-Monsanto, pasando por Inditex o Campofrío, todas las grandes empresas se autoproclaman sostenibles. Y lo hacen para dirigirse a un público que prefiere gastar su dinero en alternativas más ecológicas; pero también, para captar una parte de los jugosos fondos que irán destinados, en los próximos años, a implementar las “políticas verdes” que estamos necesitando. El problema es que, si esas políticas verdes son tan vacías de contenido como la noción de sostenibilidad que han amasado las empresas desde sus gabinetes de responsabilidad social corporativa (RSC), esas políticas no valdrán para nada, o al menos para muy poco.

Cada vez más, el lavado verde o ‘greenwashing’ penetra cada esquina de los espacios publicitarios que nos bombardean varios miles de veces al día. Como apunta lúcidamente Carlos Francisco Echeverría en su libro Salvación. Estrategias personales ante el cambio climático (Libros.com), nos hemos acostumbrado a estar constantemente inmersos en un océano de publicidad, del que somos tan poco conscientes como lo sería un pez de la existencia del agua que lo rodea.

“Hemos terminado por aceptar lo falso como real, la mentira como una forma legítima de comunicación”, escribe Echevarría. Es muy fácil sucumbir a la tentación de creer que, como nos dicen estas empresas en sus mensajes publicitarios, podemos cambiar el planeta simplemente con comprar los productos de su nueva línea ‘eco’, sin modificar nada más, ni de nuestro estilo de vida ni del entramado de poder que sostiene el orden socioeconómico actual. Seguir consumiendo ultraprocesados, pero con materias primas supuestamente cultivadas de forma orgánica. Seguir comprando a las grandes marcas del ‘slow fashion’, pero su línea de algodón orgánico o hecha con plásticos reciclados. Se trata de cambiar algo para que nada cambie, y aunque es muy fácil desmontarlo con los datos en la mano, es tremendamente complicado contrarrestar el poder de ‘lobby’ de quienes nos gobiernan en la sombra.

Mientras nos armamos como consumidoras para no dejarnos engañar por la permanente manipulación publicitaria, los jugosos fondos europeos de los programas Next Generation EU supondrán, en los próximos años, una inyección en la economía española 140.000 millones de euros en seis años; de ellos, 72.700 millones en transferencias directas. Si las grandes corporaciones imponen su criterio de sostenibilidad ante nuestros gobernantes nacionales y supranacionales, recibirán una jugosa parte de ese inmenso pastel. Y ya han demostrado sin resquicio a dudas que sus intereses son muy otros que el bien del planeta.

Nos lo advertía Luis González Reyes: no es sólo marketing verde para convencer a un público incauto; lo que está en juego es convertir la crisis ecológica, social y civilizatoria que enfrentamos en una gigantesca oportunidad de negocio. Lejos quedan los tiempos en los que debíamos batallar por incluir la sostenibilidad en la agenda política; hoy, de lo que se trata es de no caer en la trampa discursiva del lavado verde y recordar, en cada foro que nos sea posible, que no existen soluciones fáciles a los problemas sistémicos que enfrentamos. Que, así como no adelantamos nada si cambiamos el monocultivo de palma por cualquier otro y dejamos intacto el modelo del agronegocio, tampoco resolveremos la crisis energética si cambiamos los automóviles convencionales por coches eléctricos con baterías de litio. Desde el Norte global, la única solución pasa por el decrecimiento; desde el Sur global, hay sobrados motivos para reclamar la deuda ecológica contraída durante cinco siglos por los países que ahora se dicen “desarrollados”.

Las empresas multinacionales, las que acaparan riqueza y poder de decisión, sólo serán parte de la solución si comienzan a repartir la riqueza y el poder que acumularon a base de expropiar a otros seres, humanos y no humanos. El Estado sólo será parte de la solución, y no del problema, si se muestra capaz de implementar políticas que promuevan el interés general, y no sólo el de unos pocos. Si desechamos las soluciones fáciles, porque son falsas,  entonces nos queda por delante un enorme desafío que implicará cambios tecnológicos, pero, sobre todo, voluntad política y un profundo cambio en los imaginarios colectivos. Tal vez no sería descabellado comenzar por deconstruir esa normalización del discurso publicitario, que no es sino la aceptación de que es legítima la manipulación cuando de lo que se trata es de vender más.

*Imagen de Darkmoon_Art en Pixabay 

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